Las necesidades artificiales
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Las necesidades artificiales

Cómo salir del consumismo

​Razmig ​Keucheyan

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Las necesidades artificiales

Cómo salir del consumismo

​Razmig ​Keucheyan

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El capitalismo crea nuevas necesidades de forma continuada. La necesidad de comprar el último iPhone, por ejemplo, o de volar de una ciudad a otra. Estas necesidades no solo son alienantes para el individuo, sino que son ecológicamente perjudiciales; su proliferación apuntala el consumismo, que a su vez agrava el agotamiento de losrecursos naturales y la contaminación. En la era de Amazon, el consumismo ha alcanzado su etapa más intensa. Este iluminador ensayo nos plantea una pregunta crucial: ¿cómo podemos atajar esta proliferación de necesidades artificiales? ¿Cómo salir del consumismo capitalista? De los efectos de la contaminación lumínica a la obsolescencia programada, pasando por la psiquiatría del consumismo compulsivo, este libro analiza el horizonte de una batalla –política y cultural– que no podemos perder; hace de las necesidades "auténticas", definidas colectivamente en ruptura con las necesidades artificiales, el núcleo de una política de emancipación en el siglo XXI.

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Información

Año
2021
ISBN
9788446051138
CAPÍTULO IV
Cambiar las cosas
EL SISTEMA DE LOS OBJETOS
Una necesidad corresponde a un objeto que, por sus propiedades (reales o fantasmáticas), la satisface o la azuza. Ahora bien, hasta el momento no nos hemos referido a los objetos mismos. He hablado esencialmente de sujetos, individuales y colectivos. Un defecto –mayor– de la teoría crítica de las necesidades de Gorz y Heller es que nunca habla de las cosas, nunca toma partido por los objetos. Las dos paradojas de las necesidades radicales –que el capitalismo suscita necesidades que no satisface y que, en materia de necesidades, la riqueza de la especie está acompañada de la pobreza del individuo– no hacen ninguna mención a los objetos y el dato es curioso para una tradición, el marxismo, que se considera materialista. Los materialistas deberían interesarse un poco más por las cosas.
Si el productivismo y el consumismo, si la aceleración constante de la velocidad de rotación de las mercancías, engendran necesidades artificiales es porque el objeto está en el origen de la necesidad. Los objetos nos ponen en ciertos estados y con frecuencia hasta han sido concebidos para tener ese efecto.
Los jugadores compulsivos de Las Vegas llaman «the Zone» al estado en que los sumergen las máquinas tragaperras cuando se instalan a jugar frente a ellas horas y horas[1]. Es un estado indisociablemente físico y mental, que suspende el espacio tiempo, el sentimiento de uno mismo y que lleva al jugador de olvidarse por completo de todo lo demás. Su atención se concentra en los gestos de la apuesta, ejecutados maquinalmente. Lo que menos desea el jugador compulsivo es ganar rápidamente pues el triunfo le obligaría a plantearse que debería alejarse de la máquina. Quiere prolongar ese estado lo más posible. La compra compulsiva produce en los individuos una alucinación del mismo orden.
El hecho es que lo que da al jugador la posibilidad de entrar en «the Zone» es la ergonomía de las máquinas tragaperras, los asientos que las acompañan y el ambiente que reina en el casino: fondo sonoro, luces artificiales, arquitectura interior. En Estados Unidos, la concepción e instalación de esas máquinas representan una industria floreciente donde se distinguen los diseñadores más creativos. La idea rectora es mejorar permanentemente la comodidad del jugador optimizando, por ejemplo, la altura y la inclinación del sillón respecto de la máquina. Los calambres son el enemigo pues hacen que el jugador interrumpa sus apuestas por un momento para estirar los músculos. Las ganancias de los casinos dependen del aumento de la «productividad del jugador» (gamming productivity es una expresión utilizada por los mismos diseñadores).
Hasta los años setenta, las máquinas tragaperras tenían una palanca a un lado para accionar el mecanismo. El famoso one-armed bandit de la iconografía del Far West. Pero desde entonces, la palanca fue reemplazada por grandes botones que permiten acelerar el ritmo de las apuestas[2]. Es más rápido y menos fatigoso oprimir un botón que tirar de una palanca. En el pasado, el jugador insertaba monedas en la máquina a cada nueva partida. Hoy, introduce su tarjeta de crédito una sola vez al comenzar la sesión y luego cada apuesta se debita automáticamente. Es el mismo principio del «One-Click» de Amazon que nos dispensa de dar nuestros datos bancarios cada vez que compramos algo[3]. Los flujos de dinero que van de su cuenta bancaria a la del casino no son para el jugador más que una abstracción lejana. Sus gestos están concentrados y racionalizados al máximo, las apuestas se suceden cada vez más rápidamente. Y esa velocidad es lo que lo hace entrar en «the Zone».
Suscitar necesidades artificiales supone modelar los objetos, optimizar su ergonomía y acelerar el ritmo de su renovación. Y también combatirlos para favorecer necesidades auténticas. Después de todo, numerosas figuras de la historia del diseño eran revolucionarios: William Morris, los constructivistas rusos o hasta ciertos miembros del Bauhaus[4]. Hay que interesarse en las cosas mismas, en la estabilidad y la inestabilidad del sistema de los objetos[5]. De algún modo, lo que decía Georges Perec:
Estaban sentados uno frente al otro, iban a comer después de haber tenido hambre y todas esas cosas –el mantel blanco de tela basta, la mancha azul de un paquete de Gitanes, los platos de loza, los cubiertos un poco pesados, las copas de pie, la canastilla de mimbre llena de panes frescos– componían el marco siempre nuevo de un placer casi visceral, en el límite con el embotamiento: la impresión, casi exactamente contraria y casi exactamente idéntica a la que procura la velocidad, de una sensacional estabilidad y una fantástica plenitud. Partiendo de esa mesa servida, tenían la impresión de estar viviendo en una sincronía perfecta: latían al unísono con el mundo, se bañaban en él y se sentían a sus anchas en esa inmersión; no había nada que temer[6].
Esa impresión de «sincronía perfecta» que representan Sylvie y Jérôme, los dos «psicosociólogos» cuya existencia relata Las cosas (1965), es pasajera. El relato está dedicado por entero a la discordancia creciente entre el mundo de los humanos y el de los objetos, y a los efectos que esa discordancia ejerce en la subjetividad. Sylvie y Jérôme encarnan la primera generación nacida en la sociedad de consumo, que estará también en el origen de Mayo del 68, tres años después de la publicación del libro. Perec hace alusión a esa discordancia creciente en el pasaje citado, cuando compara la plenitud y la estabilidad que experimentan los personajes con las que suscita la velocidad: una plenitud y una estabilidad muy precarias.
Una hipótesis formulada por Hartmut Rosa propone que el poco tiempo de que disponemos en nuestras sociedades de la «aceleración» para disfrutar de los bienes adquiridos –por ejemplo, leer un libro– nos lleva a comprar siempre nuevos bienes con la esperanza constantemente diferida de que llegará el momento en que finalmente podremos disfrutar de ellos[7]. La nueva compra compensa la imposibilidad en que me encuentro de consumir verdaderamente la precedente. La mercancía hace entrever una satisfacción –una felicidad– futura, siempre frustrada pero reactivada por la perspectiva de la adquisición de nuevas mercancías.
MAKE IT NEW!
El consumo no es la única esfera social movida por una insaciable búsqueda de novedad. Basta con entrar un día en un museo de arte moderno para percibir el dictado de la renovación permanente que se le impone al campo artístico. Desde el siglo XIX, el artista de vanguardia –literaria, pictórica o musical– se ha ataviado con diversos atuendos, ora esteta o dandi, ora revolucionario o místico. Pero lo que reúne a las vanguardias más allá de sus diferencias es la búsqueda de la originalidad, de la singularidad, de la autenticidad; en suma, de la novedad[8]. Una vanguardia se define por la ruptura que opera con la precedente y las innovaciones que introduce en las formas y el discurso estéticos. De Dada a los surrealistas, luego a los letristas, luego a los situacionistas, siempre opera esta lógica, hasta lo que Guy Debord proclama el fin del arte, precisamente a causa de la imposibilidad de crear algo nuevo[9].
Hay varios factores que explican el carácter central que tiene la novedad en el arte moderno. En primer lugar, se estima que la originalidad confiere a una obra su «aura», para emplear un concepto de Walter Benjamin, es decir, su unicidad[10]. Del aura dimana la experiencia, también singular, del espectador o del oyente en su presencia. A diferencia del arte premoderno, el arte moderno no procura imitar modelos del pasado, principalmente antiguos, juzgados como insuperables. Pretende crear a partir de la nada. La cuestión que plantea Benjamin en su texto de 1936 La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica es la siguiente: ¿qué pasa con el aura en una época en la que la obras pueden reproducirse hasta el infinito, en la que ya no son únicas?
Luego, en el campo artístico, como en todos los demás campos, ser diferente es existir, existir socialmente. La novedad es un capital que el artista puede hacer valer en la «lucha de posiciones» artísticas. El uso del estilo indirecto libre que hizo Flaubert no es solamente la expresión de su «neutralismo estético», según la expresión de Pierre Bourdieu, es decir, de la distancia que cultiva con los personajes que pone en escena[11]. Es una manera de distinguirse de sus contemporáneos en el terreno propiamente estético. Las instituciones del arte –museos críticos e historiadores del arte, editores y hasta bienales– tienen interés en promover la novedad y por ello la alientan. ¿Cómo atraer al público si la exposición que uno propone no es diferente o, mejor aún, radicalmente diferente de las que presentan los museos competidores? Entre otras cosas, una obra de arte es una mercancía y, como toda mercancía, está sujeta a la necesidad de diferenciarse y renovarse constantemente.
Pero, sobre todo, la novedad está en el mundo antes de estar en las obras. Como dicen Marx y Engels en un pasaje del Manifiesto comunista, la sociedad moderna se caracteriza por la «alteración de todas las condiciones sociales. […] Todas las relaciones estables y solidificadas, con su cortejo de concepciones y de ideas tradicionales y venerables se disuelven; las relaciones recién establecidas envejecen antes de haber podido osificarse»[12]. La modernidad es hija de dos revoluciones: una política que comienza en 1789 y se prolonga con todas las siguientes hasta la Primavera Árabe incluida; y una económica, la Revolución industrial[13]. Si el cambio ocupa una posición central en la estética moderna es porque antes la ocupó en la sociedad moderna: el arte se hace eco de la experiencia que viven los artistas y su público. Ahora bien, una de las dimensiones de estas experiencias –ciertamente no la única– es la aceleración de la velocidad de rotación de las mercancías.
Los grandes pensamientos modernos son pensamientos del cambio, a favor o en contra. Esto es evidente en las ciencias humanas pero también suceden en las ciencias naturales. Veamos un ejemplo: el darwinismo, la teoría de la evolución, la más potente de las teorías nacidas en el siglo XIX. Darwin intenta hacer lo más difícil: explicar la novedad en la naturaleza, precisamente en un terreno que, hasta entonces, solía considerarse inmutable o, al menos, estable. Sería excesivo sostener que El origen de las especies surge como consecuencia de la doble revolución política y económica que sacudía a las sociedades modernas en el momento de su publicación, 1859, época en la Marx escribió El capital. Pero es verdad que ni siquiera los genios científicos escapan por completo a la influencia de su tiempo.
Una consigna...

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