Capítulo vii
Cuando Nealie, en diciembre de 1887, dijo que Cecil no se casaría el mes de junio yo no me lo tomé en serio, y Charlie despachó su diatriba contra lady Guthrie señalando que nunca se había fijado en que se interesara tanto por la salud de su madrastra. Los acontecimientos, sin embargo, demostraron que Nealie tenía razón, porque a lo largo de los dos años siguientes todo pareció conjugarse para aplazar la boda de Cecil y Lydia. Hubo que renunciar a la fecha inicialmente fijada cuando Cecil contrajo la viruela en primavera.
«La infección –como la llamaba lady Guthrie en su introducción a Cartas y diarios– la contrajo en el East End de Londres, donde había visitado a los niños pobres y animado a los enfermos. Sintiéndose muy mal pero sin saber qué le pasaba, emprendió un viaje para reunirse con sus padres en Venecia. Llegó con fiebre alta y estuvo muy cerca de morir.» La recuperación fue extremadamente lenta. Es muy probable que lady Guthrie la retrasara más todavía, porque insistió en que hiciera un largo viaje en cuanto estuvo en condiciones de levantarse de la cama. Visitaron Siria y otros lugares de Oriente Medio con climas que nadie habría considerado especialmente beneficiosos para un convaleciente. Pasó más de un año antes de que se recuperara plenamente y los planes de boda, según su madre, pudieran retomarse. Después de muchos aspavientos innecesarios, así los calificó Nealie, los padres acordaron el enlace para el otoño de 1889, y los preparativos se pusieron en train.1 En ese preciso momento a lady Guthrie le falló la salud y pasó a ser ella la que supuestamente se moría.
–Pero ya veréis –nos prometió Nealie cuando conoció este último contratiempo– como no hace nada de eso y encima se toma su tiempo para no hacerlo.
Una vez más, Nealie tenía razón. Lady Guthrie no se murió y hubo que esperar hasta la primavera siguiente para que se reconociera en condiciones de venir a Inglaterra y asistir a la boda.
Mientras tanto, Cecil hizo una breve visita a los Marsden en la casa que acababan de comprar en el norte de Francia, y desde allí escribió a lady Guthrie:
Martes, medianoche
Querida madre:
¡Qué buena eres por permitirme que me quede aquí unos días más! ¡Eres la madre más perfecta de los tiempos modernos! Espero que te encuentres mejor. ¡Qué contento está mi padre de estar otra vez contigo!
Es un auténtico regalo pasar de nuevo unos días con Lydia, en la misma casa. Es encantadora y veo que me quiere, y me lo ha demostrado. No sé cómo expresarte cuánto me alegra ver que he acertado en muchas de mis suposiciones: su sensibilidad y su capacidad de afecto son portentosas. No soporto a las mujeres de piel dura. Creo que será una mujercita deliciosa, y además no le faltan encantos. Es sensible y práctica, y me impedirá cometer excesos.
Lamento decir que no le interesa la música: una lástima enorme, porque está estrechamente ligada a la poesía y su aprecio se relaciona íntimamente con el disfrute de muchas otras sutiles influencias de la vida. Está desanimada y abatida: no se encuentra bien. Me resulta muy difícil, ya que siempre me he visto rodeado de cariño y comprensión, por tu parte y por la de mi padre, comprender lo descorazonador que debe ser vivir con frialdad y restricciones en lugar de con ese amor maternal que es el más completamente desinteresado y divino de los afectos terrenales.
Tu hijo,
Cecil
La razón, tanto del desánimo general de Lydia como de la queja de Cecil por la falta de comprensión de sus padres, se puso de manifiesto cuando, poco después de que volviera a Inglaterra, el coronel Marsden retiró el permiso, que no creo yo que diera nunca de buen grado, a su hija para casarse. Era más que comprensible que no estuviera a favor de la boda. Cecil, aun sin tener en cuenta la preocupación de su madre por el particular, no era fuerte. Los continuos aplazamientos, que siempre venían del lado de los Guthrie, no habían sido halagadores para los Marsden. Además, estaba el desagradable asunto del dinero. El coronel Marsden era muy rico y Lydia su única hija, mientras que sir David Guthrie, aunque razonablemente acomodado, no tenía una gran fortuna. La pensión que constituía buena parte de sus ingresos moriría con él, y como lady Guthrie, que venía de una familia de siete hermanos, estaba prácticamente sin un céntimo, la mayor parte del dinero que pudiera dejar su marido sería para ella de por vida. Ninguna de las dos cosas era precisamente apetecible para el padre de una heredera.
Pero ¿por qué, como nos preguntamos al recibir la noticia, había decidido el coronel plantarse ahora y no antes? Al final descubrimos que, si bien los Guthrie en un principio prometieron ofrecer a Cecil una generosa asignación, últimamente habían empezado a dudar. Harían cuanto estuviera en su mano por facilitarle la suma prometida, pero no sabían si sería posible incluirla formalmente en el acuerdo conyugal. Los Guthrie, o mejor dicho lady Guthrie, pues era inconcebible que pudiera negociarse algo sin su intervención, tenían muchos gastos. Gastos que eran ahora mayores, entre unas cosas y otras, que cuando se discutió el acuerdo en primera instancia. No era difícil adivinar la carta que había llegado de Cannes, y no requiere el menor esfuerzo de imaginación entender por qué el coronel Marsden acabó perdiendo los nervios.
Si no podía impedir que Lydia se casara, sí podía y estaba dispuesto a hacerlo, tal como afirmaba en una airada carta a lady Guthrie, negarse a darle un solo penique si persistía en seguir adelante en contra de...