El naipe tatuado
William E. Barrett
William Edmund Barrett (1900-1986) fue un escritor que desempeñó un papel importante en la cultura popular americana, principalmente por tres de sus novelas que se llevaron al cine. La más destacada, Los lirios del valle, convirtió a Sidney Poitier en el primer afroamericano en ganar un Óscar al mejor actor principal. El tema central de Los lirios del valle, el encuentro casual entre un trabajador itinerante afroamericano y una comunidad de monjas alemanas, revela el interés por lo espiritual y la justicia social característicos de la obra de Barrett.
«El naipe tatuado» (The Tattoed Card, publicado en julio de 1937 en Dime Detective Magazine) es el decimotercero de los dieciséis relatos detectivescos protagonizados por Mike Agujas, artista del tatuaje y detective amateur, una creación única en la historia de la literatura de tatuajes. Mike es en realidad el alter ego de un acaudalado vividor, Ken McNally, que cada cierto tiempo cambia su privilegiada existencia por un mugriento estudio de tatuajes en un barrio marginal de St. Louis. Cuando McNally se pone el disfraz (principalmente cicatrices, cojera y tufo a alcohol barato), entra en el mundo de la delincuencia y tropieza con una serie de crímenes en los que sus clientes están casi siempre implicados. Aunque los cuentos de Mike Agujas muestran el lado más oscuro del mundo del tatuaje, el protagonista también es un artista consumado que aprendió a tatuar en Japón.
En «El naipe tatuado», Mike se ve envuelto en un asesinato muy misterioso y complicado, pero su carrera de artista del tatuaje lo capacita para resolverlo.
Capítulo I. Colgado por el cuello
El estudio de tatuaje de Mike Agujas era un cuchitril mugriento de South Broadway, un barrio de St. Louis. Un letrero llamativo en la puerta decía:
Mike Agujas
tatua-t en el acto
abierto 24h
El ventanal de la calle tenía un cristal grande y sucio y en el estudio había un amplio surtido de muebles desparejados. El hombre que lo llevaba era dueño de los muebles e hijo de un millonario.
Kenneth McNally no parecía el vástago de una familia rica: sentado en una silla de metal trenzado, con los pies encima de una mesa cubierta de rayones, tenía pinta de viejo marinero aficionado al whisky. Las quemaduras de pólvora de las mejillas eran cicatrices de sarampión retocadas, se había teñido de gris algunos mechones de la enmarañada mata de pelo y el leve tono amarillento de la cara se debía también al efecto de productos químicos. Se había cambiado un poco la forma de la boca y de la nariz a base de parches de parafina. Lucía un reluciente diente de oro que era un ingenioso puente dental. Todo esto no resultaba artificial ni falso en South Broadway. Para parte del vecindario, él solo era un hombre con ausencias periódicas que se achacaban a las borracheras: era Mike Agujas.
McNally miró por el ventanal. Hacía una noche tranquila y las noches así lo inquietaban. Se había zambullido en esta fantástica existencia en el mundo marginal de la periferia de St. Louis para escapar del aburrimiento del mundo de la opulencia y coquetear con peligros para los que no había nacido.
En la calle, una multitud humana salía por las puertas del teatro Apollo. Carteles esplendorosos anunciaban que se podía ver un auténtico espectáculo de revista, chicas guapas, los mejores cómicos, una película y un informativo, todo por veinticinco céntimos. El público que ahora salía había ido a ver a las chicas guapas y a los cómicos. No se había quedado a la película ni al informativo. En el destartalado reloj de pared de McNally sonó la media de las diez y media. Se oyó un ruido de pasos en la acera y el pomo de la puerta giró. McNally levantó la cabeza.
El hombre desgarbado que se plantó en el umbral parecía salido de una tira cómica o de una portada de revista. Era el típico vagabundo que se imaginan los pintores: vestido con puros andrajos sujetos de cualquier manera con imperdibles aquí y allá. Lo único que se veía debajo de un sombrero blando y calado hasta las cejas era una cara larga, delgada, sucia y azulada en la zona de la barba. Calzaba unos zapatos rotos a la altura de los dedos. Sin embargo, carecía de la afabilidad característica de los vagabundos. Medio agazapado en la puerta, infundía una amenazadora sensación de peligro.
McNally le examinó con la hostil intransigencia de Mike Agujas.
–¿Qué le parece? ¿Le saco una foto? –refunfuñó–. O ¿a veces habla?
El hombre, con un gruñido de barítono, entró en el estudio. Hurgó en el bolsillo del abrigo grasiento, antaño gris, y sacó un naipe. Lo tiró en la mesa boca arriba, entre los pies de McNally.
–¿Cuánto me cobraría por tatuarme esto, tal cual? –preguntó.
McNally echó un vistazo al naipe y bajó los pies de la mesa estrepitosamente. Era el tres de tréboles. Levantó bruscamente la cabeza. El vagabundo tapaba el débil resplandor de la lámpara de la entrada con el cuerpo, pero movió un poco el hombro para que la luz diera en el banco de trabajo de McNally. Apenas se le veía la cara, aunque a McNally no se le escapó la ardiente intensidad de la mirada semioculta.
Echó un vistazo a la carta y frunció el ceño.
–Tal cual, con los puntos en las esquinas, se lo haría por cinco pavos.
El andrajoso no movió un músculo.
–En el pecho y en el antebrazo, en los dos sitios.
McNally lo miró de nuevo. Estaba descolocado y se le notó un segundo. La sombra abultada de otra persona tapó un momento la luminosidad del letrero del teatro de enfrente. Se aproximaba por la acera hacia el ventanal. El vagabundo dio un paso apenas perceptible y miró a través del cristal. McNally miró también y contuvo un gruñido de fastidio. Rex Milligan venía a hacerle una visita, como casi todas las noches últimamente.
El vagabundo tiró del ala de su maltrecho sombrero y se dirigió con sigilo a la puerta.
–Piénselo, profesor –dijo–. Volveré.
Salió por la puerta, rozando a Milligan pero sin mirarlo.
Milligan lo siguió con la vista, se quitó el sombrero y limpió la badana con un pañuelo.
–Espero no haberte espantado a la clientela, Agujas –dijo.
McNally dio la vuelta al tres de tréboles y lo dejó en la mesa.
–No, hombre, no –dijo–. Aquí vienen muchos sin pasta. Cuando uno pilla el virus del tatuaje, es como el que colecciona sellos. O se hace el tatuaje o anda por ahí preguntando precios.
–¡No me d...