Cabeza de Vaca. Tras las huellas del Ulises del Nuevo Mundo
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Cabeza de Vaca. Tras las huellas del Ulises del Nuevo Mundo

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Los navegantes de la Antigüedad creían que se convierte en inmortal quien sobrevive a tres naufragios. En el siglo XVI, Álvar Núñez Cabeza de Vaca superó esa cifra mágica en sus exploraciones por las costas de Cuba y el Golfo de México. Sobrevivió a tantos huracanes y a tantas asechanzas humanas que mereció, si no alcanzar la inmortalidad, al menos perdurar en sus lectores. Pero no todos han reflejado imágenes fieles de su persona y de su obra.Argonauta, náufrago esforzado, trotamundos, Álvar Núñez Cabeza de Vaca amaba tanto las tradiciones caballerescas que creó una nueva: el conquistador conquistado que, tras haber sufrido en sus propias carnes la esclavitud, se ganó la amistad de varias tribus indias. Su caso, aunque extremo, nada tiene de raro contra lo que pregonan quienes reducen la exploración y colonización del Nuevo Mundo a la galería de retratos de los conquistadores que consiguieron el poder y la gloria. Diez años tardó Ulises en volver de Troya a Ítaca. También Cabeza de Vaca pasó diez años de naufragios, esclavitud y hambrunas desde que se embarcó en Sanlúcar de Barrameda en junio de 1527 hasta que arribó a la Península por el puerto de Lisboa en agosto de 1537. Pero el Ulises del Nuevo Mundo invirtió el orden de sus desventuras. A los tres años de regresar a España de su odisea en la América boreal, partió hacia la austral, donde viviría su desastrosa ilíada como gobernador.Como no cabe esperar que Cabeza de Vaca vuelva a este mundo para desmentir a quienes han tergiversado sus escritos y desfigurado su persona, el autor de este libro recorrió junto con su mujer, la escritora Eloísa Gómez-Lucena, los lugares por donde malvivió en el sur de los actuales Estados Unidos y en el norte de México. Le guio el empeño de rescatar sus audacias, restaurar su imagen, precisar sus textos y fijar la ruta de sus infortunios. Esta es la sugestiva crónica de dicho viaje tras los pasos de un personaje irrepetible.

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Información

Año
2021
ISBN
9788418952616
Categoría
Viajes
VI.
LA CIUDAD QUE SUEÑA HISTORIAS
Entramos en Nueva Orleans a las cinco de la tarde bajo un cielo encapotado que, en son de bienvenida, se abstuvo de llover. Andábamos perdidos en las afueras intentando casar las calles reales con las que figuraban en el plano de la ciudad, cuando paré junto a una acera por donde se aproximaba un hombre joven vestido con modesto esmero. Al preguntarle cómo llegar a la calle Camp, dejó de hablar por el móvil y nos hizo un croquis sobre una hoja de papel. Nada más saber que íbamos a La Quinta Inn, se ofreció a guiarnos. Pese a que lo aceptamos sin reticencias, se identificó con su carné de conducir antes de subir al coche de dos blancos. Gesto innecesario porque llevaba el corazón a la vista, como si tuviera la ventana en el pecho que Alfonso X el Sabio echaba de menos en los hombres y de cuya carencia culpaba al Creador.
Nuestro guía, llamado Reis —escrito Race, en su acepción de raza o casta—, nos contó que en las horas de comida y cena sustituía a su padre en un tenderete de la calle Canal, la principal de la ciudad, cerca del lugar en la calle Camp donde se hallaba La Quinta Inn. Nos condujo hasta la puerta, pero se negó a entrar.
—No les conviene llegar acompañados de un hombre de mi raza. —Y repitió race con énfasis.
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Estatua de Ignatius Reilly en Nueva Orleans (Luisiana).
Comprendí su recelo tras haberle oído en el coche contestar con un gruñido, a la vez que se degollaba con el filo de la mano, cuando Eloísa le preguntó por el trato que en la ciudad daban a los negros. Intenté darle un billete de diez dólares, pero lo rechazó con una sonrisa de digna sencillez mientras nos decía que su padre lo estaba esperando en el puesto de perfumes de la calle Canal. Antes que se alejara de la puerta del hotel, le pregunté en qué parte de la calle.
—Cerca de aquí. Justo en frente de McDonald’s.
Eloísa le pidió su número de teléfono y nos despedimos. Escarmentado por humillantes experiencias, Race se equivocó con el personal de nuestro hotel. En la recepción nos atendieron un negro cordial y una rubiales cotilla que me miró de reojo porque sólo Eloísa mostró su pasaporte junto con la reserva de habitación que traíamos desde Madrid.
Horas después, ya de noche, mientras paseábamos por la calle Canal tuve un eufórico sobresalto al descubrir una escultura que había a la entrada de una tienda. Era un hombre de tamaño natural cuya fisonomía y atuendo resultaban inconfundibles para quienes frecuentamos a personajes literarios, gracias a que el escultor había sacrificado la supuesta genialidad de lo abstracto en aras de la humilde imitación de lo reconocible. Allí estaba, con su gorra de orejeras que sobresalían en punta a ambos lados del rostro carnoso, sus labios bembones, su bigotazo y sus pantalones anchos, escrutando el mal gusto en el vestir de los viandantes que denotaba la falta de normas teológicas y geométricas en sus vidas. Desaliño ajeno que solía producirle flato por el cierre de la «válvula pilórica».
Para mí, fue un placer inesperado encontrarme con Ignatius Reilly, el conmovedor e hilarante protagonista de La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, quien se suicidó en 1969 a los treinta y dos años en Biloxi, como recordé al pasar por esa ciudad litoral.
—Cuando se editó la novela por la Universidad Estatal de Luisiana, el autor llevaba once años criando malvas.
—Gracias al tesón de Thelma Ducoing Toole —me dijo Eloísa—, que no paró hasta conseguir que un profesor de Literatura de la Universidad de Loyola leyera la obra de su hijo y recomendara su publicación.
—Paradojas de la literatura: desde entonces el personaje Ignatius Reilly, el más excéntrico de los habitantes de Nueva Orleans, el menos adocenado de todos ellos, se ha erigido en su prototipo.
Al adentrarnos en el famoso French Quarter, nueva sorpresa ante los nombres de las calles principales. El pasado español nos salía al encuentro en cada esquina. La calle Bourbon y la calle Royal, entre muchas otras, exhibían rótulos en cerámica donde se recordaba que «When New Orleans was the Capital of the Spanish Province of Luisiana, 1762-1803, this street bore the name CALLE REAL». Por fin, pisábamos una ciudad que conservaba la traza y el aire del mediterráneo europeo. Como era de prever, los españoles se anticiparon a los franceses e ingleses en avistar los humedales donde se asentaría Nueva Orleans. Alonso Álvarez de Pineda descubrió en 1519 las bocas del Misisipi, al que llamó río del Espíritu Santo, en la navegación que le permitió levantar el primer mapa del litoral del Golfo de México. En 1528 pasaron también por el delta los expedicionarios de Pánfilo de Narváez, entre ellos Cabeza de Vaca, quien dejó constancia en sus Naufragios de la gran corriente de agua dulce que penetraba en el mar. Y Hernando de Soto y sus hombres serían los primeros europeos en explorar la cuenca del río Espíritu Santo durante la primavera de 1541.
En un alarde de inopia patriotera, Jacques Chirac (alias Chauvin), siendo aún Presidente de la República Francesa, incluyó en sus memorias a estos y otros muchos exploradores españoles entre «esas hordas que fueron a América para destruirla», tan distintas de los vikingos, se admiraba Chirac-Chauvin, que arribaron a Vinland (isla de Terranova) y a Markland (península del Labrador) cinco siglos antes, saludaron a los nativos y se volvieron a componer sagas en sus lares escandinavos.
Para Monsieur le Président carece de importancia que víkingr signifique pirata en islandés. Hay que tomarlo como una metáfora del talento poético de los pueblos nórdicos. Lirismo compartido por el presidente galo al olvidar que los vikingos, además de controlar Irlanda y parte de Inglaterra durante el siglo IX, también atacaron París en más de una ocasión. De sus razias no se libraron las costas de la Península Ibérica. Ni siquiera la Sevilla musulmana, a la que llegaron remontando el río Guadalquivir en una flota de más de cincuenta barcos. Durante siete trágicos días de septiembre del año 844, los rapsodas escandinavos pasaron a cuchillo a los sevillanos antes de saquear y quemar la ciudad, a la que regresaron, pocos años después, para culminar su inspirada tarea.
El exquisito gentilhombre Robert Cavelier de La Salle, que andaba por el Nuevo Mundo olisqueando florecillas de lis, llegó en 1682 cerca del estuario del Misisipi. Allí se apoderó del territorio en nombre de la grandeur de Francia y lo llamó Luisiana como homenaje al Rey Sol. Y en 1718 el gobernador Bienville, otro caballero de finos modales, tras convencer a los aborígenes de que vivieran a sus anchas nomadeando por lejanas comarcas, fundó la anfibia ciudad de Nueva Orleans entre la orilla norte del río y el borde sur del lago Pontchartrain. La victoria de Inglaterra en la Guerra de los Siete Años culminó en un nuevo cambalache de alta política. En 1763 arrebató a Francia sus posesiones al este del Misisipi y, para compensar a España por la pérdida de la Florida, le cedió el resto de Luisiana, un inmenso territorio al oeste del río incluyendo Nueva Orleans.
Napoleón Bonaparte exigió a España la devolución de Luisiana. En 1802 se la concedió Carlos IV, hombre de corto entendimiento y feble voluntad que, entre bambalinas, había abdicado su trono y su lecho en el valido Godoy. Pero, a finales de 1803, Thomas Jefferson, como tercer presidente de Estados Unidos, compró Luisiana a precio de saldo a quien se coronaría emperador de los franceses en diciembre del año siguiente. Por 15 millones de dólares el Presidente Jefferson arrambló con dos millones de kilómetros cuadrados que se extendían desde la desembocadura del Misisipi hasta la frontera con Canadá. Este negocio redondo para Estados Unidos, cuyos dirigentes ya mostraban sus dotes en el cambalache mercantil, evidenció que el gran estratega corso, capaz de derrotar a los mejores ejércitos europeos, era un guripa bisoño al enfrentarse en un contrato de compraventa con Jefferson, culto terrateniente de Virginia que sería toda su vida un esclavista confeso.
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Plaza de España en Nueva Orleans (Luisiana).
Con el nuevo sol, advertí que seguía usando las gafas de repuesto. Pero tampoco en Nueva Orleans pude encontrar una óptica que repusiera el cristal que se me rompió en el aeropuerto de Pensacola. Cuando había decidido en Madrid atenuar la excesiva luminosidad que irritaba mis ojos, no sospeché la imposibilidad de obtener en poco tiempo una nueva lente de penumbra gradual en el país que enviaba naves tripuladas a fisgonear el espacio sidéreo y ponía en órbita satélites artificiales para vigilar a los terrícolas. Disimetría entre lo menudo y lo titánico que suele aquejar a las grandes potencias, como habíamos comprobado durante un viaje en el Transiberiano por la Rusia de 1993, donde nos vendieron bolígrafos que no escribían y abrelatas que sólo abrían estuches de cartón. Sospecho que los dirigentes de los megapaíses andan tan ocupados en el negocio de disputarse la hegemonía del planeta que carecen de sosiego para fomentar y difundir los pequeños inventos que hacen más llevadera la vida al común de los mortales.
Resignado a mis defectos oculares, aquella mañana del primer día de septiembre tomamos fotos de la escultura de Ignatius Reilly antes de bajar por la calle Canal hasta la Plaza de España que se asoma al Misisipi. Plaza de España tal como suena, mal que le pese a Chirac-Chauvin. Así pregonaba un rótulo en la fuente central de una amplia rotonda formada por los escudos en cerámica de Luisiana, de España y de cada una de las provincias españolas.
Desde la Plaza de España nos acercamos a contemplar el ancho caudal del Misisipi, sobre el que se deslizaban gabarras de carga y barcos decimonónicos atestados de turistas. Aquellas aguas plácidas que venían de muy arriba, desde el lago Itasca en el norte de Minnesota, me avivaron el instinto de vagabundeo y me imaginé navegando sin acordarme de Cabeza de Vaca y sus naufragios, entregado al placer de deslizarme por entre tierras lejanas y pueblos desconocidos. Me desviaría por afluentes y, tras una escala en Chicago, seguiría a bordo por canales y ríos hasta aportar en Nueva York. O bien preferiría elegir el lado contrario del mapa y, a poco de pasar Saint Louis, remontaría el cauce del Misuri para dirigirme hacia el suroeste de Montana en las cercanías del Pacífico. Esos periplos fluviales eran posibles, pero me quedé a la orilla de mis deseos porque la ensoñación se disipó al comprender que carecía de tiempo y dinero para emprender cualquiera de los dos viajes.
Ya que nunca correría la aventura del Misisipi, evoqué a quien la vivió a mediados del siglo XIX. El joven Samuel Langhorne Clemens, que había nacido en un pueblo del estado de Misuri, viajó río abajo hasta Nueva Orleans con la idea de embarcarse allí hacia las fuentes del río Amazonas. No lo conseguiría, pero se aficionó tanto a navegar por el Misisipi que, en pocos años, llegó a ser un avezado piloto fluvial, experiencias que recogería mucho tiempo después en su relato autobiográfico Vida en el Misisipi. Antes había publicado crónicas y libros de viaje por Estados Unidos y Europa, como Los inocentes en el extranjero. El talento literario de Clemens conoció la fama con las novelas que narraban las aventuras por el valle del Misisipi de dos personajes infantiles: Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Al firmar sus obras adoptó el nombre de Mark Twain, voces con las que el sondeador del río comunicaba al piloto que había profundidad suficiente en brazas: «Marca Dos».
Entre otras obras de gran calidad jocoseria, nos legó dos joyas literarias, Diario de Adán (1904) y Diario de Eva (1906), que no llegó a ver engarzadas en un solo título Diarios de Adán y Eva. Relatos elegíacos tras la muerte de ...

Índice

  1. ITINERARIO
  2. EVOCACIÓN
  3. I. LA TIERRA DE PASCUA FLORIDA
  4. II. EL RÍO MATANZAS Y LA LEYENDA NEGRA
  5. III. UN INSTANTE DE ETERNIDAD
  6. IV. VELADAS VERANIEGAS EN CITY OF MEXICO BEACH
  7. V. ANIMAL DE FONDO
  8. VI. LA CIUDAD QUE SUEÑA HISTORIAS
  9. VII. EN LA LENGUA DEL PARAÍSO
  10. VIII. PESQUISAS DE AGRIMENSORES
  11. IX. EL PUNTO CERO DEL OLD SPANISH TRAIL
  12. X. EL PRIMER COLONO DE CORPUS CHRISTI
  13. XI. DONDE EL RÍO GRANDE SE HACE BRAVO
  14. XII. DE LA KERMÉS AL ATENEO
  15. XIII. ESCENIFICACIÓN DEL GRITO DE DOLORES
  16. XIV. UNA VIDA SIN TREGUA NI RESPIRO
  17. XV. EL QUIJOTESCO HIDALGO
  18. XVI. LAS BARRANCAS DE LA SIERRA TARAHUMARA
  19. XVII. EL SUEÑO UTÓPICO
  20. XVIII. GLORY, GOD, AND GOLD
  21. XIX. UN MOMENTO ESTELAR DE LA HUMANIDAD
  22. XX. LA CELDA DE EREMITA
  23. XXI. LO QUE EL FUEGO SE LLEVÓ
  24. XXII. VICTORIAS SIN VENCIDOS
  25. XXIII. ANDANZAS ESPAÑOLAS (EN TRES TRANCOS CON UN TRASPIÉ)