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Valores liberales y un nuevo populismo latinoamericano
Igual que la pornografía, el populismo es difícil de definir, pero lo reconocemos cuando lo vemos. Y lo que hemos visto en América Latina son populismos inestables que sufren una deslegitimación cada vez más clara. Sospecho que el populismo latinoamericano va a registrar una nueva transformación en busca de una mayor estabilidad, y no la buscará en las variantes más antiliberales del chavismo, y menos aún en el polvoriento castrismo. Podría alcanzarla con una aproximación al liberalismo, lo que sería un fenómeno inédito, pero temo que es más probable que la política latinoamericana no abrace la causa de la libertad, sino la del Estado de bienestar.
El populismo ha demostrado que genera expectativas que no puede cumplir, y su fracaso además es visible en períodos más breves (Cammack 2000, 152), lo que resulta letal: en efecto, si algo parecido a una teoría del populismo pudiera elaborarse, subrayaría precisamente esta relación con el tiempo al debatirse entre la demagogia de sus líderes y lo que Guy Hermet llama «la impaciencia irreflexiva de sus clientes» (Hermet 2003, 11). Esta peligrosa preferencia temporal –peligrosa para el poder político y destructiva para la economía– también tiene lugar cuando el intervencionismo adopta un carácter institucional, tal como sucede en los países desarrollados, pero con una diferencia: el populismo está asociado a personas, incluso adopta su nombre, con lo cual enlaza su destino a los avatares de esas personas, habitualmente más convulsos que los que registran los sistemas políticos que permanecen a grandes rasgos inalterados aunque cambien los dirigentes de las Administraciones Públicas.
El carácter autodestructivo del populismo es tan innegable que los intentos políticos de intervenir en los mercados a la antigua usanza de los Gobiernos populistas (nacionalizaciones, controles de precios) son desacreditados ante la opinión pública. Existe un aprendizaje que da como resultado que los latinoamericanos valoren un país como Chile más que uno como Venezuela y respeten más a los mandatarios de Santiago, Bogotá, Brasilia o México que a los de Caracas, La Paz, Managua o Quito (Dornbusch y Edwards 1991, 12; Isern Munné 2004; Walker 2006, 44). Y han demostrado que aprecian a España, emigrando en grandes números: el que la presión fiscal en términos de gasto público total derivada del Estado de bienestar se sitúe en torno al 50 % del PIB y no haya bajado del 40 % en los años del neoliberal Aznar no es objeto de recelo o crítica. Si este aprecio va a cambiar en el futuro, ello se deberá no solo a los mayores impuestos, sino a la combinación entre ellos y las dudas sobre la sostenibilidad del sistema.
El ficticio neoliberalismo, entendido como un programa que recorta de manera apreciable el peso del Estado y abre las puertas a empresas privadas en una economía de mercado, también afectó a América Latina, donde varios Gobiernos en los años noventa fueron caracterizados por haberse plegado a una suerte de populismo liberal. Exploraremos en primer lugar ese populismo liberal, que fue más populista que liberal, y no pudo eludir las contradicciones del populismo clásico. A continuación compararemos las políticas intervencionistas del populismo y las de las naciones democráticas desarrolladas, que no son tan distintas como la opinión pública y la discusión académica suelen considerar. Ambos equívocos nos permitirán concluir con una perspectiva de la transformación del populismo en América Latina en busca de una mayor estabilidad económica y política y de las posibilidades que tiene el liberalismo de contrarrestar el nuevo mensaje populista democrático y antiliberal.
Populismo y liberalismo
Las diversas acepciones del populismo fueron estatistas (Almonte y Crespo Alcázar 2009, 26; Aguinis 2005, 18); el populismo es desde larga data intervencionista, nacionalista, proteccionista, autárquico, xenófobo, paranoico-conspirativo, contrario a la globalización y hostil a los países ricos como Gran Bretaña en el siglo XIX, Estados Unidos en el XX, y en los últimos tiempos exhibe antiespañolismo.
Sin embargo, en los años noventa diversos gobernantes latinoamericanos, en particular Carlos Menem en Argentina, adoptaron políticas que se oponían a la tradición populista, como la privatización de empresas públicas y la apertura comercial tanto interior como exterior. Estos gobernantes fueron asociados al liberalismo, y algunos liberales de forma equivocada los respaldaron (Gallo 1992; Rodríguez Braun 1997).
El llamado neoliberalismo fue un sistema oportunista que nunca respetó el fundamento liberal: la limitación del poder (Novaro 1996, 100). Aportaré una anécdota personal. Un grupo de analistas conversamos con Menem en Barcelona en marzo de 1994. Le formulé dos preguntas. En primer lugar, ¿por qué adoptó unas políticas económicas liberalizadoras sin haber dado antes ningún indicio de que su gestión podría marchar en esa dirección? Me respondió con una sonrisa: «porque si anuncio que lo voy a hacer, no me vota nadie». Esto, al revés de lo que parece, tiene poca gracia, porque hace depender la libertad del capricho del poderoso. Hablando de libertad y poder, la segunda pregunta fue esta: ¿qué piensa usted de los límites del poder político como garantía de la libertad ciudadana? De forma reveladora, no contestó porque, según me dijo, no entendía la pregunta.
En efecto, las políticas privatizadoras y aperturistas no bastan para definir un Gobierno como liberal, porque pueden ser neutralizadas por otras de sentido contrario, y porque el liberalismo no descansa solo sobre la economía, sino sobre instituciones, una cultura política y un fondo moral común (Gallo 1992, 124-5). Las medidas liberalizadoras, entonces, pueden coincidir con expansiones de la coacción pública en términos de impuestos, gastos y deuda, como sucedió con Menem y también con Felipe González en España, otro mandatario acusado de neoliberal y bajo cuya gestión el peso de las Administraciones Públicas alcanzó el récord del 50% del PIB. Hoy mismo en España se acusa de neoliberal a un Rodríguez Zapatero que ha extendido la coacción fiscal y ha recortado libertades en varios ámbitos.
Además, el pseudo-liberalismo neoliberal reprodujo algo del populismo tradicional: el cambio de las Constituciones para que los líderes providenciales puedan continuar ocupando la jefatura del Estado. Esto ya lo hizo Juan D. Perón en 1949, y los populistas latinoamericanos compartieron con posterioridad la norma casi sin excepción. Lo han hecho Hugo Chávez y Evo Morales, pero también Menem, Fujimori e incluso Uribe, nunca incluido en este grupo, y por buenas razones. Carlos Malamud (2010, capítulo III) –que condensa con acierto la concepción populista del poder así: «el poder es para siempre, ni se comparte ni se reparte»– recuerda el ejemplo de Daniel Ortega en Nicaragua, ilustrativo por lo despótico y ridículo: manipuló la Corte Suprema de Justicia para que declarara que el artículo de la Constitución que prohibía la reelección sucesiva atentaba contra los derechos humanos de los candidatos.
El populismo tiende a ser contrario a los valores liberales, y en su forma clásica floreció bajo el intervencionismo que se extendió desde los años 1930, personificado en el pensamiento económico por Keynes, pero que estaba en el ambiente en todo el mundo, como lo prueba el auge del fascismo y otras variantes del socialismo (Rabello de Castro y Ronci 1991, 158; Sturzenegger 1991, 83-6). Ahora bien, el populismo no responde a un modelo único, y su intervencionismo puede albergar componentes de liberalización más o menos intensos por razones de oportunismo que el populismo puede explotar precisamente en ausencia de la cultura y las tradiciones liberales compartidas a las que hemos aludido (Bazdresch y Levy 1991, 228). Su discurso tiene puntos en común con el fascismo y también con el socialismo, aunque ningún populismo fue socialista en el sentido de propugnar la completa socialización de los medios de producción. Al contrario, lo habitual es que se presente como un sistema que integra al empresariado, aunque con adjetivos que lo califiquen de forma positiva como «nacional», y le hace desempeñar importantes papeles políticos, empezando por el corporativismo de los pactos o diálogos «sociales» tripartitos, con el Gobierno y los sindicatos. Dada la política del llamado desarrollo hacia adentro, el empresariado bienvenido por el populismo ha sido por regla general proteccionista, ineficiente y oneroso. Pero las empresas no han sido hostigadas de modo global por la política populista.
El intervencionismo populista ha tenido una doble dimensión, tanto micro como macroeconómica, desde el control –en ocasiones minucioso hasta el disparate– de precios y salarios o la nacionalización de empresas suministradoras de servicios públicos hasta la manipulación del crédito, el establecimiento de un amplio abanico de aranceles, llegando incluso hasta la autarquía comercial, la sobrevaluación del tipo de cambio y políticas monetarias y fiscales que impulsaban la inflación y el déficit público (Cardoso y Helwege 1991, 46-7). A pesar de las apariencias, empero, el Estado populista no ha sido muy grande en comparación con otros, como tampoco lo ha sido su presión fiscal, caracterizada por su selectividad redistributiva, dado que tendía a financiarse castigando sobre todo a algunos grupos, discriminados desde el punto de vista político y también económico, como los agricultores o los importadores. Esto lo ha tornado dependiente de las exportaciones, una variable que las políticas populistas han tendido a perjudicar.
Con ciclos abruptos de crecimiento y crisis, las políticas populistas conducen a callejones sin salida, donde las medidas destinadas a satisfacer de manera real los intereses de los empresarios no competitivos, y al parecer también los de los trabajadores, tropiezan con al menos tres cuellos de botella: la balanza de pagos, la Hacienda Pública y la estabilidad de precios. Si la solvencia del razonamiento populista es endeble, su credibilidad resulta dañada por la comprobación de que sus políticas son insostenibles, y sus beneficios a corto plazo resultan menores que los costes impuestos por la corrección de los desequilibrios que generan (Bazdreschy Levy 1991, 254-5).
A medida que la reiteración de estos fracasos erosiona su capital político, es comprensible que se abra camino la hipótesis del fin del populismo. Después de todo, es razonable pronosticar que el instinto de supervivencia de los gobernantes les hará apartarse de estrategias desprestigiadas. Cabe, sin embargo, ...