Los principios
Preguntas, preguntas, preguntas
«Educar es creer en el cambio»,
Paulo Freire.
Miremos hacia atrás en la historia. Todos los grupos humanos han educado a sus hijos, todas las comunidades se han preocupado por asegurar que los más pequeños adquieren las habilidades más importantes para su supervivencia, su crecimiento y su desarrollo, así como el de la propia cultura.
Decía Durkheim en su libro Pedagogía y sociología que «la educación debe plasmar dentro de nosotros no el ser humano tal y como la naturaleza ha creado, sino como la sociedad quiere que sea». Somos seres moldeables. Aprendemos. Y si nos fijamos en cualquier grupo humano o civilización, desde los primeros cazadores o agricultores, griegos o incas, mongoles o almorávides, gremios medievales, sociedades ilustradas o industriales, esa necesidad social nunca ha respondido únicamente a una transmisión de conocimientos o destrezas, sino que siempre le ha acompañado un sentimiento comunitario, una tradición y unos valores comunes.
Los humanos educan y ponen enorme atención a ese propósito. Tanta que hemos llegado a crear múltiples verbos para ello. Incluso llegamos a escolarizar, es decir, crear todo un sistema para conseguirlo en función de unos objetivos, unos valores, un ideal de sociedad.
Pero ese ideal humano y esos valores cambian entre distintas culturas y civilizaciones, se modifican a lo largo de la historia. Por ejemplo, en el siglo XVIII y en plena era industrial era crítico para la supervivencia social garantizar la instrucción de las nuevas generaciones. Había un objetivo claro de crear seres productivos que, además, pudieran tener una vida digna a través del trabajo que iban a desarrollar el resto de sus vidas.
¿Cuál es nuestro ideal hoy como sociedad? ¿Cuáles son las claves que justifican por qué educamos actualmente? ¿Por qué vamos a la escuela? ¿Qué espero del colegio de mis hijos?
Si pensamos en el sistema escolar, el mundo ha decidido (mejor dicho, hemos decidido) que los más jóvenes pasarán horas aprendiendo en grupos junto con unos adultos que les acompañarán en el proceso como expertos en disciplinas y materias que hemos seleccionado por parecernos las más importantes. Es un esfuerzo muy organizado, casi incuestionable. Le dedicamos entre 10 y 20 años de nuestra vida inicial, considerando como mínimo la escolarización obligatoria o mucho más si contamos los años de guardería, educación infantil, bachillerato, universidad o formación profesional.
Son precisamente los años de mayor plasticidad neuronal, de mayor educabilidad. En este proceso adquirimos conocimientos que nos ayudan a entender el mundo, se establecen relaciones, aprendizajes, algunos provocados y perseguidos, otros casuales.
Pero ¿qué aprendemos realmente? ¿Qué no aprendemos? ¿Qué deberíamos aprender y cómo? ¿Para qué nos sirve, individual o colectivamente? ¿En qué se transforma?
¿Es la escuela un proceso orientado a conseguir logros, como, por ejemplo, un salario a través de un puesto de trabajo socialmente aceptado? ¿Sirve para asegurar que yo, alumno, sea útil de determinada forma para la sociedad? Incluso cabría preguntarse: ¿de qué manera me sirve a mí?
Un paso más. Si miramos con perspectiva histórica y asumimos que la educación es una fórmula para perpetuar nuestra civilización y lo que se propone es asegurar el futuro de nuestra especie, ¿está funcionando bien?
Mira alrededor. Corrupción, violencia, injusticia social, discriminación, destrucción medioambiental… Cabría preguntarse si estamos sentando las bases para asegurar que todo vaya a continuar respondiendo a un ideal de sociedad. No podemos renunciar a educar personas capaces de mejorar el mundo en el que vivimos, formar ciudadanos que comprendan la democracia y las maneras de participación, jóvenes inconformistas que se hagan preguntas y cuestionen el statu quo, personas con voluntad de romper los círculos viciosos que nos amenazan como especie.
Pero al mismo tiempo, ¿no supone esto una amenaza? ¿No aspira la educación formal a perpetuar el sistema y no a ponerlo en riesgo con personas rebeldes y demasiado curiosas? ¿Existe un equilibrio? ¿Hay que buscarlo o hay que romperlo?
Educar para despertar
«La clave de la educación no es enseñar, es despertar»,
Ernest Renan.
Suele resultar interesante acudir a la etimología y reflexionar sobre el significado de las palabras. Educar, del latín ex ducere, significa «guiar», «encaminar», «conducir». Es un término que surge desde la necesidad de explicar ese proceso orientado a encauzar a una persona hacia el pleno desarrollo de sus capacidades. También se traduce como «extraer» las virtudes de cada uno.
¿No somos geniales, los seres humanos, hasta el punto de inventar una palabra para expresar tal concepto?
Es un verbo factitivo, es decir, implica que sea la otra persona quien realice la acción. Digamos que quien educa pone los medios, es quien enciende la chispa, pero es la otra persona quien despierta, quien florece.
Desde el punto de vista más práctico, podríamos decir que el objetivo de la educación es ayudar a otra persona a aprender. En otras palabras, no hay educación sin aprendizaje.
El origen de la palabra se produce, además, en un momento histórico interesante para comprender su significado. Recordemos que los antiguos griegos distinguían dos funciones cuando hablaban del ideal educativo: la educación, que era el trabajo del pedagogo, y la instrucción, cuyo desempeño dependía del maestro. El pedagogo era algo parecido a un coach actual, un entrenador que acompañaba al adolescente en su día a día, en el hogar, en su vida social, y velaba por su desarrollo moral y cívico. Se preocupaba por su carácter, su personalidad, sus valores, su comportamiento. El maestro o los maestros, porque podrían ser varios, eran el complemento que se ocupaba de sus habilidades instrumentales y científicas, sus conocimientos técnicos en aritmética, agricultura o astronomía, en historia y en el uso del idioma. Ambas figuras eran importantes, pero para una sociedad que elevaba a categoría de ciudadanos plenos a aquellos que manejaban el debate político, las leyes, los valores y los ideales comunitarios, el pedagogo era la figura principal. Cierto, por otro lado, que las escuelas en aquellos tiempos eran siempre privadas y reservadas al disfrute de las élites.
No fue así siglos después, por ejemplo, en las sociedades industriales y pos-industriales, cuando la formación técnica y el conocimiento científico adquirieron un valor predominante al considerarse claves del progreso y del desarrollo de las personas y los pueblos.
Es frecuente hoy encontrar movimientos críticos que plantean que el sistema escolar formal es heredado de la época industrial y, por lo tanto, está obsoleto; que está demasiado centrado en la instrucción y que, incluso así, no aporta conocimiento útil o práctico para el mundo actual; que se reduce a ofrecer respuestas ya masticadas por otros y está moldeando alumnos pasivos que se acomodan al orden establecido. Más que ese significado etimológico de «guiar», «extraer» o hacer florecer las virtudes de cada persona, educar se ha convertido en lo contrario: en una especie de inyección estresante que pretende proveer a un ser humano de una serie de conocimientos y rutinas estandarizadas en el menor tiempo posible.
Aunque no es mi intención incidir aquí en esas comparaciones, muy útiles metafóricamente pero quizá algo agotadas y no del todo reales, es inevitable pensar que la escuela actual sigue diseñada como respuesta a las necesidades de otro tiempo, de otra era. ¿Educar ha dejado de ser ese «despertar», esa chispa que permite que alguien piense por sí mismo?
Por eso surgen con fuerza demandas en torno a nuevas necesidades, la educación emocional, capacidades para el aprendizaje permanente, el refuerzo de habilidades sociales, la atención al bien común... Son elementos clave para comprender y desenvolverse en el mundo actual.
Este contexto histórico es interesante para la reflexión, pero no se trata de provocar un debate maniqueo y falso que enfrente educación con instrucción. No es posible ni deseable la una sin la otra. Las preguntas podrían ser, entre otras, las siguientes: ¿dónde está nuestro foco principal?, ¿está equilibrada la proporción de tiempo y esfuerzo que le dedicamos?, ¿a qué le prestamos más atención?, ¿qué evaluamos? ¿qué otros contextos educativos existen, qué propósitos tienen y cuáles comparten?
La educación solo puede ser ética
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