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La empresa, una institución autónoma
El día 20 de abril del año 2010 la explosión de la plataforma petrolera Deepwater Horizon, de la compañía BP, provocó la fuga de 5 millones de barriles de crudo, unos 780 millones de litros, que contaminaron 180.000 km2 del golfo de México (una extensión superior a la tercera parte de España). El accidente produjo el vertido involuntario más grande de la historia hasta ese momento. En él murieron once trabajadores y la plataforma se hundió.
No fue una catástrofe imprevisible, como por ejemplo, el huracán Sandy, que en octubre de 2012 provocó más de 53 muertos y más de 18.000 millones de dólares de pérdidas materiales en la ciudad de Nueva York. A pesar de estos daños, nadie presentó una demanda contra el responsable del Sandy, simplemente porque no existe. En cambio el Gobierno norteamericano atribuyó la responsabilidad del vertido de petróleo a BP con el argumento de que la investigación sobre las causas del accidente había descubierto cimentaciones defectuosas y desvelado una serie de acciones y omisiones que habían afectado a la capacidad de prevenir el desastre o al menos de mitigarlo. La compañía, en una reunión con el presidente estadounidense, Barack Obama, aceptó pagar indemnizaciones de hasta 20.000 millones de dólares, aunque el coste total para la empresa puede alcanzar los 90.000 millones, según estimaciones posteriores, sin contar los daños a la reputación, que se han traducido en pérdidas de clientes. Por ejemplo, en noviembre de 2012 el Gobierno estadounidense le prohibió concursar para obtener nuevos contratos.
El androide empresa
Según la definición de Wikipedia, «androide es el nombre que se da a un robot u organismo sintético antropomorfo, que además de imitar la apariencia humana imita aspectos de su conducta de manera autónoma».
Que BP tuviera que reparar los daños causados por el vertido demuestra que no es un mero instrumento de las personas con intereses en la empresa –por ejemplo, los consejeros del consejo de administración, los accionistas, que muchos estudiosos equiparan a los propietarios, o los ejecutivos que tomaron las decisiones cuando se construía la plataforma–, pues ninguno de ellos responde de las acciones que la compañía realiza.
Para subrayar la autonomía de BP comparemos el accidente de la Deepwater Horizon con el provocado por un automovilista que atropella a un peatón. La responsabilidad es del conductor, no del vehículo, incluso si se demostrara que la causa del accidente ha sido una ruptura inesperada de los frenos del coche, un hecho que quizá atenuaría el alcance de la responsabilidad del automovilista, pero no la eliminaría. A diferencia del vehículo, las empresas no son instrumentos en manos de sus conductores, sean directivos o accionistas, sino entidades con derechos y obligaciones, responsables de los actos que realizan, como cualquier persona adulta.
Los diccionarios definen la responsabilidad como la capacidad de responder de un hecho, de garantizar la realización de una tarea, el cumplimiento de un deber, de dar razón. Se trata de competencias de las personas físicas y de las empresas, calificadas como personas jurídicas. De acuerdo con la definición anterior la responsabilidad tiene dos vertientes: por un lado, capacidad de responder, es decir, de asumir las consecuencias de una acción u omisión, como BP en el vertido de petróleo; por otro lado, garantiza la realización de una tarea futura, como por ejemplo, cuando el padre o la madre se hace responsable de llevar a los niños a la escuela, o bien una empresa aérea se compromete a volar de Barcelona a París en la fecha y hora establecidas en el billete que hemos comprado.
La responsabilidad deriva de la libertad, pues se responde de los compromisos asumidos libremente. Por eso cuando atribuimos responsabilidad a una compañía la reconocemos como un ente libre, dotado de autonomía. La empresa reúne, en suma, las características establecidas en la definición de androide: es un «organismo sintético» que combina personas, máquinas y edificios en una entidad que se presenta en sociedad con personalidad propia, independiente de las partes que la constituyen. No necesita imitar la apariencia humana porque se comunica mediante humanos auténticos: los empleados, el equipo directivo de la empresa, el presidente de su consejo de administración, el jefe de comunicación, entre otros. En cuanto a su conducta, imita lo que es más específicamente humano: la libertad y la responsabilidad hasta el punto de reconocerla como persona jurídica en igualdad de condiciones con las personas físicas humanas.
A pesar de las semejanzas, la empresa no es humana en un aspecto fundamental: no tiene sexo. Ningún gen la impulsa a reproducirse para perpetuar su especie. Al contrario, el androide empresa aspira a la inmortalidad no de manera metafórica como algunos humanos, sino en acto. Su objetivo más genuino es perdurar, puesto que ningún límite biológico lo impide mientras haya humanos que tomen el relevo cuando desaparecen los que ahora la hacen funcionar. En la obra Emprender con responsabilidad se explica de este modo:
«Por pequeña que sea, toda empresa es empresa permanente. Lo que nació para ser negocio de temporada o para un tiempo limitado no es una empresa. Esta lleva en su germen la permanencia porque más que a un cálculo obedece a un proyecto. Este sin aquel no avanza, pero el primero sin este no arranca. Y lo que es proyecto tiene una proyección a lo interminable, a la permanencia».
Los orígenes
Tal como la conocemos hoy, la corporación comparte con los humanos otra característica: ser un fruto de la evolución. Al contrario de los androides imaginados por la ciencia ficción o por la literatura fantástica, como el monstruo de Frankenstein, que nacen directamente de la mente del científico que los construye, la corporación actual apareció en el siglo XIX sin que hubiera un inventor a quien atribuir la paternidad, o maternidad, porque emergió como resultado de la combinación de instituciones preexistentes, como las cartas de derechos y la responsabilidad limitada.
El origen de la carta de derechos o prerrogativa se remonta a la Edad Media, cuando en unos casos los señores feudales y en otros los reyes las otorgaban, por razones principalmente políticas, a ciudades y algunas instituciones religiosas. Aquí nos interesa destacar el uso que se hizo de las mismas para conceder el derecho de gestionar un patrimonio, habitualmente de una orden religiosa, como una entidad separada. Margaret Blair lo explica con estas palabras:
«Las primeras corporaciones no se organizaron para hacer negocios. Las cartas de derechos concedieron a determinadas instituciones religiosas la autoridad para mantener las propiedades bajo instituciones independientes [...] la capacidad de las instituciones para conservar la propiedad a su nombre aseguraba que no se entregaría a los herederos de las personas que controlaban y gestionaban el patrimonio en nombre de las instituciones (como los obispos o los abades)».
Por su parte, la responsabilidad limitada nació para facilitar la financiación de operaciones como la importación de mercancías de Extremo Oriente, habitualmente por vía marítima; una actividad que en el siglo XVIII era muy rentable en circunstancias normales, pero sujeta a riesgos muy peligrosos, desde naufragios hasta robos. Arriesgar en solitario el capital inicial para una expedición frenaba a muchos inversores que, sin embargo, estaban dispuestos a participar si el riesgo se limitaba al importe invertido sin comprometer todo el patrimonio del inversor en caso de pérdida. La responsabilidad limitada fue una innov...