Prólogo
Es la primera vez que escribo lo que voy a contar. Alguna vez lo hice en mis cursos de grupos reducidos, pero no figura en ninguno de mis libros anteriores. Diría que recién ahora comprendo cómo ese episodio cambió mi vida.
Hace muchos muchos años, yo era un chico de 11 como cualquier otro del barrio de Caballito. Mi casa (Pedro Goyena 1438) estaba sólo a media cuadra de la farmacia de mi padre, en la esquina de Pedro Goyena y Puan. Haciendo cruz con la farmacia estaba, y sigue estando, el colegio de Puan, primaria del Estado adonde concurríamos todos o casi todos los chicos del barrio. Yo era un buen alumno, aunque no el mejor, porque ese siempre fue Carlos Cambiano. Pero yo tenía algunas ventajas sobre él; la más importante era que mi padre fue durante muchos años el presidente de la Cooperadora. Quizá como una manera de homenajearlo, siempre elegían a su hijo –yo mismo– para hablar o recitar poesía en las fiestas patrias. Limpito, prolijo, estudioso y con esa ventaja, era el caballo del comisario. Pero nadie se dio cuenta de que en quinto grado no era el mismo. Ni limpito, ni prolijo, ni responsable como antes. Me dieron igual el primer papel en una fiesta patria. No me preparé lo suficiente. ¡Qué papelón! El más grande de mi vida. Unos quinientos alumnos formados frente a las gradas, todos los maestros rodeando a mi padre, el único vestido de civil sin guardapolvo. La sonrisa de todos ellos se congeló al primer titubeo en la poesía. No podía continuar. Era inútil que un amigo intentara soplarme. Un murmullo que se transformó en carcajadas invadió a la multitud. Miré a mi padre. Estaba todo colorado. Apenas pude bajar la escalera temblando. No fui a mi formación, me escapé del colegio y me encerré en mi cuarto de mi casa de enfrente. No salí en todo el día. Nadie tocó a mi puerta.
Fue una experiencia muy dura para un preadolescente. Sin embargo, jamás pensé que cambiaría mi vida.
Nunca más alguien me pidió que hablara en público. En el segundo año de residencia médica en el Hospital de Clínicas, cuyo jefe era el profesor Juan P. Garrahan –presidente de la Sociedad Argentina de Pediatría y autor del libro Medicina infantil, texto universitario en toda América Latina–, me tocó desarrollar un tema vinculado a la deshidratación del lactante, que en esa época era novedoso y complicado. Como es de suponer, después de mi lejana y triste experiencia mi preparación de la charla fue óptima. No me imaginé que, a poco de comenzar, se iba a sentar en primera fila el Dr. Garrahan.
La clase salió magnífica. Mi experiencia era la de muchos días con sus noches de la residencia. El temor (¿o el respeto?) al auditorio estaba dominado por la responsabilidad extrema de mi preparación. Hoy sé muy bien que el 70% del éxito de una conferencia depende de la preparación.
Según los comentarios, fue excelente. Al Dr. Augusto Giussani, mi maestro y amigo personal, el Dr. Garrahan le pidió mi nombre y la manera de contactarme.
Así fue la historia. Un año después, en una de esas siestas imprescindibles después de una guardia tremenda, mi esposa me despertó diciendo: “Te llama Garrahan”. Convencido de que era una broma, se me encendieron todas las neuronas. ¡Era él! Me citó en un lujoso hotel de Buenos Aires y me ofreció ser su único acompañante en el cargo de jefe del Departamento de Pediatría del Hospotal Alemán.
Estábamos en 1962, y mi vida cambió desde entonces. Durante tres inolvidables años, compartimos con los pediatras del Alemán, el Dr. Enrique Rottman y el Dr. Federico Velten, la inquietud de formar un Servicio de Pediatría nuevo e independiente del poderoso Servicio de Obstetricia y Ginecología.
El único objeto de contar esta historia es el de entrar en el detalle de por qué me llamó Garrahan. Mi formación no era distinta a la de los otros residentes, pero ¡hablaba mejor! Él venía a romper estructuras. Necesitábamos entrar a la sala de partos, tener una nursery independiente, habilitar un sector de internación pediátrica, convertirnos en un centro de difusión académica de la pediatría. Para todo había que convocar, discutir, conseguir la atención, buscar sponsors, recibir a los mejores de cada especialidad dentro de la pediatría, escribir artículos de difusión científica, etcétera.
Tres años después, murió Garrahan. Conservo como una reliquia su felicitación con signos de admiración después de un debate con los obstetras para hacernos cargo de la reanimación de los recién nacidos en la sala de partos.
El Hospital Alemán fue mi segundo hogar. A veces, el único. Y fue lo mejor que pudo pasarme en mi vida profesional, que me permitió gozar de una actividad médica honesta, digna y gratificante.
Pero lo que quiero rescatar aquí es que saber hablar en público me cambió la vida. Mucho tiempo después, en 1980, comencé a enseñarles a mis colegas lo que había aprendido de esta actividad en la vida y en los pocos libros de entonces.
Tampoco imaginé que la oratoria se convertiría en una segunda vocación. Los cursos se multiplicaron inesperadamente: sociedades científicas, empresas, universidades, políticos, militares, religiosos, oradores sociales. Todos querían aprender a hablar en público. Algunos también nos acompañaron en la tarea de enseñar; destaco al Dr. Carlos Llabrés, que de manera desinteresada abordó el tema del lenguaje gestual en nuestros cursos. Con él creamos la Academia Privada de Oratoria Profesional (apoc), que cuenta con catorce profesores.
En forma personal, comencé a escribir sobre oratoria en la década de 1990. Llevo cinco libros publicados y este es el segundo dedicado a los profesionales de la salud, con la actualización imprescindible que debe hacerse del tema.
Este libro será viejo dentro de siete años.
Capítulo 1.
La palabra del médico
en la intimidad del consultorio
Estoy escribiendo estas páginas en julio de 2017. Este año viví con relación a mi salud un cimbronazo que superó todas las veces –que fueron varias– en que encaré de cerca la posibilidad de morir. Hoy estoy sano. El 18 de mayo festejé con un brindis esta inesperada e indescriptible sensación de bienestar y felicidad.
Quiero transcribir textuales las palabras que pronuncié en esa oportunidad en el Centro de Radioterapia del Hospital Alemán:
En una Navidad de hace diez años, Dorita y yo solos, tomados de la mano, mirábamos el río y la luna. Llorábamos en silencio. Acababan de darme el diagnóstico de mi biopsia: cáncer de próstata.
Desde entonces, después de un tratamiento fallido en una institución médica de primer nivel en el país, pagué año tras año la dolorosa hipoteca de controlar su evolución, que fue agravándose.
Llegó el límite. La sentencia es fácil de imaginar. Pero en ese momento supe de este nuevo y revolucionario adelanto científico: SBRT (Stereotactic Body Radiation Therapy).
Hace diecisiete años que me retiré del Hospital Alemán, después de cinco décadas de trabajo. Fue mi segundo hogar. Y aquí salió el sol. Entramos en el país de las maravillas. Todo el mundo sonriente, hasta los pacientes en la sala de espera. Me dieron hora con Carmen Castro; me sentí su padre, su hermano. Le conté mi angustia, mi abandono, mi desorientación, y encontré en su palabra la posibilidad de cambiar mi pronóstico. Me sentí protegido, seguro, feliz.
Vinimos contentos al tratamiento. Ariadna Ledesma y todo el servicio –Victoria, Pablo, Matías, David y Nahuel– fueron y serán nuestros amigos.
Aquí se cumple el postulado del viejo maestro de la medicina del mundo: “Curar cuando se puede. Si no se puede, aliviar. Si no se puede, consolar. Si no se puede, acompañar”.
Conmigo dieron vuelta las palabras... Me acompañaron, me consolaron...