Bitácora de viaje
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Bitácora de viaje

  1. 272 páginas
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Bitácora de viaje

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Información del libro

Con la apariencia de narrar un viaje familiar, la protagonista de esta obra va describiendo paisajes y formas culturales que invitan a escarbar en las realidades comparadas de Europa y América Latina.Curiosidad que vence el temor, humor y amor son ingredientes que sazonan la primera parte de este libro.La segunda parte de Bitácora de viaje expone el itinerario del virus del covid-19 y el recorrido interior de su protagonista, a quien el acorralamiento físico de las cuarentenas impulsó por los caminos del pensamiento, la investigación, la imaginación y la reflexión para ponerle su firma a una narrativa íntima y social, de amor y de denuncia… con un lugar especial para la esperanza.

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Información

Año
2021
ISBN
9788468561097
Categoría
Literature
Categoría
Science Fiction
SEGUNDA PARTE
EL 2020
CAPÍTULO NUEVE
Antes de la llegada del 2020, mis propósitos de regresar a Alemania a finales de año no pudieron concretarse según lo planeado. El deber llamó a la mesura de permanecer en mi país, grave mi madre, con sus días contados, y el regreso en Navidad de mis hijos a casa.
En febrero de 2020 hubiera podido viajar a conocer a mi nieta, pero tales reajustes no se concretaron. Algo más allá de toda premonición estaba por ocurrir, el mundo lejano del sudoeste asiático enviaba los primeros indicios de aquello que se avecinaba. Desconocíamos a principio de año los alcances del extraño virus detectado en la provincia de Wuhan.
La soledad, tan temida en principio, después de la partida de mis hijos y el regreso de mi marido a sus funciones laborales, iba a contribuir a la ejecución de otros proyectos, pues con tiempo disponible hallé la manera de organizar mis ideas y hacerlas sincronizar con la venida de mi hija a casa.
Argentina llegó como un soplo renovador, desde más abajo. Este país hacía parte de un deseo inacabado, y mis circunstancias se prestaban para darle forma a lo antes concebido. Me aferré, con dientes y uñas, a la esperanza de mudarme al país austral, pero debía primero sincronizar mis planes con los de mi hija, atar cabos y pensar en las implicaciones con más detenimiento.
La Argentina adusta, imponente y con mucha personalidad, pese a sus eternos problemas financieros, existía en mis pensamientos. Esfuerzo alguno en contra de esta idea pudo deshacer aquella iniciativa. Quería vivir allá, de la misma manera que quise regresar a Cartagena cuando mi hija se encontraba estudiando acá. Pensar en ello cada día reforzaba mi convicción, y a golpe de tanto desearla me estaba acercando más al objetivo. Pero primero se hacía necesario conocer el país y sopesar dentro del territorio las posibilidades reales. Así que el 2020 estaría ocupado con varios asuntos importantes: ir a conocer la Tierra del Fuego se avizoraba como una empresa con cierto grado de dificultad. Pero ninguna premonición podía considerar la fuerza desconocida que se estaba fermentando, la cual nos caería encima con el peso de una estrella gigante para hundir nuestros proyectos a la séptima capa terrestre. El desconocido cuerpo cósmico se acercaba a estampillar toda ilusión latente, peor que la perenne probabilidad del default que amenazaba con sumir al país del extremo sur en el caos económico.
Habilitada por su larga licencia maternal, antes del desenlace fatal en todo el ámbito terrestre, mi hija se aprestaba a venir a nuestro lado. En nuestro hogar acariciábamos la idea con delicadeza, deseando mantenerla tibia en los pensamientos.
El virus avanzaba, se encontraba atravesando las fronteras y aterrizaba en Europa haciendo sus primeros estragos. El fatal germen tan altamente contagioso ya era culpable de algunas muertes allá. Abría, con ello, un nuevo panorama en la esfera mundial del 2020.
La Organización Mundial de la Salud entró a jugar un papel importante en la cotidianidad de los países con sus declaraciones nefastas cuando anunció al mundo que el coronavirus había adquirido el carácter de pandemia. Entonces supo mi hija que ya no podría volar a territorio colombiano.
Mis ilusiones cayeron de bruces sobre el suelo.
Y por Dios que no quería ser testigo, tampoco un convidado de piedra de tan incierta pesadumbre, de mis ilusiones desechas: sin la Argentina, ni mis hijos, tampoco mi nieta. ¿Qué me quedaba? Quedábamos mi esposo y yo juntos, en cuarentena, como los siete mil millones de habitantes del planeta.
Se sabía poco del coronavirus. Nuestro escaso entendimiento llegaba hasta las fronteras comunes de conocimiento: que era un virus con facilidad de propagación, de persona a persona, emparentado con otras enfermedades infecciosas. Por esta falta de conocimiento, a las puertas del mes de marzo aún andábamos en nuestra vida cotidiana sin mucha prevención hacia la ya anunciada pandemia.
Argentina se desdibujó del todo de mis pensamientos, se convirtió de repente en un témpano de hielo solitario adherido al continente en el mar brumoso de la Antártida. Mis pies, que siempre han tenido la propiedad de levitar, sintieron la atracción de un frío terrestre en expansión. Esta nueva necesidad de conocer otros aspectos del mundo siendo testigo presencial comenzó a escasear cuando de nuevo volví a afincar los pies sobre la tierra. Entonces llegaron las preguntas: ¿qué significa una maldita pandemia? ¿Por qué este virus y no otro, pudo cruzar las fronteras? Poca gente lo sabía con certeza, mucho menos lo habían experimentado en carne propia.
Lidiar y resolver esas preguntas se iba a convertir en un problema de marca mayor.
Después de salir a conocer el mundo hube de sentirme acorralada de nuevo, significaba para mí volver a perder la magia; mientras tanto, mi esposo se preocupaba de forjar un nuevo negocio, pues se encontraba presto a recibir su jubilación. Él se entretenía acariciando semillas, colocándole la lupa a los brotes de tomates y de pimentones. Hugo se hallaba estudiando en una nueva universidad, habitando una ciudad más fría, poblada y urbana, pero entusiasmado con su vida de universitario y como residente en compañía de otros universitarios de diferentes países de Latinoamérica, jóvenes quienes por igual habían migrado allí porque sus patrias de origen no contaban con la cuota universitaria para alcanzar el sueño de convertirse en profesionales; migrantes tan jóvenes como él, con similares ambiciones, que de quedarse en un medio poco propicio para sus aspiraciones hubieran visto sus sueños truncados.
Debía entonces ocuparme de nosotros, de mi esposo y de mí; en aquel 2020 que habría de convertirse en el año de las renuncias, con una pandemia dentro de nuestras vidas.
La Argentina de Borges y de Cortázar no iba a ocurrirme, dadas las circunstancias algo más fuertes que la voz de mi marido, que me estaban gritando al oído «¡No sueñes con eso, deja de fantasear!». Y quien gritaba tan fuerte era la realidad de la pandemia que poco a poco iba acercándose; y nunca, ni por mucho esfuerzo realizado, hubiera podido imaginar lo que traería consigo. Pero antes de aterrizar la enfermedad en nuestro país, reinaba en él un ánimo de inconformidad general de quienes aspiraban mejoras laborales y salariales, cansados y desesperados, pidiendo de manera reiterada incrementos académicos y más oportunidad de trabajo. Con sus hijos, al igual que el mío, sin poder aspirar a una educación superior gratuita y de calidad porque los cupos universitarios eran insuficientes para abarcar el número de egresados de los planteles de educación media básica.
Estábamos entre los muchos que se vieron abocados a enviar a sus hijos al exterior para poder garantizarles educación universitaria. Se separaba de manera prematura los hijos de sus familias, quienes debían convertirse en extranjeros para acceder a una educación superior pública y de calidad. Un número importante de la población se mantenía en estado pasivo ante esta circunstancia, pero no menos de un millón de bachilleres se encontraban fuera de las fronteras, lo que comenzaba a preocupar la sociedad en general.
Contábamos con la facilidad de enviar a estudiar al extranjero a nuestros hijos con el fin de que accedieran a una universidad gratuita, con pensión y demás gastos personales, aunque esto representara un porcentaje importante del presupuesto mensual, pero los jóvenes cuyos padres no podían financiarlos se quedaban en medio de una existencia paradójica y brutal.
Para la ciudadanía largamente amodorrada por las políticas excluyentes de sus países, reflexionar sobre esos tópicos se hacía una tarea necesaria, despertaba la consciencia colectiva, y para ello se debía nadar a contracorriente a brazo partido, y sin imaginar siquiera que todos los males juntos caerían sobre las cabezas pensantes y desesperadas.
La madre de todas las crisis se reiría a carcajadas de quienes aspiraban a mejoras en sus vidas.
Las fuerzas poderosas se tocaban desde diferentes ángulos. Aquella movilización por el descontento general, en medio del remesón planetario, quedó suspendida; comenzaba el periodo donde importaría más preservar la vida. El pánico que trajo la puesta en escena de la pandemia no se dio sino hasta después de que el coronavirus asolara suelo europeo. Antes de eso todavía manteníamos un nivel de tolerancia moderado. Pero si con todos los adelantos científicos, y las posibilidades económicas, aquellos países del Viejo Mundo no pudieron acorralar al virus, para nuestros países latinoamericanos sería una tarea imposible de realizar. Una embestida de tales dimensiones nos llevaría por delante.
No habría manera de contener la dispersión de la infestación virulenta.
Ya sobre ese nivel de riesgo se fueron dando los extraños silencios entre mis hijos y nosotros. Comenzaron a obviarse los problemas sanitarios y su desarrollo exponencial en aquella parte de Europa. Mientras Colombia afrontaba sus primeros días de pandemia, los casos positivos eran muy pocos, algo que ingenuamente nos hacía pronosticar que el coronavirus era una gripa que en pocos casos acarreaba riesgos mayores. Pero no dejaba de ser una situación un tanto preocupante.
Cuando llegó el coronavirus a Colombia, la consciencia de las masas agitadas por tanta inequidad quedó incubándose entre paredes como un virus benigno en estado latente que no puede replicarse. La pandemia había jugado un doble papel a favor de las políticas malignas impuestas por cada gobierno de turno. Las reformas ambicionadas de carácter nacional y urgente perdieron toda su fuerza ante el problema sanitario. Eventos como aquel aplastaban cualquier poder de juicio; dejaron de importar los jóvenes sin oportunidades de estudios superiores, las mejoras en los sueldos, la falta de trabajo. Volvieron los hombres y las mujeres del común a retroceder hacia aquel plano olvidado de donde habían emergido el año anterior, por un tiempo entonces indefinido.
Extraña sensación de abstinencia por parte de los involucrados en fomentar los procesos de cambio.
El veinte veinte fue un año extraño y enfermo. Muchos habrían de contagiarse y un porcentaje importante murió, pero en medio de todo y a pesar de ello, se mantuvo el ritmo. Ceder en el empeño de seguir vivos era la muerte por nocaut fulminante, donde los sueños represados en el imaginario de una nación se perderían para siempre. Se necesitaba perfeccionar otras habilidades: saber hilvanar las horas, tejiendo con ellas los días; coser las aberturas que se le iban soltando a la existencia, fuera con imágenes o con palabras. Urgía en todo caso tomar cursos relámpago por la web para aprender a suturar las heridas propinadas por los golpes de la pandemia. Dispersar los pensamientos negativos, no agotar el recurso intelectual en vaguedades.
Había ya un sinnúmero de casos registrados en Europa, donde las personas de la tercera edad eran los peores damnificados por culpa de una exportación del Lejano Oriente. Dentro de aquel panorama de incertidumbre quedaban malos pronósticos; se esfumaba la esperanza de salir a corto plazo de la crisis generada por la covid-19, producida por el virus SARS-CoV-2. Mi nieta no podría venir a un país del cual portaba ya su ciudadanía, o sobrevolar la vasta y hermosa geografía donde se convierten importantes ríos en cloacas y se contamina el aire con partículas pesadas, enrareciendo las ciudades. Viciada la política, amañadas las costumbres. Quería concentrarme en estos procesos secuenciales de nuestra historia patria para dejar de obsesionarme con cómo se evaporaban ya muchas vidas por el humo de las chimeneas de los crematorios.
Con dificultad se podría restablecer la magia rota; esa magia experimentada, denominada por los sabios de Oriente «como un salto en la consciencia».
Nuestra América Latina de finales de 2019 y principios del siguiente año, de movilizaciones nunca antes vividas, con los movimientos estudiantiles, de trabajadores y de sociedad civil en general había dejado de operar. Su gran meta de buscar mejoras en cobertura de salud, educación superior gratuita y de calidad, más oportunidad de trabajo, se dirigía a un retroceso mayor. El ideal que una vez despertara no tendría razón de ser porque el ciudadano estaba a punto de ser acorralado, por el bien general, dentro de su propio hogar. La lucha consistiría en mantener las fuentes de trabajo y la vida.
Hubieron de transcurrir veinticinco años para que la generación de la patria boba pudiera comprobar el engaño del nuevo rumbo que había tomado su jubilación en el marco de la nueva ley. Por ello los mecanismos de supervivencia se dispararon, pues aquellos sueldos de jubilación no eran los esperados; y al pensionarse, se iban a casa con un porcentaje del 25 al 30 % menos de lo esperado. La impotencia e insatisfacción por ver perdido el fruto del trabajo fueron los...

Índice

  1. PREFACIO
  2. PRIMERA PARTE
  3. SEGUNDA PARTE EL 2020