Vida y aventuras del más célebre bandido sonorense Joaquín Murrieta
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Vida y aventuras del más célebre bandido sonorense Joaquín Murrieta

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Vida y aventuras del más célebre bandido sonorense Joaquín Murrieta

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Here is the dime-novelesque biography of the most infamous bandit in the history of the West, for decades a source of fear and legend in the newly founded state of California. To both Mexicans and Indians, Murrieta became a symbol of resistance to the displacement and oppression visited on them in the wake of the Mexican-American War (1846-1848), particularly by the "Forty-Niners" who flooded into the region during the California gold rush.

In his introduction, literary critic Luis Leal has researched and written the first definitive history of the Murrieta legend in its various incarnations. The Ireneo Paz biography was first published in Mexico City in 1904; it was subsequently translated into English by Frances P. Belle in 1925. This edition, entirely in Spanish, includes several line-drawings that appeared in the original publication, adding to the strong sense evoked here of this turbulent period in U. S. history.

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Información

Año
2021
ISBN
9781611927887
VIDA Y AVENTURAS
del más célebre bandido sonorense
JOAQUIN MURRIETA
Sus grandes proezas en California

I

La juventud de Joaquín.—Su viaje a California.
Los americanos aplican la ley de Lynch a su hermano.
—Asesinan a su mujer después de haberla violado.
Joaquín nació en la República de México.
Su familia, originaria de Sonora, y respetable bajo todos conceptos, le hizo criar en su pueblo natal, donde recibió una buena educación.
Durante su niñez se hizo notable por sus disposiciones dulces y apacibles; nada hacía preever en aquel entonces ese espíritu atrevido, indomable, que lo hizo tan célebre más tarde. Todos los que lo conocieron cuando joven, hablaban afectuosamente de su buen natural, noble y generoso; apenas podían creer que el terrible aventurero de California que vamos a retratar, fuera el mismo Joaquín Murrieta que ellos conocieron.
En 1845 Joaquín abandonó su pueblo en Sonora para ir a buscar fortuna en la capital. Tenía entonces diez y seis años, era alto, bien hecho, de rostro no sólo agradable, sino hermoso, y unía a esas cualidades físicas, grandes disposiciones para las aventuras.
Llegado a México, se dirigió a la casa de un antiguo amigo de su padre, el Sr. Estudillo, entrególe una carta de introducción, mediante 1a cual fué muy bien acogido por ese señor.
Muy pronto su protector obtuvo para él un destino como palafrenero en las caballerizas del Presidente López de Santa Anna. Esta posición, relativamente mediocre, se le hizo entender que podía conducirle a los más elevados puestos gubernamentales; era una de las gradas de la escala con que algunos, no todos, empiezan a subir en el poder.
Santa Anna había sido muy amante de la escuela de equitación. Joaquín, cuyos hechos le habían dado celebridad en su país natal, y que más de una vez se divirtiera en domar los caballos más salvajes de Tejas, Joaquín, decíamos, vió en la pasión del gobernante de México un medio de hacerse conocer de Santa Anna y captarse sus simpatías.
Sin embargo, sus ambiciosas esperanzas no se realizaron tan pronto como él hubiera querido. Hasta tuvo que desistir un poco de sus pretensiones en virtud de las celosas sospechas de sus camaradas los palafreneros de las caballerizas presidenciales.
Entre éstos había uno apellidado Cumplido, que más de una vez se había quejado del aire aristocrático que empleaba Joaquín para con ellos. Joaquín se hizo el desapercibido con respecto de los celos de sus camaradas; trató de extinguirlos no ocupándase de otra cosa que de su negocio. Pero esto no era lo que quería cumplido.
La ocasión que buscaba no tardó en presentarse.
Habiendo un día sonreído con burla por la manera con que Joaquín montaba a caballo, se trabó una disputa: de la disputa se pasó a un desafio, escogíendose el día para la prueba. Era preciso saber cuál de los dos adversarios manejaba mejor un caballo.
Llegada la hora convenida, todos los habitantes de la casa del Presidente se reunieron, con la esperanza secreta de asistir a la completa derrota del joven sonorense.
Ambos rivales comenzaron por algunas carreras sin importancia, ejecutadas por vía de diversión; pero luego vino el salto final, que debía decidir la cuestión del mérito de los ginetes.
Se trataba de saltar un muro de adobe de cinco pies de elevación y tres de espesor, sin que el caballo lo tocase, ni aún con sus herraduras. Los adversarios tenían ante sí un espacio de cien pies para emprender la carrera.
Cumplido se lanzó el primero, franqueó el muro con facilidad, recibiendo las felicitaciones más entusiastas por parte de sus camaradas.
Joaquín sólo estaba a cincuenta pies del muro, cuando sin ir más lejos, volvió sobre sus pasos con la brida tendida, expoleó el vientre de su caballo y pasó por encima de la muralla. Pero mientras el animal estaba en el aire, un lacayo mal intencionado agitó un pañuelo blanco sujeto con un anillo ante sus ojos, lo que causó un movimiento al noble bruto y tocó con sus herraduras ciertas partes del adobe.
Todos los espectadores se echaron a reír en vista del accidente de que fué víctima Joaquín. Uno sólo, el hijo del General Canales, que en los primeros días de su servicio había pasado por el mismo lance pesado, no se mezcló con los enemigos del joven sonorense. Indignado de la vergonzosa conducta de Cumplido, se lanzó sobre él, puñal en mano, y a no haber Joaquín acudido a tiempo para sujetar el brazo levantado ya, el mexicano hubiera pagado con la vida su acto de cobardía.
Joaquín declaró que no sufriría que se derramase una sola gota de sangre por su causa; luego, dirigiendo una sonrisa de desprecio a su adversario, montó ligeramente en su caballo, franqueó el muro de un salto y salió de la ciudad.
Poco tiempo después llegó a su pueblo natal, determinado a dejar a un lado todos sus deseos ambiciosos y a vivir dichosa y tranquilamente en los encantadores lugares donde pasara su niñez.
No obstante, en Enero de 1848, Joaquín llegó a San Francisco en busca de su hermano Carlos, que desde muchos años atrás residía en California y que obtuvo de un gobernador generoso, tan frecuentes en aquella época, una concesión de cuatro leguas de tierra. Joaquín no le encontró, ni tuvo noticia de él. En vista de esto, regresó para Sonora, en donde no tardó en casarse con una hermosísima joven llamada Carmen Felix.
Hacía un año que estaba casado, cuando recibió una carta de su hermano suplicándole que a la mayor brevedad fuese a reunirse con él a la Misión de San José, perteneciente a la California.
Carlos añadía que se habían descubierto grandes cantidades de oro en las montañas, y que si quería hacer fortuna, sin pérdida de tiempo debía encaminarse a los placeres.
Joaquín hizo todos los preparativos necesarios para este viaje; pero asuntos de familia y una enfermedad que tuvo su padre, retardaron diez meses su partida.
Entonces se puso en camino, acompañado de su linda mujercita.
Al llegar a San Francisco quedó tan maravillado del cambio que se había operado en aquella ciudad desde su precedente visita, que resolvió pasar en ella algunos días: para ver cómo comprendían la existencia los americanos.
Dos días después de su llegada, estando paseando en una de las ricas casas de juego que había en la plaza, encontró a su hermano.
Este, después de abrazarle tiernamente y de pedirle informes de su familia, le participó que por medio de títulos falsos, los americanos le habían quitado las cuatro leguas de tierra que le fueron concedidas por el gobernador mexicano, y que iba a las minas en busca de un testigo que necesitaba, después de lo cual ambos se embarcarían para México a fin de avistarse personalmente con el concesionario y volver a recobrar el terreno en cuestión, si posible fuere.
Entonces Joaquín manifestó a su hermano que deseaba acompañarlo a las minas, a fin de ver cómo y en qué cantidad se sacaba el oro. Convino en ello Carlos, pero aconsejó a Joaquín que dejase a su mujer en la misión de Dolores, en casa de un antiguo amigo que allí tenía, llamado Manuel Sepúlveda.
El sonorense aceptó la propuesta y al día siguiente él y su hermano fueron a Sacramento, en donde compraron caballos para dirigirse a Hangtown.
Allí encontraron el testigo que Carlos necesitaba. Era éste un joven californio apellidado Flores, que acababa de llegar de un campo minero bastante lejano, para vender una cantidad de oro en polvo.
Carlos le presentó a su hermano, luego los tres entraron en un restaurant mexicano y pidieron de cenar.
Mientras discurrían sobre los alimentos que les sirvieron en la cena, como las tortillas y otros manjares por el estilo, y respecto al robo de que había sido víctima Carlos, dos americanos que habían seguido a Joaquín y a su hermano desde que salieron de San Francisco, entraron en la fonda, pidieron algo que beber en el mostrador, y después de dirigir una mirada al parecer indiferente, sobre nuestros tres personajes, se salieron sin decir una palabra.
Después de la cena, Flores suplicó a Joaquín que le prestase su mula para dar un paseo con Carlos alrededor de la ciudad.
Joaquín se sentía algo indispuesto del cansancio de su viaje; por lo tanto se quedó en casa a fumar un cigarrito, refleccionando sobre las invasiones que más de una vez se habían permitido los yankees en los ricos dominios de México.
Durante la guerra entre México y los Estados Unidos, Joaquín se había hallado en contacto con varios norte-americanos, y aunque no estaba conforme del todo con sus ideas, sin embargo, disgustado de la debilidad de los suyos, algunas veces había sentido no haber nacido en el país de la independencia y libertad.
Comparaba a menudo la pereza, la dejadez, la apatía y el carácter sumido de sus compatriotas, con la energía, actividad y cultura de los americanos, sobre todo con relación a su amor eterno por la libertad; y a no haber ofrecido tantos atractivos su pintoresca y apacible casita situada en uno de los valles más hermosos de Sonora, Joaquín habría abandonado su nacionalidad para siempre, convirtiéndose en ciudadano americano de hecho, cuando ya lo era de corazón, una vez que tanto le repugnaba el despotismo y la falta de lealtad de los gobernantes de México.
De pronto Joaquín fué interrumpido en sus cavilaciones por la gritería salvaje de algunos centenares de mineros que recorrían las calles dando voces descompasadas.
—¡Que se les cuelgue! ¡que se les cuelgue! que se les ponga la cuerda en el pescuezo y que sean juzgados estos mexicanos del infierno, estos ladrones endiablados! …
Joaquín se lanzó fuera de la habitación en que se hallaba, a tiempo para presenciar el espectáculo que ofrecían su hermano y Flores, colgados del pescuezo en una de la ramas de un árbol.
Habían sido acusados de robo de caballos por los dos americanos venidos de San Francisco, que aparecían como los propietarios de los animales robados.
Fué tal el furor de la muchedumbre, excitada por los yankees, que las dos víctimas no habían tenido tiempo para justificarse, y todos sus esfuerzos para hacerse oír y probar que los caballos eran de su propiedad legítima, se habían estrellado contra las imprecaciones y gritos salvajes de esa multitud ciega.
Admirado y horrorizado a la vez, Joaquín sólo tuvo valor para echar una mirada sobre el cuerpo inanimado de su hermano Carlos y sobre los grupos de demonios que lo rodeaban, y para cerciorarse de que lo que estaba viendo no era ficción, sino la triste realidad: luego se deshizo en llanto, y sin desanimarse, procuróse una mula y volvió a Sacramento a marchas forzadas llevando en su pecho el deseo de vengarse.
Allí tomó el vapor para San Francisco: a su llegada se dirigió a la Misión, y de allí a la vivienda de Sepúlveda, donde contó a su mujer los detalles relativos al asesinato de su hermano.
La narración de Joaquín hizo palpitar de terror el corazón de la pobre Carmen; pero, con aquel acento que el ardor del sentimiento da a la mujer, la esposa de Joaquín le amonestó para que dejase a un lado sus proyectos de venganza, que podrían serle fatales, esperando que la propia conciencia de los culpables los castigaría tarde ó temprano. Aseguróle que no todos los americanos eran tan depravados, tan sanguinarios como los que se habían constituido en asesinos de su hermano Carlos; y con toda la pasión de un corazón verdaderamente amante, le suplicó que no se dejase arrastrar de sus criminales designios.
Sus lágrimas y súplicas, sus frases de amor y de consuelo produjeron un cambio notable en las intenciones de Joaquín, y dispusieron su espíritu hácia el olvido del mal.
—Sea así, dijo levantándose: todo ha pasado ya. Olvidemos y seamos dichosos. Cuando haya juntado alguna cantidad de oro en polvo, volveremos a nuestra patria y no saldremos de ella nunca más.
Algunos días después Joaquín, acompañado de su mujer, se dirigió a las minas situadas en el río Stanislaus: allí construyó una pequeña casa de madera, y comenzó a lavar la tierra para recoger las partículas auríferas que en ella se encontraban.
En aquel entonces el país estaba invadido por un número considerable de individuos sin fe ni ley que los gobernara, quienes, dándose el nombre de americanos, miraban con ojos malignos y profesaban un odio atroz a todos los mexicanos, no viendo en ellos más que una raza conquistada sin derecho ni privilegio alguno, y útil solamente bajo el yugo doméstico ó la férula del esclavo. Esos séres no podían ó no querían vencer la preocupación del color y la antipatía innata de castas, dos principios que son siempre más violentos, más amargos y más vivos entre los pueblos ignorantes: separándose esos principios, ¿qué es lo que hubiera podido excusar plausiblemente su inhumana opresión?
Una banda de esa gente frenética, que se atribuía el privilegio brutal de hacerlo todo a su antojo, se presentó a Joaquín y le intimó que abandonase su claim, pues no era permitido a ningún hombre de su raza el trabajar en las minas en aquella región.
Habiendo rehusado Joaquín dejar un lugar que le alentaba con la esperanza de labrarse una fortuna, los más feroces de la pandilla lo dejaron postrado a fuerza de golpearlo con el mango de sus revólvers; y, mientras permanecía tendido en el suelo privado de sus sentidos, se apoderaron de su dulce y amada esposa Carmen, y le quitaron la vida después de haberla violado de la manera más infame que imaginarse puede.
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Asesinan a Carmen, mujer de Joaquín, después de haberla violado.

II

El caballo robado.—Castigo inmerecido.
—Primer paso en la carrera del crimen.
—Joaquín organiza una campaña de bandidos.
—Asesinato de Clark en San José.
—Tentativa de asesinato en la persona de un polizonte de Marisville.
—Salida para las montañas de Shasta.
Cuando Joaquín volvió en sí, ya pueden imaginarse nuestros lectores la desesperación, la sed de vengarse que agitaba su pecho. Pero al paso que ese sentimiento le torturaba el alma, se sentía incapaz de luchar por sí sólo contra los asesinos de su mujer y de su hermano. Una imprudencia hubiera podido costarle muy caro.
Resolvió por tanto esperar y sufrir con calma, hasta que se le presentase la oportunidad de poner en ejecución sus planes.
Con ese objeto, en Abril de 1850, se dirigió al condado de Calaveras, é hizo alto en las minas de Murphy’s; pronto se cansó del trabajo de las minas y trató de hacer fortuna jugando albures.
El monte es un juego muy en voga en México y es considerado por algunas clases de la sociedad como una de las ocupaciones más honrosas.
Al principio le sonrió la fortuna; pero muy pronto se declaró contra él la tirana suerte de una manera brusca, completa, y entonces Joaquín se lanzó en los sombríos abismos del crimen.
Un día fué no lejos de su campo a ver a uno de sus amigos llamado Valenzuela, y por la noche, volvió a Murphy’s montado en un caballo que le había prestado el amigo.
De repente se encontró rodeado de una muchedumbre furiosa que le acusaba de robo: varios individuos decían que el caballo que montaba había sido robado algunas semanas antes.
Joaq...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Crédittos
  4. Índice
  5. Colocación de las láminas
  6. Dedicatoria
  7. Introduccíon
  8. Vida y aventuras del más célebre bandido sonorense Joaquín Murrieta: Sus grandes proezas en California