Agradecimientos
A Cristina Tarodo, por su incondicional ayuda, por trasladar mi letra a lenguaje humano, y cumpliré mi promesa de invitarla a que conozca Buenos Aires; a Horacio González por ser tan magnífica persona; a Ezequiel Grimson por su cariño; a Jorge Coscia por su ayuda; a Anibal Esmoris por su apoyo en todo momento; a Chiquita Constela, por su amor; a Adriana, nuestra rubia maravillosa e insigne secretaria (de Horacio, por supuesto); a Juan Sigales por su paciencia para aguantarme; a Amelia, nuestra directora de prensa, por su vocación maternal con un pesado como yo; a Marta Ugena por mi transitivo amor y mi admiración; a Juan Pablo Deveril Iwanido, por su amistad y su ternura; a Santi para que me quiera; a los Briones (más a Luis y menos a Nahuel por pesado); a los Globos Rojos; a Edgardo Larrazabal, la esperanza blanca; a Claudio Golonbek, incondicional y cariñoso en mis naufragios; a Guillermo David, mi curador para siempre; a Rep, por plasmar mi belleza; a mis nietitos Juanito y Laurita Tarodo, maravillosos niños; a Juan José Mendoza y a su mujer/madre de su hija Carmela; a Charly, poeta; a Leopoldo, mi editor; a Federico Juega Sicardi; a Carolina Uribe; a Daniel La Flor; a Rogelio García Lupo, 46 años después; a Amelia Montesano por su cariño y sus “perversos” hijos Gustavo y Marcelo; a Francisco Garamona, editor, compositor, cantante, escritor (¡exagerado!); a McBryan, amigo; a Aurelio González, mi mentor; a doña Laura Gallego, madre; a Pirí Lugones, genio y figura; a Babsy Torre Nilsson y Beatriz Guido, el dúo del amor (cómo los extraño); a Sonia Gurfein y a Claudio Gabis, por todo; a Giuliano Canterini, alias Billy Bond, por saber; a Guillermo Santiso, mi admiración; a Nito Mestre por su ayuda; a todos los que sientan que me he olvidado de ellos sólo por no ponerlos en la lista; y a mi ángel de la guarda, para que le diga a Juanito que me ha puesto muy difícil acostumbrarme a vivir sin él.
Jorge Álvarez
Juega el juego, jugador
En el oficio de editor, una de las mayores tentaciones que me vi obligado a superar fue la de no quedar influenciado en exceso por la experiencia. Tuve que empezar tantos libros, que sé perfectamente que las primeras páginas deben ser un anzuelo irresistible. Aunque luego aparezcan algunas cosas obvias, no hay que perder la esperanza de encontrarse por fin con el escritor soñado o el texto esperado por años. Nunca tuve mucha paciencia, pero, en cambio, soy un optimista empedernido y jamás “aflojé” cuando había una pizca de posibilidad de publicar las primeras obras de ficción de Rodolfo Walsh, Germán García, Leopoldo Torre Nilsson (Babsy), Germán Rozenmacher, Ricardo Piglia y tantos otros. Supe amortizar con creces las expectativas con que me acercaba a los originales. Mi admirado David Viñas, con sus análisis profundos, serios y lúcidos –aunque escapándome como podía de sus límites ideológicos– me ayudó tanto como esas lecturas maravillosas de preadolescente por las que me condenaba a ser hermano menor de otro atento lector y estudioso de García Lorca, Machado, Sartre, Hemingway, Cronin, Nicholas Blake, Borges, Bioy, etc. Por supuesto, terminé fanático de Sartre y de Hemingway y me fui olvidando de que “me la llevé al río creyendo que era mozuela pero tenía marido” era uno de mis motivos imprescindibles para masturbarme (aunque había un cuento de Sartre que competía con Federico en este último aspecto, creo que en El muro). De todos modos, siempre me pareció una falta de respeto de mi parte pensar en escribir. Cuando era editor, significaba casi una inmoralidad, y cuando dejé de serlo, me pareció tedioso y poco importante. Pero el paso de los años –sin bandoneón– y la lectura de los muchos torpes que escriben sobre el pasado sin una pizca de seriedad científica que haga que lo que cuentan se parezca a la verdad me impulsaron a poner por escrito alguna que otra aventurilla; realmente –aunque algunos insistan en opinar lo contrario– esto no pasa de allí. “Juega el juego, jugador”, decía un tema de Manal.
Con un poco de confusión, pero entusiasmado por los raccontos y las mezclas de los tiempos, me siento mucho más libre. No sé si será más moderno o más fácil, pero la idea de ser aristotélico me aburre, aunque Babsy decía que aprender a narrar fue lo que más le costó, y que para ser bueno de verdad, hay que saber hacerlo bien: un principio, un medio y un desenlace. Me cuido mucho de usar un invento argentino: la fórmula “de alguna manera”. Creo que en la actualidad ha infectado a todo bicho hispanohablante que haya tenido la fortuna de estudiar algo. Me autoconvenzo de lo reaccionario de su significado, porque es como decir que algo puede ser así o de otra forma totalmente distinta, dejando abiertas las puertas de la rectificación de par en par. Gabo (Gabriel García Márquez), a su vez, me dijo en un restaurante de San Ángel Inn, en el DF de México, mientras me mostraba las páginas aún inéditas de Cien años de soledad –por cierto, maravillosas– que había escrito durante el día, que el punto y aparte es para pedir el aplauso, y –en su caso– merecidamente escucharlo. Por eso me explicaba que no le gustaba usarlo demasiado. Yo siempre trataré, como he dejado entrever, de seguir los buenos ejemplos y utilizarlo lo menos posible. De paso sea dicho, Gabo es un ser magnífico. Cuando lo conocí junto con su mujer, todavía Carmen Balcells (su mánager) no había ejercido y ejercitado con él todo su catalanismo. Por esa razón, era un señor más “saludable” –como decía el papá de Esteban Peicovich–, un señor a quien se podía saludar siempre con un “buenos días”. Como argentino, he realizado el tremendo esfuerzo de tratar de no demostrar lo ingenioso que se puede ser y transformar la escritura o los diálogos en esa especie de fuego artificial al que la velocidad y la ironía culta de los porteños nos condenan. Algunos me obligaron a practicar durante años ese juego, hasta que me aburrió tanto que lo abandoné.
Para ahondar en explicaciones, siempre me ilusionó la idea de ser corresponsal de guerra como Hemingway, porque se aprende el valor de la economía de palabras y el redescubrimiento de lo esencial. Qué buen novelista terminó siendo Ernestito. Cómo he gozado con sus libros y sus historias. Y además, me unía a él ese amor por España y los españoles de que tanto alardeaba. Cuando a los sajones les da el ataque español, se pasan. En mí era natural y es natural, porque descubrí mi lenguaje esquizofrénico (de tú en casa y de vos en el colegio) cuando mi compañero de banco me escuchó hablar con mi mamá por teléfono y me dijo: “Qué boludo, hablás raro. ¿Qué es eso que decís de tú?”. A los siete años yo cantaba “ay, ay, ay, ay, qué trabajo nos manda el señor” mezclado con “na te debo, na te pido, me voy de tu vera, olvídame ya”, y hacía un solo de abanico mientras entonaba “ay, pena, penita, pena”. En las fiestas infantiles, por llamar de alguna manera a las bodas de plata, los casamientos y los cumpleaños en que participaba, mi repertorio era La hija de don Juan Alba, La bien pagá, Ojos verdes y La niña de la ventera; si había un bis, era “apúnteme usted, señor escribano”. Me costaba adaptarme a D’Arienzo, Troilo y Gardel. Los tangos eran como los lamentos tristes y no me gustaban. Nunca, de chico, pude conciliar el Logroño-Nájera de mis padres con el tango. Tuvieron que pasar muchos años para que amara, en el siguiente orden, a Piazzolla, Troilo, Discépolo, Goyeneche y algunos más que todos conocemos. El Club 676 de la calle Tucumán tuvo mucho que ver. Estoy hablando de abril de 1962.
Cuando comenzamos a nacer
Mi hermano Rodolfo fue al La Salle durante las buenas épocas de dinero en casa. Yo me salvé –o la situación económica me salvó– y terminé en un colegio de Ramos Mejía y en otro de Haedo toda mi carrera inicial (es decir, allá por la década de 1940). Lo que se entiende por colegios públicos, no pagos. De esos colegios no se sale hablando ni en inglés ni en francés, pero el curso acelerado de calle que se recibe sirve de tanto durante toda la vida que me siento compensado por no haber tenido la inyección bilingüe cuando más rápido prende, que es de niñito. Mi médico, el Dr. Aja, papá de don Aja Espil, le dijo a mi madre (que era el capitán general de la familia) que nada de Olivos, Belgrano o San Isidro, que eran los lugares bien del alto Buenos Aires, sino que mis bronquios necesitaban el Oeste, Ramos Mejía, Haedo o Castelar. Así comenzó mi travesía de Callao y Tucumán a la calle Alberto Vignes 1157, en Haedo, luego de un esporádico año y medio por Ramos, siempre en...