Pascual Aguilera
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Pascual Aguilera

  1. 256 páginas
  2. Spanish
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Pascual Aguilera

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Información del libro

"Pascual Aguilera" (1891) es la primera novela publicada por Amado Nervo. Los temas centrales son el amor imposible y la frustración sexual. Pascual es un vaquero que pretende a Refugio, una joven lugareña, pero esta lo rechaza y se casa con Santiago. En medio de la rabia y el despecho, Pascual se deja llevar por las alucinaciones.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726680003
Categoría
Littérature
Categoría
Classiques

LIBRO SEGUNDO

I

El cascorvo apenas vió las veras del matrimonio, sin comprender que en éste radicaba la fuerza de Santiago, empezó a valerse de todos los ardides y argucias que su escaso caletre le sugería, ya haciendo que se le retirasen las rayas a su rival o bien que se le pagase en cereales las cuatro quintas partes de su haber, ya redoblando sus insinuaciones con Refugio.
Mas ésta, apercibida a la lucha y cierta de las prietas intenciones de Pascual, que no le habían de traer provecho alguno, no cedió. Los empeños del muchacho produjeron resultados opuestos a los que se prometía; a saber: una ira sorda en Santiago, que estaba al tanto de los manejos del amo y que hubiera salvado la valla de la servidumbre a no ser por el respeto tradicional, atávico y cuasi feudal, que los rancheros profesan al hacendado y que, no excluyendo la murmuración, hace empero la agresión difícil, y una impaciencia viva en Refugio, factores ambos que contribuyeron poderosamente a que se expeditasen los trámites de la boda.
Mayo tendía alfombras de flores en los llanos y en los cerros; la cosecha de trigo empezaba; había barruntos de lluvia tempranera; los vahos cálidos de la tierra abrasada por el sol condensábanse ligeramente, y los ocasos opulentos mostraban majestad inusitada. Ora el sol, al tramontar, velaba su rostro tras un gigantesco abanico de flavos colores, cuyas sutiles varillas iban bajando de tono hacia su extremidad hasta diluir su oro rojizo en el azul de cenit; ora se desangraba, dejando un rastro cárdeno, paralelo al horizonte, que coloreaba vivamente los campos y los cerros, poniendo sobre ellos un tapiz purpúreo; ora encendía ignívomo volcán en cuyo ardiente cráter flotaban escardados copos, o bien inundaba el poniente de oro pálido, uniforme, que iba languideciendo hasta trocarse en gris perla, vencidas al fin sus olas por las riberas de la noche.
Las mañanas eran radiosas y tibias; luego de amanecer llenaba el cielo una invasión de rosa leve, una apoteosis sonrosada; después, el orto era un piélago de nácar, y, por fin, asomaba el sol candente y enorme, alborozando con su tórrido beso todo lo creado.
¡Qué mejores días para el amor!
Llegaba para las bestias la época del celo y se advertía por dondequiera un desbordamiento de vida... Mayo violaba los capullos, precipitaba la preñez de los óvulos, hacía tumultuar la savia en los tallos y la sangre en las arterias.
¡Y qué diáfanas noches de luna!
Las presas eran hervideros de diamantes; el astro, en creciente, fucilaba en un cielo impoluto, semejando, al nacer tras la cordillera, mitra argentina que coronase la sien de la montaña.
En el valle dormían todas las chozas; los umbráticos fresnos erguidos en el llano fingían tumulares obeliscos; la luz del astro untaba su cobre pálido en las paredes de la casa de la hacienda, colábase al corredor, desfalleciente y mate; en el patio caía con infinita dulcedumbre, tamizada por el follaje de los naranjos, sobre la arena, formando como una alfombra de caprichosos florones blancos en fondo obscuro; en el corral besaba mansamente el multicolor plumaje de los gallos y las gallinas que dormitaban en las estacas hincadas en los adobes; alargaba perezosamente las sombras de les marranos inmóviles, tendidos con epicureísmo indefinible en sus chiqueros, y plateaba el terregal, donde se advertían como flores de lis las huellas recientes de los bípedos.
Los naranjos, los alelíes, las azaleas policromas y los plúmbagos azulados mecíanse con movimiento cadencioso y rumor apacible y vago, y de vez en cuando estremecía la plácida quietud el ríspido ladrido de un perro somnoliento, el metálico y trémulo relincho de un caballo, el asmático rebuzno de un rucio o el agudo clarinazo de un gallo alerta.
Con el plenilunio empezaron los conciertos de los zenzotles melómanos. Iniciábanse con discreto piar que iba en crescendo hasta desatarse en cristalina cascada de gorjeos, en scherzos fugitivos, enlazados por fermatas matizadas; en vibrantes diatónicas y en atrevidas cromáticas, en fugas vivaces y en viriles y limpios silbidos, a cuya vibración la Reina de la Noche abría místicamente los pétalos de nácar enverados de púrpura real.

II

Pascual Aguilera no podía más. Su tormento era el de Tántalo; su carne azotada por el deseo se encabritaba, se estremecía como bestia herida en el ijar y sofrenada por un jinete implacable. Las veladas eran horrendas, y una lo fué sobre toda ponderación.
Refugio tenía su cuarto al final de uno de los corredores que veían al patio. Concluídos los quehaceres domésticos a los que «se acomedía» solícita, queriendo pagar con buena voluntad la hospitalidad que recibiera, recogíase tranquilamente sin darse cuenta de que muchas veces dos ojos insomnes, intensamente dilatados, la seguían desde lejos con avidez insaciable.
Una noche Pascual aguardó a que todo se aquietase en la casa, y, descalzándose, se dirigió con cautela al extremo de la obscura galería, tendióse en tierra frente a la puerta de la moza y, aprovechando el breve orificio que le proporcionaba uno de los ojos de la madera, vaciado previamente, espió...
Refugio no se acostaba aún. Una gruesa veladora ardía sobre un baúl próximo a la cama, vibrando su lengüeta de fuego, y, a su luz, Pascual pudo contemplarla a su talante.
La moza iba y venía arreglando una almohada, mudando de sitio una silla, doblando una prenda de ropa, sacudiendo otra...
Pascual no respiraba...
De pronto Refugio se detuvo al borde del lecho, dando el rostro a su espía, y lentamente empezó a destrenzarse la opulenta mata de su cabellera negra, agitando después la cabeza con movimiento encantador. Hizo luego saltar los broches de su blusa de indiana, que se abrió como nutrida yema que revienta, y desnudóse de ella, suspendiéndola de una de las perillas de la cama. Sus brazos y su garganta, de un moreno apiñonado, hoyuelados, llenos, de lineas purísimas, se mostraron a Pascual como una gloria vedada y atormentadora que jamás habia de poseer... El desgraciado ahogó un sollozo.
Refugio se detuvo un momento, cruzó perezosamente sus manos sobre la nuca, encorvando sus brazos como las asas de una ánfora maravillosa, y sus ojos se posaron con mirada vaga en la puerta.
¿Sospechaba el espionaje?No, sin duda, puesto que poco después continuó desnudándose. Llevando sus manos hacia el talle, desató rápidamente la rosa en que se reunían las cintas de su saya, y ésta cayó crujiendo alrededor de sus pies, encerrándola en un círculo de lienzo. Salvólo con ágil movimiento y, recogiendo la prenda, fué a colgarla de un «perchero».
Aparecía ahora con su camisa baja pespunteada de negro y sus enaguas de imperial, infinitamente seductora. Las formas se iban revelando, y tras la manta leve temblaban sus senos ligeramente, como las dos pomas de una rama en fruto, besada por la brisa.
Un movimiento análogo al anterior hizo caer la segunda enagua; y la camisa, libre, onduló levemente, dejando sorprender los admirables contornos de sus piernas.
Pascual se mordió desesperadamente el brazo en que apoyaba su cabeza; sacudiólo un escalo frío voluptuoso y siguió contemplando.
Faltaba la última prenda, el último velo de aquella virginidad, el postrer cortinaje que encubría la divina estatua, como esos paños con que los escultores cubren sus moldeajes ya concluídos, y que dejan presentir la amplitud ideal de las líneas al ajustarse blandamente a la arcilla húmeda.
Refugio pareció vacilar; sus manos tornaron a atarse sobre la nuca...; entornó lánguidamente los ojos... ¿Qué espejismo erótico pasaba por aquellas pupilas negras, como pasa la imagen de una nube arrebolada por la luna sobre un lago dormido?
Por fin, cogió con los índices y los pulgares las bandas de tela que fijaban la camisa a sus hombros y tiró de ella...
Momentos después apareció completamente desnuda, surgiendo de las ropas albas que la rodeaban como una hostia morena de un copón de plata.
Pascual ahogó un nuevo sollozo, y poniéndose en pie hizo un gesto de resolución: rompería la puerta...
Pero en aquel instante la voz de doña Francisca se oyó a lo lejos, llamando a una criada, y el mísero echó a correr hacia su pieza, donde en la obscuridad absoluta pidió en vano al sueño consolación y olvido.
Si hubiese leído y penetrado las eternas páginas de Los Libros, habría entonces recordado y aquilatado acaso aquel versículo del Eclesiastés en el que, tras de haberse exclamado: «¡Oh muerte, cuán amarga es tu memoria!», se afirma que «¡la mujer es más amarga que la muerte!»

III

Más terrible fué aún la noche siguiente.
Pascual buscó a buena hora un escondite en la estancia de Refugio, y aguardó.
La escena de la noche anterior se repitió a su vista, y en el supremo instante en que la desnudez de la muchacha se mostraba en toda su plenitud, el erotómano saltó de un rincón y se abalanzó a ella.
Refugio lanzó un grito y esquivó al infeliz, que se quedó temblando de deseo en todas sus carnes a un paso de ella.
Sobrado brava y fiera la doncella para, después de la sorpresa consiguiente, mostrarse intimidada, cogió la ropa que hubo a la mano, y, velando como pudo sus formas, quedóse luego viendo al mozo con mirada semiiracunda, semiburlona:
—¡Atrevido!—le dijo con voz en que vibraban los desprecios—¡váyase o grito!
Pascual, sin responder, tragaba espasmódicamente saliva; sus ojos se abrían desmesuradamente y el temblor de sus carnes aumentaba.
—¡Váyase, le digo!... ¡Ah! si él estuviera aquí no haría usted esto, ¡cobarde!...
Por fin, pudo el cuitado articular dos palabras:
—¡Tenme lástima!
—¡Váyase! me «choca», me «choca», ¿entiende?
Y la voz de Refugio se aguzaba para azotarle como un látigo.
«Tenme lástima»: eso era todo; pero en los ojos de Pascual había una elocuencia desgarradora.
—¡Váyase le digo, o grito!—repitió la muchacha.
—Refugio, gimió el enamorado con desesperación, ¡ten lástima de mí! ¡Te deseo... te deseo!... ¡Pídeme lo que quieras, prietita, lo que tengo, todo, todo!... ¡Pídeme que me mate después... pero no me hagas menos... te deseo, te deseo... tengo hambre!...—y aspiraba la hache con aspiración dolorosa—¡hambre de ti!
Refugio lanzó contra él el dardo más agudo y cruel de sus ojos y respondió:
—De usted nunca, ¿lo oye? ¡nunca!... ¡Me choca, me choca! ¡Váyase!... ¡me da asco!
Pascual gimió de nuevo:
—¡...

Índice

  1. Pascual Aguilera
  2. Copyright
  3. Dedication
  4. Other
  5. PRÓLOGO
  6. LIBRO PRIMERO
  7. LIBRO SEGUNDO
  8. Sobre Pascual Aguilera
  9. Notes