A los pies de Venus
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A los pies de Venus

  1. 254 páginas
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A los pies de Venus

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A los pies de Venus es una novela de corte intimista del autor Vicente Blasco Ibáñez. Continuación de la novela El papa del mar, prosigue la historia de amor entre Claudio Borja, poeta valenciano, y Rosaura Salvedo, adinerada dama argentina, en esta ocasión desde el punto de vista de un personaje ajeno al romance entre los dos personajes.

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726509779
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

TERCERA PARTE

NUESTRO CESAR
DONDE CLAUDIO PIENSA BN «LAS NIÑAS DEL VATICANO» Y SE
HABLA DEL ASESINATO DEL DUQUE DE GANDÍA Y LA RUIDOSA
DESESPERACIÓN DE SU PADRE
Claudio Borja se sintió avergonzado al día siguiente recordando su conducta en casa de Enciso. Luego, para defenderse de su propio remordimiento, se mostró arrogante.
«No volveré a ver a esas gentes —pensó—. Ahora me alegro de lo ocurrido. En realidad, me interesan muy poco.»
Y satisfecho de haber cortado sus relaciones con el dplomático-artista y con su antiguo tutor, se juró a sí mismo no permanecer en Roma mas de una semana. Necesitaba este plazo para resolver ciertos pequeños asuntos de la vida diaria que tenia pendientes y entregar el víllino a un amigo de su propietario. Le dolía acordarse de la dulce Estela, víctima inocente, merecedora de compasión, y a la vez su orgullo le hacía considerar la insolencia de la noche anterior como un acto providencial. Gracias a él, iba a librarse de su matrimonio con la hija de Bustamante.
Pasó la mañana en su casa. Rehuyó el salir de ella, temiendo encontrar a alguno de los que habían escuchado sus palabras en el palacio de Enciso. Luego consideró tal aislamiento una acción cobarde. ¿Qué le podía importar que lo saludasen o fingieran no verlo aquellos personajes antipáticos?...
Al salir de su villino dirigióse instintivamente hacia la Ciudad Leonina. Frente a la basílica de San Pedro se unió a un grupo de viajeros, entrando en el Vaticano para ver las Estancias de los Borgias llamadas por el Renacimiento latinizante las Aedes Borgiae.
Repetidas veces llevaba hecha esta excursión, admirando los siete salones donde vivó Alejandro VI. El Pinturicchio había pintado sus bóvedas y los dos tercios superiores de sus muros, quedando desnudo el tercio inferior para cubrirlo con tapices.
Admiraba Borja esta decoración, dispuesta por un Papa artista, protector de pintores y escultores que luego tomaron a su servicio Julio II y León X, usurpándole una parte de su gloria de precursor. Especialmente Julio II (Juliano de la Royere), había dedicado sus años de vida papal a destruir o calumniar la memoria de su antiguo adversario. Al cerrar las Estancias de los Borgias, inició una leyenda sacrílega, que fue agrandando en el transcurso de tres siglos. Como nadie podía ver dichos salones, se hablaba de ellos como de un lugar abominable, cubierto por el Pinturicchio de pinturas lascivas. En uno de los frescos estaba representaba la Virgen con el rostro de Julia Farnesio, y el Papa Alejandro a sus pies. Todos los Borgias figuraban igualmente en otras pinturas.
León XIII, el Pontífice diplomático, admirador de la obra política de Alejandro VI, daba fin en el siglo xix a esta leyenda mentirosa, restaurando y abriendo al público los abandonados y misteriosos salones. La calumnia histórica se venía al suelo inmediatamente. Todo falso. Alejandro aparecía de rodillas, pero ante una imagen de Cristo resucitado saliendo de su sepulcro. Por ninguna parte se veía a la bella Julia. Fueron otros, algunos años después de muerto dicho Papa, los que la copiaron desnuda, abajo, en plena Iglesia de San Pedro.
Tampoco resultaba cierto que Lucrecia Borgia fuese la Santa Catalina de uno de los frescos y Cesar el tirano que la condena al martirio. Cuando el Pinturicchio terminó este cuadro, los hijos del Papa eran todavía adolescentes.
Lo único que representaba a dicha familia en las famosas Estancias era el toro de los Borgias repitiéndose como un motivo ornamental. La evocación de la historia antigua, a que tan aficionados se mostraban todos en aquella época, había reproducido igualmente en una de las pinturas la apoteosis del buey Apis, por su parentesco con la brava bestia heráldica del escudo del Pontífice.
En el piso superior encontraba Claudio las llamadas Logias de Rafael. En tiempo de Alejandro VI servían de habitaciones a su hijo César, y en ellas debió de dar éste algunos de sus banquetes licenciosos.
Saliendo del Vaticano, seguía Claudio la calle llamada del Borgo Novo. Resultaba ahora estrecha, pero en el momento de su apertura fue celebrada con versos y fiestas, por la rectitud de su trazado, que iba suprimiendo callejuelas tortuosas y edificios ruinosos. Al Inaugurarse se llamó Vía Alejandrina, por ser el Papa Borgia el autor de dicha obra, que dio aire y luz a la vieja ciudad en torno al Vaticano. Esta calle la había abierto para el jubileo de 1500, que atrajo a Roma enormes muchedumbres de peregrinos.
Recordó Borja que uno de los que llegaron a dicho jubileo fue cierto hombre del Norte llamado Nicolás Copérnico. El verdadero estudio de la misteriosa enemistad astronómica iba a empezar bajo el reinado del mismo Pontífice que había intervenido en los más grandes descubrimientos geográficos.
Paseaba Claudio por la Roma moderna, capital de la unidad italiana, en igual estado de ánimo que Platina y los humanistas de fines de siglo xv. Estos sólo tenían ojos para lo antiguo, considerando indigno de mención lo que no fuese estatuas desenterradas, ruinas de termas o palacios. Borja menospreciaba la Roma actual y también la remota antigüedad clásica. Sólo merecían su atención los recuerdos del llamado Renacimiento, especialmente de su primera época, cuando los españoles influyeron en Roma por obra de los dos pontífices compatriotas suyos.
El resto de la tarde y gran parte de la noche, hasta que le acometió el sueño, lo pasó Claudio en aquel estudio, que era la mejor habitación de su casa, leyendo y reflexionando. Los apuntes manuscritos y artículos impresos entregados por su tío en Niza, meses antes, acababa de encontrarlos por casualidad en una maleta, y su lectura le hizo buscar ciertos libros recientemente adquiridos.
Veía a Alejandro VI triunfante, mas no por esto seguro, después que el rey de Francia huía de Italia. El de Nápoles había abdicado en su hijo, el joven Ferrantino; pero como era incapaz de reconquistar su reino venciendo a los diez mil franceses acampados en él, España enviaba al célebre Gonzalo de Córdoba, llamado más adelante el Gran Capitán, y éste, con escasos recursos, iba poco a poco expulsando a los enemigos.
También el Papa tenía su guerra. Necesitaba castigar a los feudatarios de la Iglesia que en vez de defenderlo se habían unido a Carlos VIII, haciéndole sufrir grandes humillaciones y poniendo en peligro su vida.
César Borgia habla contemplado, en un silencio reflexivo de guerrero, la deslealtad de los barones romanos mientras organizaba mentalmente el porvenir.
Siguiendo una tradición de familia, vió el Papa, en esta campaña contra los Orsinis y otros señores, una oportunidad para engrandecer a su primogénito, el segundo duque de Gandía, y lo hizo venir de Valencia, donde se había instalado como un príncipe, después de casarse con la sobrina de Fernando el Católico.
Conocía Claudio la vida íntima de este jovenzuelo, hermoso, valiente pero de una inteligencia inferior a la de César y Lucrecia. En los papeles del canónigo Figueras había encontrado la copia de varias cartas dirigidas por el Pontífice a su hijo mayor. Le daba consejos sobre su manera de vivir, recomendándole que no fuese dispendioso, y se mostraba siempre afable, bueno con los humildes, procurando en todas ocasiones no dar motivo de Intranquilidad o disgusto a su esposa la duquesa, pues la paz de la familia debía ser más importante para un caballero cristiano que las fugaces aventuras amorosas. Le aconsejaba Igualmente que fuese devoto de la Virgen y le reñía por algunas travesuras de su desenfrenada juventud.
«Un Papa Borgia—pensó—muy distinto al de las leyendas, donde aparecen padres e hilos de tal familia realizando juntos los actos más desvergonzados. De ser ciertas dichas calumnias, ¿cómo Rodrigo de Borja iba a enviar semejantes cartas, recomendando una vida moral y cristiana a hijos que le habían acompañado en sus orgias?... Son cartas de un padre igual a todos los padres, que ha podido tener sus aventuras amorosas, pero dentro de su casa procura conservar la disciplina tradicional.»
No era hipocresía su devoción a la Virgen. La adoraba de buena fe, sin dejar por ello de ser un gran pecador. Tal mezcla de religiosidad y costumbres licenciosas se encontraba en todos los' hombres notables de entonces, quienes unían ingenuamente el cristianismo con el paganismo.
«Su alma compleja—siguió censando—no la comprendemos los modernos; mas no por eso deja de haber existido. A mí me inspira admiración un Papa pecador y creyente. Cuando se duda de la existencia de otra vida, con sus premios y castigos, el pecado no representa ningún acto valeroso. Algunos pontífices sucesores de Alejando Sexto, uno de ellos León Décimo, fueron sospechosos de ateísmo. Rodrigo de Borja creía en Dios y en la Virgen; estaba seguro de su perdición eterna, y, sin embargo, se dejó llevar por sus pasiones ardientes. «Le vencía la carnalidad», como dijo uno de sus contemporáneos. Era de la misma patria de Don Juan, español libertino y católico. Un sincero arrepentimiento podía salvarlo a última hora.»
Recordaba Claudio haber visto en Valencia una tabla pintada en el siglo xv representando a todos los hijos de Alejandro VI. Tal vez era regalo del mismo Papa, el cual envió numerosos cuadros a las iglesias y conventos de su país. En dicha tabla se mostraba el duque de Gandía con el rostro de perfil, una barbilla rubia cortada en punta, las facciones puras y tranquilas, un ojo rasgado en forma de almendra y la pupila de expresión dulce, algo burlona.
El primogénito del pontífice se embarcaba en Valencia, venciendo la disimulada oposición de Fernando el Católico, el cual prefería conservarlo en España para dominar mejor al Papa. Se despedía de su esposa y de sus hijos, uno de los cuales iba a ser padre del futuro San Francisco de Borja. Al subir a su galera, cubierta de flámulas y gallardetes como un navío de príncipe, estaba lejos de imaginarse que ya no vería más a sus pequeños, pues empezaba a navegar hacia la muerte.
Todos los hijos del Pontífice se juntaron en Roma. Lucrecia había abandonado a su marido, volviendo al lado de su padre. Se quejaba de que Juan Sforza no la servía como era su deber. Además, en el curso de la gran tormenta arrostrada por Rodrigo de Borja, este yerno procedía de un modo alevoso, manteniéndose en secreta relación con sus enemigos.
El primero en llegar era Jofre, nuevo príncipe de Esquilache, con su inquietante esposa la napolitana doña Sancha. Habían vivido durante la invasión francesa ocultos en Calabria, y las victorias de Gonzalo de Córdoba acababan de sacarlos de dicho confinamiento, entrando en Roma dos años después de su matrimonio.
Preparó Alejandro una recepción ostentosa a los jóvenes príncipes, saliendo a caballo todos los cardenales y las corporaciones fuera de las puertas de la ciudad para acompañarlos hasta la presencia del Santo Padre, rodeado de su Corte y de los embajadores.
Sancha se hacía gran amiga de su cuñada Lucrecia. Esta no era un modelo de virtud; casi ninguna mujer de aquella época lo era en Italia; pero su reposado temperamento la mantenía al margen de la mala conducta, mientras Sancha, de ardores voluptuosos inextinguibles, no reconocía obstáculos para la satisfacción de su lubricidad, mostrándose audaz y escandalosa en gestos y palabras.
Juntábanse en la Corte papal, tres mujeres jóvenes. La más vieja de ellas apenas pasaba de los veinte anos, y sus dos amigas vivían aún lejos de dicha edad: la bella Julia Farnesio, Lucrecia y Sancha.
Claudio las veía imaginativamente cubiertas de joyas, vestidas con un lujo asombroso, seguras de su influencia sobre los hombres, atrevidas al poder contar con la más alta de las protecciones, tomándolo todo a risa, con la ligereza e inconstancia propias de su edad, y las llamaba en su interior las niñas del Vaticano.
Julia sólo pensaba en el engrandecimiento de su familia; Sancha era moralmente la más terrible de las tres, buscando el amor por el amor, sin importarle el escándalo, uniendo a su ardorosa sexualidad cierta gracia literaria que le hacia manejar la pluma con soltura, escribiendo en largas epístolas las fiestas de entonces.
Durante la solemnidad religiosa en la basílica de San Pedro con motivo del recibimiento de los príncipes de Esquilache, predicó un capellán del obispo de Segorbe, pedantón español, que, enardecido por la majestad del ambiente y lo escogido del auditorio, habló más de una hora, aburriendo al Papa, muy admirador de la verdadera elocuencia, y a toda su Corte. Lucrecia y Sancha, ocupando un lugar prominente del coro, empezaron a bromear en alta voz con la corte de señoras romanas sentadas en el suelo, alrededor de ellas. El Papa, sus cardenales y demás próceres eclesiásticos, que daban muestras de impaciencia ante el interminable sermón, acabaron por mirar benévolamente la desenfadada actitud del grupo femenino.
La belleza morena picante de Sancha se armonizaba con el esplendor rublo y la hermosura tranquila de Lucrecia, cuyos encantos podían llamarse pasivos. Diversas por su temperamento, se parecían a causa del perpetuo desacuerdo en que vivían con sus esposos. Las dos se quejaban de falta de servicio marital: la una, por estar casada con un adolescente débil; la otra, por los vicios de Juan Sforza, que hacían presentir un pronto divorcio.
El duque de Gandía entró en Roma tres meses después, en agosto de 1496, desplegando el Papa igual pompa en su recibimiento y haciéndolo figurar un escalón más abajo de su trono, como presunto gonfaloniero o capitán general de la Iglesia. A los pocos días le confió las tropas pontificias; pero aunque era valiente, como todos los Borgias, sabía muy poco del arte de la guerra, y el Pontífice tuvo que colocar a su lado a uno de los condottieri más célebre de entonces: Guidobaldo, duque de Urbino.
Había llegado el momento de recobrar las tierras dadas en feudo a aquellos señores, prontos a la explotación de los papas en sus horas de debilidad y a abandonarlos en caso de peligro. El mismo plan, madurado en silencio, por César Borgia, iba a intentar realizarlo, con poco éxito su hermano mayor, el más brillante en apariencia de los hijos de Alejandro y el de menos condiciones intelectuales.
Empezó la guerra atacando a los Orsinis, por ser los más temibles entre los feudatarios mencionados. Al principiar el invierno de 1496 todo se mostró favorable para el duque de Gandía y su maestro Guidobaldo, apoderándose de numerosas fortalezas.
El cardenal César Borgia, completamente solo y disfrazado de caballero de Rodas, salía de Roma para examinar de cerca las operaciones militares. Quería estudiar sobre el terreno la estrategia y las maniobras de un capitán famoso como lo era Guidobaldo, amaestrándose secretamente para sus empresas futuras. Con tanta audacia avanzaba en dichas excursiones, que una vez, a orillas del lago Braciano, sólo pudo salvarse de los enemigos gracias a la ligereza de su corcel.
Nadie ayudaba al Papa en esta campaña. Los Savellis, los Colonnas y otros feudatarios de la Santa Sede incluso el señor de Pésaro, marido de Lucrecia, se mantenían expectantes, deseando en el fondo de su ánimo la derrota del Papa. Esta surgió inesperadamente a fines de enero de 1497. Gandía y Guidobaldo levantaron el sitio de Braciano para cortar el paso a un ejército de refuerzo que enviaban los amigos de los Orsinis. El choque ocurrió cerca del pueblo de Soriano, una de las batallas más sangrientas y empeñadas de aquella época, que tuvo como final la fuga de las tropas papales. Guidobaldo quedó prisionero, y el duque de Gandía, herido en el rostro, tuvo que huir, luego de batirse valerosamente.
Por suerte para el Pontífice, Ferrantino o Fernando II, rey de Nápoles, le envió a Gonzalo de Córdoba para que sustituyese al duque de Urbino, y el Gran Capitán español, reorganizando las huestes pontificias, consiguió algunas victorias que permitieron al Papa ajustar una paz honrosa con los Orsinis.
Padre de exagerados afectos, quiso Alejandro engañarse a si mismo sobre las capacidades militares de su primogénito, y le concedió toda clase de honores, como si realmente hubiese obtenido un gran triunfo.
Tenía a su lado como maestro de ceremonias a un alemán, el famoso Burckhardt, testigo desleal, exasperado y rencoroso, que iba escribiendo en su Diarium cuanto veía hacer de lejos a su protector el Papa y, lo que resultaba más terrible, todo lo que oía decir o murmurar contra él, prescindiendo las más de las veces de buscar pruebas.
Hablando Claudio con Enciso éste había concretado su opinión sobre Burckhardt y su famoso Diario:
—Me hace recordar a ciertos hombres de nuestra época que escriben sus Memorias para que se publiquen después de su muerte. Poco a poco se apasionan por ellas con un cariño de autor; quieren que sean Interesantes como una novela; se entristecen cuando transcurren días sin poder añadir algo sensacional, y acaban por aceptar serenamente toda clase de chismes y calumnias, sin otra precaución que poner al frente de ellas un se dice. Alejandro Sexto mostraba cierto afecto por los alemanes. Después de los españoles, eran aquéllos los más numerosos en la Corte papal. En realidad, el tal maestro de ceremonias sólo intervenía en los actos públicos, sin tener entrada en la vida particular del Papa, como el español Marrades y otros; pero suplió la falta de intimidad recogiendo en su Diario todas las calumnias y murmuraciones de antesalas y plazuelas contra su protector.
El Diarium de Burckhardt, escrito en latín con letra casi ininteligible, había permanecido inédito hasta principios del siglo xviii.
—Los escritores protestantes—continuaba don Manuel—lo descubrieron con verdadero regocijo, y all...

Índice

  1. A los pies de Venus
  2. Copyright
  3. PRIMERA PARTE
  4. SEGUNDA PARTE
  5. TERCERA PARTE
  6. SobreA los pies de Venus