Gerona
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Gerona

  1. 60 páginas
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Los Episodios Nacionales es una serie de novelas de Benito Pérez Galdós. Novelizan la historia de España desde 1805 hasta 1880, incluyendo todos los acontecimientos relevantes del S.XIX en España y separándolos por capítulos, desde la Guerra de la Independencia a la Restauración Borbónica, mezclando personajes reales con ficticios en una monumental obra de la literatura española. Gerona es el séptimo volumen de la primera serie.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2020
ISBN
9788726485257
Categoría
Literatura

- XXVI -

No puedo pintar a ustedes nuestra profunda consternación al vernos esclavos de Francia, y considerando la situación del desgraciado —241→ Álvarez, solo, en poder de sus verdugos. Nuestra propia suerte de prisioneros nos causaba menos pesar que la de aquel heroico veterano, condenado por su valor sublime a ser juguete de una cruel soldadesca, a quien lo entregaron para que se divirtiese martirizándole.
Encerráronnos en Pertús en una inmunda cuadra, donde con centinelas de vista nos tuvieron hasta el día siguiente, en cuya alborada, cuando nos llevaban fuera del pueblo, verificamos un acto honroso, con el cual quiero poner fin a mi narración. Allí, sobre unas peñas desde las cuales se divisaban a lo lejos los cerros y vertientes de España, nos dimos las manos y juramos todos morir antes que resignarnos a soportar la odiosa esclavitud que la canalla quería imponernos. Desde aquel instante principiamos a concertar un hábil plan para fugarnos, cual tantos otros, que llevados a Francia, habían sabido volver por peligrosos caminos y medios a la patria invadida.
Amigos míos: por no cansar a ustedes con prolijidades que sólo a mí se refieren y a mis particulares cuitas, omito los pormenores de nuestra residencia en Francia, y de los medios que empleamos para regresar a España. Éramos seis, y sólo tres volvimos. Los demás, cogidos in fraganti, fueron fusilados, dos en Maurellas y uno en Boulou. ¿Alguno de los que me oyen no se ha visto en igual caso? ¡ Cuántos de los que estamos aquí desataron sus manos de las cuerdas que los franceses han —242→ llevado a Francia después de la toma de Zaragoza o de Madrid! Con la relación de los padecimientos que sufrí en la frontera, de las diabluras y estratagemas que puse en juego para escaparme, y de las mil cosas que me sucedieron desde que pasé la frontera por Puigcerdà hasta unirme en el centro de España a esta división de Lacy en que ahora estoy, emplearía otras dos noches largas, pues todo el sitio de Gerona y las extravagancias de D. Pablo Nomdedeu no exigen más tiempo y espacio que los peligros, trapisondas, trabajos y terribles trances en que me he visto. Concluyo, pues, no sin dirigir una ojeada hacia atrás, como parecen exigírmelo mis caros oyentes, deseosos de saber qué fue de Siseta, así como de sus hermanitos Badoret y Manalet.
No estaría mi ánimo tranquilo si en tan largo plazo hubiese vivido sin saber de personas tan caras para mí. Antes de abandonar a Cataluña con intención de unirme al ejército del Centro, hallé medios para hacer llegar a Gerona noticias mías, y Dios me deparó el consuelo de que también vinieran a mí verdaderas y frescas. Los tres hermanos siguen allí sanos y buenos en compañía de la señorita Josefina, que en ellos ve toda su familia, y el único consuelo de sus tristes días. La hija del doctor no ha recobrado por completo la salud, ni desgraciadamente la recobrará, según me dicen. Ha tenido inclinación a entrar en un convento; mas Siseta procura arrancarla sus melancolías y la induce a que aspire al matrimonio, —243→ en la seguridad de encontrar buen esposo. No demuestra, sin embargo, Josefina disposición a seguir este consejo, y gusta de embeber su vida en contemplaciones de la Naturaleza y de la religión, que son sin duda el alimento más apropiado a su pobre espíritu huérfano y solitario.
Siseta y sus hermanos aguardan a que yo me retire del ejército para marchar a la Almunia, donde tengo mis tierras, consistentes en dos docenas de cepas y un número no menor de frondosos olivos, y por mi parte pido a Dios que nos libre al fin de franceses, para poder soltar el grave peso de las armas y tornar a mi pueblo, donde no pienso hacer al tiempo de mi llegada otra cosa de provecho más que casarme.
Con lo que Siseta ha heredado, y lo que yo poseo, tenemos lo suficiente para pasar con humilde bienestar y felicidad inalterable la vida, pues no me mortifica el escozor de la ambición, ni aspiro a altos empleos, a honores vanos ni a la riqueza, madre de inquietudes y zozobras. Hoy peleo por la patria, no por amor a los engrandecimientos de la milicia, y de todos los presentes soy quizás el único que no sueña con ser general.
Otros anhelan gobernar el mundo; sojuzgar pueblos y vivir entre el bullicio de los ejércitos; pero yo contento en la soledad silenciosa, no quiero más ejércitos que los hijos que espero ha de darme Siseta.
—244→
Así acabó su relación Andresillo Marijuán. La he reproducido con toda fidelidad en su parte esencial, valiéndome como poderoso auxiliar del manuscrito de D. Pablo Nomdedeu, que aquel mi buen amigo me regaló más tarde cuando asistí a su boda. Repito lo que dije al comenzar el libro, y es que las modificaciones introducidas en esta relación afectan sólo a la superficie de la misma, y la forma de expresión es enteramente mía. Tal vez haya perdido mucho la leyenda de Andrés al perder la sencillez de su tosco estilo; pero yo tenía empeño en uniformar todas las partes de esta historia de mi vida, de modo que en su vasta longitud se hallase el trazo de una sola pluma.
Cuando Marijuán calló, algunos de los presentes dieron interpretaciones diversas al encierro de D. Mariano Álvarez en el castillo de Figueras, y como ya desde antes de entrar en Andalucía habíamos sabido la misteriosa muerte del insigne capitán, la figura más grande sin duda de las que ilustraron aquella guerra, cada cual explicó el suceso de distinto modo.
-Dícese que le envenenaron -afirmó uno- en cuanto llegó al castillo.
-Yo creo que Álvarez fue ahorcado -opinó otro- pues el rostro cárdeno e hinchado, según aseguran los que vieron el cadáver de —245→ Su Excelencia, indica que murió por estrangulación.
-Pues a mí me han dicho -añadió un tercero- que lo arrojaron a la cisterna del castillo.
-Hay quien afirma que le mataron a palos.
-Pues no murió sino de hambre, y parece que desde su llegada fue encerrado en un calabozo, donde lo tuvieron tres días sin alimento alguno.
-Y cuando le vieron bien muerto, y se aseguraron de que no volvería hacer14 otra como la de Gerona, expusiéronle en unas parihuelas a la vista del pueblo de Figueras, que subió en masa a contemplar el cuerpo del grande hombre.
Discutimos largo rato sin poder poner en claro la clase de muerte que había arrebatado del mundo a aquel inmortal ejemplo de militares y patriotas; pero como su fin era evidente, convinimos por último en que el esclarecimiento del medio empleado para exterminar tan terrible enemigo del poder imperial, afectaba más al honor francés que al ejército español, huérfano de tan insigne jefe; y si verdaderamente fue asesinado, como se ha venido creyendo desde entonces acá, la responsabilidad de los que toleraron sin castigarla tan atroz barbarie bastaría a exceptuar entonces a Francia de la aplicación de las leyes de la guerra en lo que antes tienen de humano. Que murió violentamente parece indudable, y mil indicios corroboran una opinión que los historiadores —246→ franceses no han podido con ingeniosos esfuerzos destruir. No es creíble que órdenes de París impulsaran este horrible asesinato; pero un poder que si no disponía, toleraba tan salvajes atentados, merecía indisputablemente las amarguras y horrendas caídas que experimentó luego. La soberbia enfatuada y sin freno perpetra grandes crímenes ciegamente, creyendo realizar actos marcados por ilusorio destino. Los malvados en grande escala que han tenido la suerte o la desgracia de que todo un continente se envilezca arrojándose a sus pies, llegan a creer que están por encima de las leyes morales, reguladoras según su criterio, tan sólo de las menudencias de la vida. Por esta causa se atreven tranquilamente y sin que su empedernido corazón palpite con zozobra, a violar las leyes morales, ateniéndose para ello a las mil fútiles y movedizas reglas que ellos mismos dictaron llamándolas razones de estado, intereses de esta o de la otra nación; y a veces si se les deja, sobre el vano eje de su capricho o de sus pasiones hacen mover y voltear a pueblos inocentes, a millares de individuos que no quieren sino el bien. Verdad es que parte de la responsabilidad corresponde al mundo, por permitir que media docena de hombres o uno solo jueguen con él a la pelota.
Desarrollados en proporciones colosales los vicios y los crímenes, se desfiguran en tales términos que no se les conoce; el historiador se emboba engañado por la grandeza óptica de lo —247→ que en realidad es pequeño, y aplaude y admira un delito tan sólo porque es perpetrado en la extensión de todo un hemisferio. La excesiva magnitud estorba a la observación lo mismo que el achicamiento que hace perder el objeto en las nieblas de lo invisible. Digo esto, porque a mi juicio, Napoleón I y su efímero imperio, salvo el inmenso genio militar, se diferencian de los bandoleros y asesinos que han pululado por el mundo cuando faltaba policía, tan sólo en la magnitud. Invadir las naciones, saquearlas, apropiárselas, quebrantar los tratados, engañar al mundo entero, a reyes y a pueblos, no tener más ley que el capricho y sostenerse en constante rebelión contra la humanidad entera, es elevar al máximum15 de desarrollo el mismo sistema de nuestros famosos caballistas. Ciertas voces no tienen en ningún lenguaje la extensión que debieran, y si despojar a un viajante de su pañuelo se llama robo, para expresar la tala de una comarca, la expropiación forzosa de un pueblo entero, los idiomas tienen pérfidas voces y frases con que se llenan la boca los diplomáticos y los conquistadores, pues nadie se avergüenza de nombrar los grandiosos planes continentales, la absorción16 de unos pueblos por otros... etc. Para evitar esto debiera existir (no reírse) una policía de las naciones, corporación en verdad algo difícil de montar; pero entre tanto tenemos a la Providencia, que al fin y al cabo sabe poner a la sombra a los merodeadores en grande escala, devolviendo —248→ a sus dueños los objetos perdidos, y restableciendo el imperio moral, que nunca está por tierra largo tiempo.
Perdónenme mis queridos amigos esta digresión. No pensaba hacerla; pero al hablar de la muerte del incomparable D. Mariano Álvarez de Castro, el hombre, entre todos los españoles de este siglo, que a más alto extremo supo llevar la aplicación del sentimiento patrio, no he podido menos de extender la vista para observar todo lo que había en derredor, encima y debajo de aquel cadáver amoratado que el pueblo de Figueras contemplaba en el patio del castillo una mañana del mes de enero de 1810. Aquel asesinato, si realmente lo fue, como se cree, debía traer grandes catástrofes a quien lo perpetró o consintió, y no importa que los criminales, cada vez más orgullosos, se nos presentaran con aparente impunidad, porque ya vemos que el mucho subir trae la consecuencia de caer de más alto, de lo cual suele resultar el estrellarse.
Oímos el relato de Andrés Marijuán, aposentados en una casa del Puerto de Santa María, donde moraban, además de nosotros, que pertenecíamos al ejército de Areizaga, muchos canarios de Alburquerque, que habían llegado el día antes, terminando su gloriosa retirada. A este general debió el poder supremo no haber caído en poder de los franceses, pues con su hábil movimiento sobre Jerez, mientras contenía en Écija las avanzadas de Víctor y —249→ Mortier, dio tiempo a preparar la defensa de la isla de León, y entretuvo al enemigo en las inmediaciones de Sevilla. Esto pasaba a principios de Febrero, y en los mismos días se nos dio orden de pasar a la Isla, porque en el continente, o sea del puente de Suazo para acá ¡triste es decirlo!, no había ni un palmo de terreno defendible. Toda España afluyó a aquel pedazo de país, y se juntaban allí ejército, nobleza, clero, pueblo, fuerza e inteligencia, toda la vida nacional en suma. De la misma manera, en momentos de repentino peligro para el hombre de ánimo esforzado, toda la sangre afluye al corazón, de donde sale después con nuevo brío.
Por mi parte deseaba ardientemente entrar en la Isla. Aquel pantano de sal y arena invadido por movedizos charcos y surcado por regueros de agua salada, tenían para mí el encanto del hogar nativo, y más aún las peñas donde se asienta Cádiz en la extremidad del istmo, o sea en la mano de aquel brazo que se adelanta para depositarla en medio de las olas. Yo veía desde lejos a Cádiz, y una viva emoción agitaba mi pecho. ¿Quién no se enorgullece de tener por cuna la cuna de la moderna civilización española? Ambos nacimos en los mismos días, pues al fenecer el siglo se agitó el seno de la ciudad de Hércules con la gestión de una cultura que hasta mucho después no se encarnó en las entrañas de la madre España. Mis primeros años agitados y turbulentos, fuéronlo tanto como los del siglo, —250→ que en aquella misma peña vio condensada la nacionalidad española, ansiando regenerarse entre el doble cerco de las olas tempestuosas y del fuego enemigo. Pero en Febrero de 1810 aún no había nada de esto, y Cádiz sólo era para mí el mejor de los asilos que la tierra puede ofrecer al hombre; la ciudad de mi infancia, llena de tiernísimos recuerdos, y tan soberbiamente bella que ninguna otra podía comparársele. Cádiz ha sido siempre la Andalucía de las ondas, graciosa y festiva dentro de un círculo de tempestades. Entonces asumía toda la poesía del mar, todas las glorias de la marina, todas las grandezas del comercio. Pero en aquellos meses empezaba su mayor poesía, grandeza y gloria, porque iba a contener dentro de sus blancos muros el conjunto de la nacionalidad con todos sus elementos de vida en plena efervescencia, los cuales expulsados del gran territorio, se refugiaban allí dejando la patria vacía.
A las puertas de Cádiz comienzan los acontecimientos de mi vida que más vivamente anhelo contar. Estadme atentos, y dejadme que ponga orden en tantos y tan variados sucesos, así particulares como históricos. La historia al llegar a esta isla y a esta peña es tan fecunda, que ni ella misma se da cuenta de la multitud de hijos que deposita en tan estrecho nido. Trataré de que no se me olvide nada, ni en lo mío ni en lo ajeno. Para no perder la costumbre, comienzo por una aventura propia, en que nada tiene que ver la atisbadora —251→ historia, pues hasta hoy no he tenido empeño en comunicarlo a nadie, ni aunque la comunicara, se inmortalizaría en láminas de bronce, y fue lo siguiente:
Un amigo mío portugués de los que habían venido de Extremadura con Alburquerque, rondaba cierta casa en la extremidad de la calle Larga donde algunos días antes viera entrar desconocida beldad, que él ponía por las nubes, siempre que tocábamos este punto. Sus paseos diurnos y nocturnos, en que mostraba un celo, una abnegación superiores a todo encomio, no dieron más resultado que ver al través de las apretadas verdes celosías, dos figuras, dos bultos de indeterminada forma, pero que al punto revelaban ser alegres mujeres por el sordo cuchicheo y las risas con que parecían festejar la cachaza de mi paseante amigo. Cuanto menos las veía, más acabadamente hermosas se le figuraban, y con la dificultad de hablarlas, crecía su deseo de poner fin gloriosamente a una aventura, que hasta entonces había tenido pocos lances. Una tarde quiso le acompañase yo en su centinela al pie de la reja, y tuve la suerte de que mi presencia modificara la monótona esquivez de las bellas damas, las cuales hasta entonces ni a billetes ni a señas, ni a miradas lánguidas habían contestado más que con las risas consabidas y los ceceos burlones. Figueroa había deslizado una esquela, y tuvo la indecible satisfacción de recibir respuesta en un billete que cayó, cual bendición del cielo, delante —252→ de nosotros. En él decía la hermosa desconocida que estaba dispuesta a abrir la celosía para expresarle de palabra su gratitud por los amorosos rendimientos, y añadía que hallándose en un gran compromiso por causa de un suceso doméstico que no podía revelar, solicitaba para salir de él la ayuda del galán juntamente con la de su amigo.
Esto nos llamó grandemente la atención, y de vuelta al alojamiento para esperar la hora de las siete en que se nos había citado, hicimos mil comentarios sobre el suceso. Mientras mayor era el misterio, mayor también el anhelo de descifrarlo, y curiosos ambos por saber si íbamos a tener una sabrosa aventura o a ser objetos de una broma, acudimos por la noche al pie de la reja. En cuanto llegamos, abriose esta y una voz de mujer, cuyo acento aunque dulce no me pareció revelar persona de elevada clase, dijo a Figueroa con bastante agitación estas palabras:
-Señor militar, si es usted caballero, como creo, espero que no se negará a conceder a una desgraciada dama la generosa ayuda que solicita. Mi...

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  8. - V -
  9. - VI -
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  11. - VIII -
  12. - IX -
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