Casa desolada
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Casa desolada

  1. 2,400 páginas
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Casa desolada

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Información del libro

Esther Summerson, abandonada al nacer por sus padres, es la protegida de John Jarndyce, un poderoso bienhechor de buen corazón que lleva años pleiteando a causa de una herencia. Esther vive en la residencia de Jarndyce, Casa Desolada, desde los dieciocho años, junto con Ada Clare y Richard Carstone, primos adolescentes de John, huérfanos e indigentes a causa de la disputada herencia, a los que éste trata de orientar en la vida. Antes de alcanzar la absurda resolución jurídica, los jóvenes experimentan numerosas y dispares aventuras, de lo cómico a lo trágico pasando por lo melodramático y lo policíaco. Entre el humor y la gravedad, y los juegos y trampas de la intriga policial, Dickens logra en estas páginas momentos inolvidables.Casa desolada es sin dudas una de las mejores novelas de Charles Dickens, a través de la cual el autor construye una sátira acerca del sistema judicial inglés de aquellos años. Esta obra sirvió para apoyar el movimiento de reforma judicial, que culminó en la promulgación de una reforma legal en la década de 1870.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726520897
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

Vol. II

CAPITULO 30

La narración de Esther
Hacía algún tiempo que se había ido Richard cuando llegó una visitante a pasar unos días con nosotros. Se trataba de una señora anciana. Era la señora Woodcourt, que había venido de Gales a pasar un tiempo con la señora de Bayham Badger, y tras escribir a mi tutor «por deseo de mi hijo Allan», para comunicar que había tenido noticias de él y que estaba bien y nos «enviaba sus recuerdos más cariñosos», había recibido de mi Tutor una invitación para ir a visitarnos a Casa Desolada. Se quedó casi tres semanas con nosotros. Fue muy amable conmigo, y me hizo muchas confidencias, tantas que a veces me hacía sentir casi incómoda. Yo sabía perfectamente que no tenía derecho a sentirme incómoda porque me hiciera confidencias, y advertía que no era razonable, pero, pese a todos mis intentos, no podía evitarlo.
Era una señora tan vivaz, y solía sentarse con las manos cruzadas, con un aire tan vigilante mientras me hablaba, que me resultaba irritante. O quizá fuera que siempre estaba tan tiesa y tan formal, aunque no creo que fuera eso, porque aquello me resultaba curiosamente agradable. Tampoco podía tratarse de la expresión general de su cara, que era chispeante y bonita para una anciana. No sé lo que era. O quizá, si lo sé ahora, no lo sabía entonces. O, por lo menos... Pero no importa.
Por las noches, cuando yo me iba a ir a la cama, me invitaba a su cuarto, donde estaba sentada ante la chimenea en un sillón, y por Dios que hablaba de Morgan ap-Kerrig hasta que me hacía sentirme deprimida. A veces recitaba unos versos de Crumlinwallinwer y del Mewlinnwillinwodd (suponiendo que se escriban así, y estoy casi segura de que no) y se ponía muy excitada con los sentimientos que expresaban. Aunque no supe nunca cuáles eran (pues estaban en galés), salvo que encomiaban mucho el linaje de Morgan ap-Kerrig.
— De manera, señorita Summerson — me decía con solemnidad triunfal —, que ya ve usted la fortuna que hereda mi hijo. Dondequiera que vaya mi hijo, puede afirmar que desciende de Ap-Kerrig. Quizá no tenga dinero, pero siempre tendrá algo mucho más importante: una buena familia, hija mía.
Yo albergaba mis dudas de que en la India o la China atribuyeran mucha importancia a Morgan ap-Kerrig, pero, naturalmente, nunca las expresé. Le decía que era algo estupendo proceder de una familia tan importante.
— Lo es, hija mía, una gran cosa — replicaba la señora Woodcourt —. Tiene sus inconvenientes; por ejemplo, limita la elección de novia por mi hijo, pero también son muy limitadas las opciones matrimoniales de la Familia Real.
Después me daba unos golpecitos en el brazo y me alisaba el vestido, como para asegurarme que tenía muy buena opinión de mí, pese a la gran distancia existente entre nosotras.
— El pobre señor Woodcourt, hija mía — decía, y siempre con una cierta emoción, pues, pese a su alto linaje, en el fondo era muy afectuosa —, descendía de una gran familia de las Tierras Altas, los MacCoort de MacCoort. Sirvió a su patria y su Rey como oficial de los Reales Fusileros, y murió en el campo de batalla. Mi hijo es uno de los últimos representantes de dos familias muy antiguas. Si el Cielo lo quiere, las volverá a encumbrar, y las unirá con otra familia antigua.
Era inútil que yo tratase de cambiar de tema, como solía intentar (sólo por hablar de algo distinto, o quizá porque...), pero no hace falta que entre en detalles. La señora Woodcourt nunca me dejaba cambiarlo.
— Hija mía — me dijo una noche —, tienes tanto sentido común, y contemplas el mundo con una calma tan superior a tu edad, que me resulta reconfortante hablar contigo de estas cuestiones de mi familia. No conoces mucho a mi hijo, guapa, pero estoy segura de que lo conoces lo suficiente para recordarlo, ¿no?
— Sí, señora; lo recuerdo.
— Claro, hija mía. Bueno, hija mía, creo que eres buena jueza de las personas, así que me gustaría saber lo que opinas de él.
— Ay, señora Woodcourt — dije —, eso me resulta muy difícil.
— ¿Por qué es tan difícil, hija mía? — contestó —. A mí no me lo parece.
— Dar una opinión...
— Cuando lo conoces tan poco, hija mía. Eso es verdad.
Yo no me refería a eso, porque, en total, el señor Woodcourt había pasado bastante tiempo en nuestra casa, y se había hecho muy amigo de mi Tutor. Lo dije, y añadí que parecía ser muy capaz en su profesión, según creíamos nosotros, y que su caballerosidad y su amabilidad para con la señorita Flite resultaban inestimables.
— ¡Le haces justicia! — exclamó la señora Woodcourt, apretándome la mano —. Lo has definido exactamente. Allan es un muchacho magnífico, e impecable en su profesión. Puedo decirlo, aunque sea mi hijo. Pero debo confesar, niña, que no carece de defectos.
— Eso nos pasa a todos — dije.
— ¡Ah! Pero los suyos son defectos que puede corregir y que debe corregir — respondió la cortante anciana, meneando la cabeza —. Te he tomado tanto cariño, que puedo hacerte una confidencia, hija mía, como tercera absolutamente desinteresada, y es que la inconstancia personificada.
Repuse que, a mi juicio, me parecía muy difícil que fuera otra cosa que constante en su profesión, y celoso en su desempeño, a juzgar por la reputación que se había hecho.
— Tienes razón una vez más, hija mía — replicó la anciana —, pero fíjate que no me refiero a su profesión.
— ¡Oh! — exclamé.
— No — respondió ella —. Me refiero, hija mía, a su conducta social. Se pasa la vida prestando atenciones triviales a damiselas, y lo lleva haciendo desde los dieciocho años. Pero fíjate, hija mía, que en realidad nunca le ha importado ninguna de ellas, y con esa actividad no ha pretendido hacerles ningún daño, ni expresar más que cortesía y buen carácter. Pero sigue sin estar bien, ¿no te parece?
— No — comenté, pues parecía esperar algo de mí. — Y comprenderás que puede llevarles a concebir falsas ilusiones.
Supuse que sí.
— Por eso le he dicho muchas veces que de verdad debería ser más prudente, tanto para hacerse justicia a sí mismo como a los demás. Y siempre me dice: «Madre, lo seré; pero tú me conoces mejor que nadie, y sabes que nunca pretendo hacer nada malo; que en realidad no significa nada.» Todo lo cual es muy cierto, hija mía, pero no lo justifica. Sin embargo, como ahora se ha ido tan lejos, y por tiempo indefinido, y como tendrá buenas oportunidades y cartas de presentación, podemos considerar que se trata de algo del pasado. Y tú, hija mía — dijo la anciana, que ahora no paraba de hacer gestos de asentimiento y de sonreír — ¿qué me dices de ti misma?
— ¿De mí, señora Woodcourt?
— Por no ser siempre tan egoísta, ya que me paso el tiempo hablando de mi hijo, que ha ido a hacer fortuna y encontrar una esposa... ¿Cuándo se propone usted buscar fortuna y encontrar un marido, señorita Summerson? ¡Vamos! ¡Se ha sonrojado!
No creo que me hubiera sonrojado (y en todo caso, si lo hice, no tenía importancia), y dije que mi situación actual me tenía muy satisfecha, y que no tenía ganas de cambiarla.
— ¿Quiere que le diga lo que pienso siempre de usted y de la fortuna que todavía le espera? — preguntó la señora Woodcourt.
— Si cree ser buena profetisa — respondí.
— Pues es que se va a casar con alguien muy rico y digno de usted mucho mayor que usted, quizá veinticinco años más que usted. Y que usted será una excelente esposa, y él querrá mucho y será muy feliz.
— Es un buen destino — comenté —. Pero, ¿por qué va a ser el mío?
— Hija mía — me dijo, pasando a tutearme —, es lo adecuado: eres tan hacendosa, y tan ordenada, y toda tu situación general es tan fuera de lo corriente, que eso es lo adecuado y lo que va a pasar. Y nadie te felicitará más sinceramente por ese matrimonio que yo.
Fue curioso que aquello me hiciera sentir incómoda, pero creo que así fue. Sé que así fue. Me dejó incómoda parte de aquella noche. Me sentí tan avergonzada por mi tontería, que no se la quise confesar ni siquiera a Ada, lo cual me haría sentir todavía más incómoda. Hubiera hecho cualquier cosa por no recibir tantas confidencias de aquella ancianita tan vivaz, si me hubiera resultado posible rechazarlas. A veces me parecía una fantasiosa, y otra que no decía más que grandes verdades. Unas veces pensaba que era muy astuta; otras, que su honrado corazón galés era perfectamente inocente y sencillo. Y, después de todo, ¿qué me importaba y por qué me importaba? ¿Por qué no podía yo, al irme a la cama con mi manojo de llaves, pararme a sentarme con ella junto a la chimenea, y adaptarme un rato a ella, por lo menos igual que a los demás, en lugar de molestarme por las cosas inocentes que me decía? Si me sentía atraída hacia ella, como efectivamente me ocurría, pues deseaba mucho agradarla, y celebraba mucho ver que así era, ¿por qué me incomodaba después, y sentía una inquietud y un dolor muy reales ante cada palabra que me decía, y las sopesaba una vez tras otra en veinte balanzas? ¿Por qué me preocupaba tanto que estuviera ella en nuestra casa y me hiciera confidencias todas las noches, cuando, por otra parte, sentía que, en cierto sentido, era mejor y más seguro que estuviera aquí que en ninguna otra parte? Eran perplejidades y contradicciones que no podía explicarme. Por lo menos, si pudiera... Pero ya hablaré de eso en su momento, y es ocioso entrar en ello ahora.
Así que cuando la señora Woodcourt se marchó, lo lamenté, pero también me sentí aliviada. Y después llegó Caddy Jellyby, y Caddy traía tantas noticias de su casa; que nos dio mucho que hablar.
Primero, declaró Caddy (y al principio no quería hablar de nada más) que yo era la mejor consejera jamás vista. Aquello, dijo mi amiga del alma, no era ninguna noticia, y yo dije, naturalmente, que estaban diciendo bobadas. Después, Caddy nos contó que iba a casarse dentro de un mes, y que si Ada y yo queríamos ser sus damas, de honor, sería la novia más feliz del mundo. Aquello sí que era noticia, y creí que nunca dejaríamos de hablar de ella; tantas eran las cosas que teníamos que decir a Caddy y que tenía ella que decirnos a nosotros.
Parecía que el pobre papá de Caddy había terminado su quiebra (había «pasado por la Gaceta», dijo Caddy, como si fuera por un túnel) con la clemencia y la conmiseración general de sus acreedores, y había liquidado sus asuntos sabe Dios cómo, sin llegar a comprenderlos, y había renunciado a todo lo que poseía (que no valía mucho, pensé, a juzgar por el estado de los muebles) y había convencido a todos los interesados de que no podía hacer más, el pobre. Así que lo habían devuelto honorablemente a «la oficina», para empezar todo de nuevo. Nunca supe qué hacía en la oficina: Caddy decía que era «Agente de Aduanas y General», y lo único que yo pude comprender de todo aquel, asunto era que cuando tenía más necesidad de dinero que de costumbre, se iba a los muelles a buscarlo, y casi nunca lo encontraba.
En cuanto su papá se quedó más tranquilo al convertirse en una oveja trasquilada, y la familia se mudó a un piso amueblado en Hatton Garden (donde encontré a los niños, cuando fui a verlos más tarde, cortando la crin de las sillas y metiéndosela en la boca), Caddy había convocado una reunión entre él y el señor Turveydrop padre, y como el señor Jellyby era tan humilde y manso, adoptó ante el Porte del señor Turveydrop una actitud tan sumisa que se hicieron excelentes amigos. Poco a poco, el señor Turveydrop, al irse reconciliando con la idea del matrimonio de su hijo, había llevado sus sentimientos paternales hasta la altura de considerar que el acontecimiento se aproximaba y había accedido graciosamente a que la joven pareja se fuera a vivir a la Academia de Newman Street en cuanto se casaran.
— Y tu papá, Caddy, ¿qué dijo?
— ¡Ay, pobre Papá! — exclamó Caddy —. Se limitó a llorar y dijo que esperaba que nos lleváramos mejor que él y Mamá. No lo dijo delante de Prince; sólo delante de mí. Y dijo: «Pobre hija mía, no te han enseñado muy bien a llevar la casa de tu marido, pero si no aspiras con todo tu corazón a lograrlo, más te valiera matarlo que casarte con él..., si es que de verdad lo quieres.»
— ¿Y cómo lo tranquilizaste, Caddy?
— Pues la verdad es que resultaba muy triste ver a Papá tan bajo de ánimo y oírle decir cosas tan terribles, y no pude evitar echarme a llorar yo también. Pero le dije que sí, que aspiraba a ello con todo mi corazón, y que esperaba que nuestra casa se convirtiera en un sitio al que pudiera él ir en busca de tranquilidad las tardes que quisiera, y que esperaba y creía que yo podría ser una hija mejor para él allí que en nuestra casa. Entonces mencioné que Peepy vendría a vivir conmigo, y entonces Papá empezó a llorar otra vez y dijo que los niños eran unos indios.
— ¿Unos indios, Caddy?
— Sí — dijo Caddy —. Indios salvajes. Y Papá dijo — y ahora Caddy se echó a llorar, la pobrecita, y no parecía en absoluto ser la chica más feliz del mundo — que se daba cuenta de que lo mejor que les podía pasar era que a todos los mataran con el tomahawk al mismo tiempo.
Ada sugirió que resultaba agradable saber que el señor Jellyby no expresaba en serio esos sentimientos destructivos.
— No, claro; ya sé que a Papá no le gustaría ver a su familia nadando en su propia sangre — dijo Caddy —, pero lo que quería decir era que tienen muy mala suerte por ser hijos de Mamá, y que él tiene muy mala suerte por ser el marido de Mamá, y estoy segura de que es verdad, aunque parezca antinatural el decirlo.
Pregunté a Caddy si la señora Jellyby sabía que ya se había fijado la fecha de la boda.
— ¡Ay, ya sabes cómo es Mamá, Esther! — me contestó —. Es imposible decir si lo sabe o no. Se lo hemos dicho más de una vez, y cuando se lo decimos, se limita a mirarme plácidamente, como si yo fuera no sé qué.... un campanario lejano — dijo Caddy con una idea repentina —, y después menea la cabeza y dice: «Caddy, Caddy, qué bromista eres! », y sigue con las cartas de Borriobula.
— ¿Y tu ajuar, Caddy? — pregunté. Porque con nosotras no tenía reservas.
— Bueno, mi querida Esther — — contestó, secándose los ojos —. Tendré que hacerlo lo mejor que pueda, y confiar en que mi querido Prince no tenga un mal recuerdo de lo pobremente que me fui con él. Si se tratara de encontrar ropa para Borriobula, Mamá sabría hacerlo perfectamente, y estaría activísima. Pero como se trata de lo que se trata, ni sabe ni le importa.
Caddy no carecía en absoluto de cariño por su madre, sino que mencionó aquello entre lágrimas, como algo innegable, y me temo que lo era. Nosotras lo sentimos por la pobre chica, y encontramos tan admirable la buena disposición con la que había sobrevivido a tanto desencanto, que inmediatamente nos pusimos las dos (quiero decir Ada y yo) a proponerle un pequeño plan que la dejó encantada. Consistía en que se quedara con nosotras tres semanas, y después, yo una con ella, y las tres nos pondríamos a planear y cortar, repasar y coser y economizar y hacer todo lo mejor posible para sacar el mayor partido de lo que tenía. Como a mi Tutor le agradó la idea tanto como a Caddy, la llevamos a su casa al día siguiente para organizar la cuestión, y nos la volvimos a llevar a la nuestra en triunfo, con sus cajas y con todas las compras que pudo hacer con un billete de diez libras que el señor Jellyby había encontrado en los muelles, supongo, pero que en todo caso le dio. Resultaría difícil saber lo que no hubiera dado mi Tutor si lo hubiéramos animado, pero consideramos que lo apropiado sería simplemente su vestido y su sombrero de novia. Él lo aceptó, y si Caddy había sido feliz alguna vez en su vida, lo fue ahora cuando nos pusimos al trabajo.
La pobre era bastante torpe con la aguja, y se pinchaba los dedos con tanta frecuencia como antes se los manchaba de tinta. No podía evitar el ruborizarse de vez en cuando, en parte por el pinchazo y en parte por la irritación de no saber hacerlo mejor, pero pronto lo superó y empezó a mejorar rápidamente. Así que, días tras día, ella, mi ...

Índice

  1. Casa desolada
  2. Copyright
  3. Vol. I
  4. Vol. II
  5. Sobre Casa desolada
  6. Notes