Campo
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  1. 172 páginas
  2. Spanish
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Información del libro

"Campo" (1896) es una recopilación de cuentos breves sobre la vida y la sociedad campestres en la pampa uruguaya escritos por Javier de Viana. Contiene los relatos "Última campaña", "El ceibal", "¡Por la causa!", "La vencedura", "La trenza" y "En familia".-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726682786
Categoría
Littérature
Categoría
Classiques

EN FAMILIA

EN FAMILIA

I

Casiano era alto, exageradamente alto; y era sobrada y uniformemente grueso; la cabeza, el cuello, el tórax, los flancos, las caderas, las piernas: todo parejo, con límites señalados por ranuras apenas visibles. Un tronco de viraró serruchado de abajo arriba, bien por el medio, hasta cierta altura, a fin de formar las piernas, tan próximas que al caminar rozaban la una con la otra desde el muslo hasta el tobillo. ¡Así gastaba de bombachas usadas en la entrepierna y de botas de cuero rojo, agujereadas en la caña!... Su cuerpo era un tronco de viraró, pero de viraró muy viejo, de los que habían conocido a Artigas, uno de aquellos como no se hallaban en las inmediaciones, en los montes de Cololó, Vera, Perico Flaco o Bequeló; al norte, en el Río Negro, en la barra del Arroyo Grande, bien adentro en el secreto de los potriles, puede ser que se encontrara un ejemplar adecuado; pero probablemente habría que navegar río abajo, río abajo, e ir a buscarlo entre las greñas del Uruguay.
En oposición, su mujer, Asunción,—Sunsión en el pronunciar del pago,—era,—siempre en el caló nativo,—flaca, más flaca que mancarrón con “haba”. El cuello de garza salía de la bata de zaraza a la manera del pescuezo de una muñeca de cera, y sostenía una cabeza eternamente desgreñada y una cara escuálida, salida de pómulos, hundida de ojos, con nariz demasiado larga y boca demasiado grande: fina y corva la nariz como pico de rapaz; delgados los labios, blancos y fuertes los dientes, duro y marcado el mentón. Luego un cuerpo pequeño, mezquino en carnes y' rico en flexibilidades de criolla comadrona: todo un cuerpo de gallina inglesa, gritona, inquieta y pendenciera.
Casiano, correntino de raza, hablaba poco, sin prisa y cantando las palabras con el dejo nativo.
Asunción estaba armada de una vocecilla aguda, aflautada, hiriente como el cantar de la cigarra. Y al igual de la cigarra que revienta cantando, después de cinco o seis horas de trinos, ella no reventaba, pero suspendía su charla rápida, silbada, improvisada, sólo cuando las cuerdas vocales no daban más; materialmente, cuando reventaba; porque motivos de conversación no le faltaban a ella, y cuando llegaban a faltarle, todavía tenía para tiempo vomitando refranes y escupiendo palabrotas.
El correntino era bueno, sosegado, calmoso, trabajador, limpio en el vestir y parco en el hablar: no parecía correntino.
La criolla era chillona como un grillo, haragana como petiso de muchacho, pendenciera como cuzco y sucia como “bajera”: no podía ocultar que era criolla.
Era un contrasentido aquella pareja.
Si se hubiesen observado sus cualidades una a una y disecado sus idiosincrasias fibra a fibra, se habría hallado que discrepaban de cualidad a cualidad, encontrándose también diferencias de fibra a fibra. Sólo en una afición concordaban: en la de beber caña. Pero, bebida ésta, la desemejanza tornaba a mostrarse en los efectos que en sus respectivos organismos producía el alcohol: diferencia fisiológica, diferencia psíquica. En Casiano el licor obraba como anestésico para sus órganos, como analgésico para sus dolores; y en Asunción, por el contrario, excitaba el desordenado galope de las pasiones y' exacerbaba las contrariedades o sufrimientos. El macho, fuerte, robusto, seguro de sus músculos, sentía el gozo correr con la enorme masa sanguínea que regaba su corpachón de toro, y la bondad le retozaba, le salía afuera en forma de risotadas y palabras buenas y frases llenas de una sinceridad encantadora.
Y a ella se le iba subiendo la caña a la cabeza al mismo tiempo que se le iba bajando por el cuerpo la hiel diluída en tres o cuatro calderadas de mate amargo; menjurje extraño que, como el agua acidulada sobre los nervios de la rana, tenía el poder de excitar los suyos,—superexcitar,—hasta presentarla de una irascibilidad insoportable.
Era un contrasentido aquella pareja.
Y sin embargo, vivían relativamente bien. A veces, cuando los nervios de Asunción estaban cargados en demasía; cuando su lengua iba más allá de lo humana y razonablemente soportable, el gigantón correntino solía esconder los ojos entre el yuyal de cejas en un fruncimiento de ceño, y levantando su mano,—más pesada que la mano de coronilla de pisar mazamorra en el mortero,—la dejaba caer sobre el cuerpo de la china, que salía “lomiándose”, buscando a Lucio, el hijo may'or, el favorito del padre, sobre quien descargaba su rabia. Lucio, por su parte, trasmitía a su hermana Cleta, tan pronto como lograba escapar de las garras de la madre, y con cualquier pretexto, la paliza recibida. Y la distribución de penas devolvía la calma y hasta la alegría al hogar.
Llevaban seis años de casados.
Casiano era puestero con majada en sociedad, su ganadito tambero y su tropillita de andar; boca más, boca menos, no le preocupaba, y por eso no puso obstáculo en que su suegra, la vieja Remedios, y su cuñada, la chinita Rosa, fueran a vivir con ellos.
Al año, Casiano hablaba de echar campo afuera a Rosa, una chicuela insolente y deslavada, una perra encelada que atraía al rancho a toda la mozada del pago; pero no tuvo tiempo, porque ella se alzó con un rubio guitarrero, sargento en la policía de la sección.
A los dos años, la vieja Remedios comenzó a hacerse insoportable. Su misión en la casa era preparar la comida, lavar los platos y vigilar a Lucio, quien pasaba el día en medio del patio, sobre un cuero de ternera, sin más ropa que una camisita agujereada. En las ausencias de Casiano, su suegra aprovechaba la cruzada de un buhonero o del muchacho de la pulpería, para trocar algunos cueros de oveja por la limeta de caña. Y más de una vez, al regresar el amo, encontró a la esposa y a la suegra borrachas como cubas, ostentando en el rostro con frecuencia la señal de las uñas de la reciente gresca.
Por ese entonces dió en visitar la casa un tal Salustiano Sandes, un indio puestero del inglés don Jaime Smith, en Vera. Casiano lo miraba con malos ojos, pero no dijo nada. Sin embargo, cuando nació Cleta, una criaturita flaca y' raquítica, se le puso que la tal se asemejaba al indio Salustiano; y aunque guardó silencio, espantó al visitante y echó del rancho a la vieja, que se fué al pueblo, de “piona”, a estar a su dicho; y en oficio más lucrativo, aunque menos digno, a creer las voces que corrían y lo que Casiano opinaba.

II

La casa quedó peor,—porque Asunción era el prototipo de la haraganería,—pero el puestero quedó más a gusto: quedó como cuando, después de trotar varias horas al sol, en verano, se quitaba las botas y se ponía las alpargatas viejas, endurecidas con el barro.
Y no es que fuera celoso.
Bastantes veces,—riendo con aquella gran risa suya que le hacía saltar el abdomen y bailar la espesísima barba, como cañaveral soplado por el pampero,—contó o comentó la reciente aventura de Pancho Marín, el pardo estúpido del puesto de la Cañada.
Era una aventura curiosa y muy' festejada en el pago, la de Pancho Marín.
Casado con la china Bonifacia, una de las más ladinas de la comarca,—por demasiado ladina le fueron abriendo el caballo los mozos del pago,— sucedió lo que forzosamente debía suceder, siendo ella querendona en demasía y él tonto por demás.
He aquí la historia:
En la mañana de un sábado, Bonifacia ensilló su malacara lunanco y salió como de costumbre a llevar la ropa lavada y planchada a los peones de la estancia. En el camino encontró a uno de éstos, Bernardo Romero, mocetón robusto, de complexión sanguínea y en cuyo rostro rubicundo señoreábase el sensualismo. Se acercó receloso como fiera que se lame el bigote a la vista de la presa; se le aparejó, le ganó el lado de montar, y mientras tranqueaban, le habló de historias viejas, de semi requiebros, de cuasi promesas. Marchaban despacio por la loma chilcosa, hablando bajito, sin mirarse: ella, entre satisfecha y huraña; él, confuso, ahogado por el deseo, poniéndose escarlata y' escupiendo pegajoso cada vez que su rodilla rozaba la pierna musculosa de la china.
La cuchilla era extensa; tardaron en trasponerla y se acercaba el mediodía cuando llegaron al bajo El sol ardía dorando las gramillas; la atmósfera estaba como polvo caliente; los caballos avanzaban al tranco, con el pescuezo estirado, las orejas gachas y en continuo plumereo la cola, espantando tábanos y jejenes.
—¿ Querés apiarte?...
—Güeno.
Él bajó de un salto y acollaró los caballos con las riendas; después la bajó a ella, cargada, apretándola mucho con sus rudos brazos de domador. El atado de ropas cayó al suelo, se deshizo y sembró las piezas blancas, asustando al malacara lunanco de Ronifacia... El valle era hondo; la chilca alta y espesa, y abajo, en el piso, la gramilla crecía en tapiz blando y' perfumado; perfumado con el olor de la tierra gorda y fecunda, con el olor fuerte de la vida, de la proliferación, de la savia ardiente y pura que el sol de primavera hacía correr en borbotones...
Marín esperó inútilmente toda esa tarde el regreso de su mujer para que asase el medio costillar de carnero; y, ya entrada la noche, se acostó con la barriga llena de agua, habiendo inutilizado dos cebaduras de yerba y engullido dos espigas de maíz asado. Durante dos meses estuvo esperando el regreso de su esposa, cuyo paradero ignoraba.
Quizá en el interior llevara oculta una pena, o por lo menos sintiera el escozor del amor propio herido; pero su rostro de bruto no traslucía absolutamente nada. Conservaba el mismo apetito, dormía sin sobresaltos ni pesadillas y estaba siempre dispuesto a tragarse tres o cuatro litros de agua en forma de mate amargo. Lo que sí, andaba más puerco que de costumbre: durante los dos meses de que hablamos no se mudó ni la camisa ni los calzoncillos. Calcetines, felizmente, no usaba: la pata con la costra de mugre y' el zueco descalzo, a la brasileña, como brasileño que era. Si alguna vez debía hacer referencia a Bonifacia, decía:
—A mulher que en tive.
Y si alguno, entre chacota y verdad, le preguntaba cómo habían pasado las cosas, él contaba todo, del principio al fin, sin omitir los detalles que había ido adquiriendo; y concluía infaliblemente con un
—¡A culpa não foi mina!...
Ya estaba acostumbrándose a la vida solitaria en su rancho pobre, semejante a basurero de estancia y hediondo como nido de carancho, cuando una tarde, en momentos en que “verdeaba” sentado sobre la cabeza de vaca, junto a la puerta de la cocina, y cuidaba el churrasco que se tostaba en asador de espinillo, vió sobre la cuchilla un jinete que trotaba en dirección al puesto. No tardó en reconocer el malacara lunanco de Bonifacia, y, poco después, reconoció a ésta.
La china llegó a la enramada.
—Güenas tardes,—dijo.
—Boas tardes,—contestó él sin volver la cabeza, afanado como estaba en dar vuelta al asado, cerrando un ojo para evitar el humo que producía la grasa al caer en gotas sobre las brasas de tala del fogón.
Bonifacia pudo desmontar, desensillar, soltar el malacara, echar la montura en un rincón y acercarse a la cocina sin que su marido levantara la cabeza. Se dieron la mano sin proferir una palabra; después, ella se sentó, muy tranquila, como si volviera de una visita.
Y quedaron en silencio hasta que Marín, cortando un trozo de carne,
—J’astá,—murmuró; y se puso a comer.
—No tengo cuchillo,—contestó ella.
—Na solera do rancho istá o melhao velho.
Comieron sin hablar una palabra; tomaron el postre de mate, y' más tarde, cuando ya estaba oscuro,
—¡Vaite deitar!—exclamó Pancho.
¿ Ya?
—Ja.
—Vamos.
Ni una voz, ni un reproche, ni el eco de una queja salió del rancho pobre, revuelto como basurero y hediondo como nido de carancho.
La vida siguió como antes.
Pelea más, pelea menos, al igual de lo que había acaecido desde el día subsiguiente al del matrimonio; pero sin recriminaciones, sin la menor alusión a la falta cometida, sin el más mínimo reproche por la pena ocasionada.
Transcurrieron varios meses. Bonifacia no había vuelto a ir a la estancia para llevar ropa a los peones, ni Marín había vuelto a encontrar forasteros en su rancho al regresar del campo. La china parecía fatigada, hastiada de amores, y no oía requiebros: los dos meses de desordenado placer le habían dejado una laxitud, un desgano de los hombres, que la hacían mirar a ...

Índice

  1. Campo
  2. Copyright
  3. ULTIMA CAMPAÑA
  4. EL CEIBAL
  5. ¡POR LA CAUSA!...
  6. LA VENCEDURA
  7. LA TRENZA
  8. EN FAMILIA
  9. Sobre Campo