Las Ilusiones perdidas II
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Las Ilusiones perdidas II

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Las Ilusiones perdidas II

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"Ni Lucien, ni madame de Bargeton, ni Gentil, ni Albertine, la doncella, hablaron nunca de los incidentes de este viaje, pero es de creer que la continua presencia de gente lo hizo muy poco grato para un enamorado que esperaba todos los placeres de un rapto. Lucien, que corría la posta por primera vez en su vida, se quedó muy sorprendido al ver que en el camino de Angulema a París iba dejándose casi la totalidad de la suma que pensaba destinar a sus gastos de un año en París."En el segundo volumen de esta trilogía que se publicó a lo largo de 6 años Balzac continúa la narración de la historia de las vidas de sus dos personajes protagonistas: Lucien y David. Ambos son amigos de la infancia, unidos además por su afición a la literatura y la ciencia, pese a que sus vidas tomanrumbos muy distintos.David se encuentra atado a su padre y al negocio familiar que éste le ha traspasado, vive en la pequeña Angulema, ciudad de provincias de la que los dos amigos son originarios, y pese a que sueña con ser inventor y no carece de talento para ello, su carrera científica se ve relegada a un sueño de juventud.El personaje de Lucien está brillantemente retratado, con su juventud, talento y encanto, su alma es la de un poeta que quiere abrirse camino en el mundo de la literatura. Pero su apego a la vida fácil y la expectativa de que el mundo le rinda honores por su inteligencia y su belleza no le conducirán al éxito, sino más bien todo lo contrario. En él la combinación de los ideales románticos acerca de la amistad, el trabajo o la vida artística y creativa están perfectamente entretejidos con su desparpajo y caradura. El maestro de la literatura costumbrista Balzac logra realizar a través de ellos un magnífico cuadro de costumbres en el que van desfilando personajes de obreros, burgueses, nobles o cortesanas, todos ellos dotados de un profundo carácter humano.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726672527
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Ni Lucien, ni madame de Bargeton, ni Gentil, ni Albertine, la doncella, hablaron nunca de los incidentes de este viaje, pero es de creer que la continua presencia de gente lo hizo muy poco grato para un enamorado que esperaba todos los placeres de un rapto. Lucien, que corría la posta por primera vez en su vida, se quedó muy sorprendido al ver que en el camino de Angulema a París iba dejándose casi la totalidad de la suma que pensaba destinar a sus gastos de un año en París. Como los hombres que unen los encantos de la infancia a la fuerza del talento, cometió el error de expresar su ingenua sorpresa ante este tipo de cosas nuevas para él. Un hombre debe estudiar bien a una mujer antes de dejarle entrever sus emociones y pensamientos tal como surgen. Una amante, tan mayor como afectada, se sonríe ante tales infantilismos y los comprende; pero por poca vanidad que tenga, no perdonará a su enamorado el que se haya mostrado pueril, fatuo o mezquino. Muchas mujeres son tan exageradas en su culto, que quieren encontrar siempre un dios en su ídolo, mientras que las que aman a un hombre más por lo que es que por sí mismas adoran sus pequeñeces tanto como sus grandezas. Lucien no había comprendido aún que en madame de Bargeton el amor descansaba sobre el orgullo. Cometió el error de no explicarse determinadas sonrisas que se le escaparon a Louise durante aquel viaje, cuando, en vez de dominarlas, se dejaba llevar por sus gentilezas de ratoncillo salido de su agujero.
Los viajeros llegaron al hotel del Gaillard-Bois, en la rue de l’Échelle, antes del amanecer. Estaban los dos enamorados tan cansados que, antes que nada, Louise quiso acostarse y así lo hizo, no sin antes haber ordenado a Lucien que pidiera una habitación que estuviese encima de los aposentos que ocupaba ella. Lucien durmió hasta las cuatro de la tarde. Madame de Bargeton le hizo despertar para cenar y, al saber la hora, él se vistió a toda prisa y encontró a Louise en una de esas innobles habitaciones que son la vergüenza de París, donde, a pesar de las muchas pretensiones de elegancia, no existe aún un solo hotel donde un viajero rico pueda sentirse como en su casa. Si bien tenía los ojos nublosos que deja un brusco despertar, Lucien no reconoció a su Louise en aquella habitación fría, sin sol, de cortinas descoloridas, cuyo gastado embaldosado parecía miserable, donde los muebles eran usados, de mal gusto, viejos o de ocasión. Efectivamente, hay ciertas personas que no tienen ya el mismo aspecto ni el mismo valor una vez separadas de los rostros, de las cosas y de los lugares que les sirven de marco. Las fisonomías llenas de vida tienen una especie de atmósfera que les es propia, como el claroscuro de los cuadros flamencos es necesario a la vida de las figuras que ha situado en ellos el genio del pintor. La gente de provincias es casi toda así. Además, madame de Bargeton parecía más digna, más pensativa de lo que hubiera tenido que estar en un momento en que daba comienzo una felicidad sin trabas. Lucien no podía quejarse: Gentil y Albertine les servían. Tampoco la comida era ya abundante ni de esa genuina calidad que caracteriza a la vida en provincias. Los platos, reducidos por la especulación, preparados en un restaurante cercano, estaban pobremente presentados y las raciones dejaban mucho que desear. París no es bonito en estas pequeñas cosas a las que están condenadas las personas de mediocre fortuna. Lucien esperó el final de la comida para interrogar a Louise, cuyo cambio le parecía inexplicable. No andaba errado. Un grave acontecimiento, pues las reflexiones son los acontecimientos de la vida moral, se había producido mientras dormía.
Hacia las dos de la tarde, Sixte du Châtelet se había presentado en el hotel, había hecho despertar a Albertine y había manifestado su deseo de hablar con la señora, volviendo un poco más tarde, sin dar apenas tiempo a que madame de Bargeton se arreglara. Anaïs, cuya curiosidad se vio excitada por esta singular aparición de monsieur du Châtelet, cuando se creía tan bien escondida, le recibió hacia las tres.
—La he seguido aun a riesgo de recibir una reprimenda de mis superiores —le dijo a modo de saludo—, porque preveía lo que iba a pasar. Pero ¡aunque haya de perder yo mi puesto, al menos usted no se perderá!
— ¿Qué quiere decir? —exclamó madame de Bargeton.
—Veo que quiere a Lucien —prosiguió con aire afectuosamente resignado—, pues mucho se ha de querer a un hombre para no pensar en nada y olvidar todas las conveniencias, ¡usted que tan bien las conoce! ¿Cree, pues, querida Naïs adorada, que será recibida en casa de madame d’Espard o en un salón de París, cualquiera que sea, cuando se sepa que ha huido de Angulema con un joven, y sobre todo tras el duelo de monsieur de Bargeton con monsieur de Chandour? La estancia de su marido en el Escarbas se diría una separación. En casos así, la gente como es debido primero se baten por sus mujeres y luego las dejan libres. Ame a monsieur de Rubempré, protéjale, haga por él todo cuanto le plazca, pero ¡no vivan juntos! Si alguien de aquí llegara a enterarse de que han hecho el viaje juntos en el mismo coche, sería al punto incluida en el Índice por esos mismos que desea ver. Además, Naïs, no haga estos sacrificios por un joven a quien no ha tenido ocasión de comparar aún con nadie, que no ha sido sometido a ninguna prueba y que aquí puede olvidarla por una parisiense que crea más conveniente para sus ambiciones. No quiero perjudicar a quien usted ama, pero me permitirá que anteponga los intereses de usted a los suyos, y que le diga: «¡Estúdiele! Sea consciente del alcance de sus decisiones». Que al menos, si encuentra las puertas cerradas, si las señoras se niegan a recibirla, no tenga que lamentarse de haber hecho tantos sacrificios pensando que aquél por quien los ha hecho será siempre digno de ellos y los comprenderá. Madame d’Espard es tanto más severa y moralista cuanto que también ella está separada de su marido, sin que nadie haya podido saber la causa de esta desunión; pero los Navarreins, los Blamont-Chauvry, los Lenoncourt y todos sus parientes le han prestado su apoyo, las señoras más encopetadas van a su casa y le dan muestras de respeto, de manera que quien pasa por culpable de todo es el marqués de Espard. A la primera visita que le haga, reconocerá lo acertado de mis consejos. Puedo, sin lugar a dudas, predecírselo, porque conozco París: al entrar en casa de la marquesa, se desesperaría usted si ella supiera que se aloja en el hotel del Gaillard-Bois con el hijo de un boticario, por muy monsieur de Rubempré que pretenda ser. Aquí tendrá rivales mucho más astutas y arteras que Amélie, que no dejarán de saber quién es usted, dónde vive, de dónde viene y qué hace. Ha contado usted, por lo que veo, con el incógnito, pero es usted una de esas personas para quienes éste no existe. ¿Cree que no encontrará aquí a Angulema por todas partes? Ya sean los diputados del Charente que vienen para la apertura de las Cámaras, ya el general que está de permiso en París; pero bastará con que la vea un solo vecino de Angulema para que su vida quede definitivamente marcada: no será más que la amante de Lucien. Si necesita de mí para lo que se le ofrezca, me tiene en casa del recaudador general, en la rue del faubourg Saint-Honoré, a dos pasos de la casa de la marquesa de Espard. Conozco lo bastante a la mariscala de Carigliano, a madame de Sérizy y al presidente del Consejo como para presentarla a ellos, pero conocerá a tanta gente en casa de madame d’Espard que no va a necesitar de mí. En vez de desear ir a tal o cual salón, se verá solicitada en todos ellos.
Du Châtelet pudo hablar sin que madame de Bargeton le interrumpiera: ella estaba impresionada por lo acertado de sus observaciones. La reina de Angulema, efectivamente, había contado con el incógnito.
—Tiene razón, amigo mío; pero ¿qué he de hacer?
—Déjeme —respondió Châtelet— buscarle un piso completamente amueblado y conveniente; llevará así una vida menos cara que la de los hoteles y estará en su casa; y si me hace caso, dormirá allí esta misma noche.
—Pero ¿cómo se ha enterado de mis señas? —preguntó.
—Su carruaje era fácil de reconocer; y, además, la seguía. En Sèvres, el aposentador que les conducía le dio sus señas al mío. ¿Me permite que sea su guía? Muy pronto le mandaré una nota para decirle dónde se alojará.
—Bien, hágalo, pues —respondió ella.
Estas palabras, que no parecían nada, lo eran sin embargo todo. El barón Du Châtelet había hablado como un hombre de mundo a una mujer de mundo. Se había mostrado con toda la elegancia de un atuendo parisino; un bonito cabriolé atalajado le había traído. Por casualidad, madame de Bargeton se acercó a la ventana para reflexionar acerca de su situación y vio irse al viejo dandy. Algunos instantes después, Lucien, bruscamente despertado y vestido a toda prisa, apareció ante su mirada con sus pantalones de nanquín del año anterior y su levita corta de mala calidad. Estaba apuesto, pero ridículamente ataviado. Vestid de aguador al Apolo de Belvedere o al Antinoo, y ¿creéis que podríais reconocer entonces la divina creación del cincel griego o romano? Los ojos comparan antes de que el corazón haya rectificado este rápido y maquinal juicio. El contraste entre Lucien y Châtelet fue demasiado brusco para que no hiriera la vista de Louise. Cuando acabaron de cenar hacia las seis, madame de Bargeton hizo una seña a Lucien para que viniera a sentarse a su lado en un vulgar canapé de calicó rojo estampado de flores amarillas, en el que ella se había sentado.
—Lucien mío —dijo—, ¿no crees que si hemos cometido una locura que nos perjudica a los dos por igual hemos de hacer lo posible por repararla? No debemos, querido mío, vivir juntos en París, ni siquiera dejar sospechar que hemos venido juntos. Tu porvenir depende en gran medida de mi posición, y yo no debo echarla a perder de ninguna manera. Por ello, a partir de esta noche, voy a alojarme a unos pasos de aquí, pero tú seguirás en este hotel y así podremos vernos cada día sin que nadie tenga nada que decir.
Louise explicó las leyes del gran mundo a Lucien, quien puso unos ojos como platos. Sin saber que las mujeres que se arrepienten de sus locuras se arrepienten también de su amor, comprendió que no era ya el Lucien de Angulema. Louise sólo le hablaba de ella, de sus intereses, de su reputación, del gran mundo; y para disculpar su egoísmo, trataba de hacerle creer que pensaba en él. No tenía ningún derecho sobre Louise, convertida tan repentinamente de nuevo en madame de Bargeton, y, algo más grave aún, no tenía ningún poder. Por ello no pudo evitar que unos lagrimones rodaran de sus ojos.
—Si yo soy su orgullo, usted es para mí más aún, es mi única esperanza y todo mi porvenir. Creí que si usted se identificaba con mis éxitos también se identificaría con mi infortunio, y he aquí que hemos de separarnos.
—Juzga mi conducta —dijo ella—, no me ama. —Lucien la miró con una expresión tan apesadumbrada que ella no pudo dejar de decirle—: Querido mío, me quedaré si tú quieres, nos perderemos juntos y nadie nos será de ayuda. Pero cuando seamos igual de miserables y nos veamos los dos rechazados, cuando el fracaso, pues hay que preverlo todo, nos haya desterrado al Escarbas, acuérdate, amor mío, de que yo preví este final y que te propuse primero salir adelante de acuerdo con las leyes del mundo, acatándolas.
—Louise —contestó él abrazándola—, me asusta verte tan prudente. Piensa que soy un niño y que me he entregado enteramente a tu querida voluntad. Yo quería triunfar sobre los hombres y las cosas a viva fuerza, pero si puedo alcanzar el éxito más rápidamente con tu ayuda que solo, me sentiré muy feliz de deberte toda mi fortuna. ¡Perdóname! He puesto demasiadas esperanzas en ti para no tener miedo de todo. Para mí, una separación es el primer paso hacia el abandono, y el abandono es la muerte.
—Pero si, mi niño querido, la sociedad no te pide gran cosa —repuso ella—. Tan sólo se trata de pasar la noche aquí, pero estarás todo el resto del día en mi casa, sin que nadie tenga nada que objetar.
Algunas caricias acabaron por tranquilizar a Lucien. Una hora después, Gentil trajo unas líneas en las que Châtelet le hacía saber que le había encontrado un piso en la rue Neuve-du-Luxembourg. Se hizo explicar la ubicación de esta calle, que no se encontraba lejos de la rue de l’Échelle, y le dijo a Lucien: «Somos vecinos». Dos horas después, Louise subió en un coche que le mandaba Du Châtelet para ir a su casa. El piso, uno de esos que los tapiceros llenan de muebles y alquilan a los ricos diputados o a grandes personajes que pasan poco tiempo en París, era suntuoso, pero incómodo. Lucien volvió hacia las once a su pequeño hotel del Gaillard-Bois sin haber visto de París más que la parte de la rue Saint-Honoré que se encuentra entre la rue Neuve-du-Luxembourg y la rue de l’Échelle. Se acostó en su pequeña y miserable habitación, que no pudo dejar de comparar con el magnífico piso de Louise. Justo en el momento en que salía de casa de madame de Bargeton, llegó el barón Du Châtelet, tras una recepción en casa del ministro de Asuntos Exteriores, en todo el esplendor de su traje de etiqueta. Venía a dar cuenta de todas las gestiones hechas en nombre de madame de Bargeton. Louise estaba inquieta, pues ese lujo la asustaba. Las costumbres provincianas habían acabado por hacer mella en ella y se había vuelto meticulosa en sus cuentas; se andaba con tanto cuidado que en París iba a pasar por avara. Se había traído un bono por valor de casi veinte mil francos emitido por el recaudador general, pensando que esa suma bastaría para cubrir todos los gastos durante cuatro años; pero ya se temía que no sería suficiente y tendría que contraer deudas. Châtelet le informó de que su piso sólo le costaría seiscientos francos al mes.
—Una miseria —dijo al ver el escalofrío que recorrió a Naïs—. Tiene a su disposición un carruaje por quinientos francos al mes, lo cual hace un total de cincuenta luises. No tendrá que pensar más que en su guardarropa. Una mujer que frecuenta el gran mundo no puede gastar menos que eso. Si quiere que monsieur de Bargeton sea recaudador general o conseguirle un cargo en la Casa Real, no puede tener un aspecto miserable. Aquí sólo se da a los ricos. Es una suerte que tenga con usted a Gentil para acompañarla y a Albertine para vestirla, pues los criados en París son una ruina. Comerá rara vez en su casa, cuando sea presentada en sociedad como desea.
Madame de Bargeton y el barón charlaron de París. Du Châtelet le puso al corriente de las noticias del día, las mil naderías que se han de saber, so pena de no ser de París. No tardó en dar a Naïs consejos sobre los comercios en los que aprovisionarse: le indicó Herbault para las tocas, Juliette para los gorros y sombreros; le dio la dirección de la modista que podía reemplazar a Victorine; en resumen, le hizo sentir la necesidad de desangulemizarse. Después se fue pronunciando la última frase de efecto que se le ocurrió.
—Mañana —dijo con indiferencia— dispondré sin duda de un palco para algún espectáculo; pasaré a recogerles a usted y a monsieur de Rubempré, si me permite hacerles a los dos los honores de París.
«En el fondo es más generoso de lo que me imaginaba», pensó madame de Bargeton al ver que invitaba también a Lucien.
En el mes de junio, los ministros no saben qué hacer con sus palcos en el teatro. Los diputados de la mayoría y quienes les apoyan se dedican a sus vendimias o vigilan sus cosechas, y sus conocidos más interesados están en el campo o de viaje; así que en esta época del año, los más bellos palcos de los teatros de París reciben a huéspedes heterogéneos que los asiduos no vuelven a ver más y que dan al público cierto aire de gastada tapicería. Du Châtelet había pensado ya que, gracias a esta circunstancia, podría, sin desembolsar mucho dinero, ofrecer a Naïs las diversiones que más encandilan a los provincianos. A la mañana siguiente, Lucien, que la visitaba por primera vez, no encontró a Louise. Madame de Bargeton había salido para hacer algunas compras indispensables. Había ido a pedir consejo a las serias e ilustres autoridades en materia de atuendo femenino que Châtelet le había indicado, pues había informado por escrito de su llegada a la marquesa de Espard. Por más que a madame de Bargeton no le faltara esa confianza en sí misma que da una larga preeminencia, su temor a parecer provinciana era grande. Poseía el tacto suficiente para darse cuenta de hasta qué punto las relaciones entre las mujeres dependen de las primeras impresiones; y, por más que supiera que podía ponerse enseguida a la altura de las mujeres superiores como madame d’Espard, sentía que al principio tenía necesidad de cierta benevolencia, y sobre todo no quería descuidar nada que pudiera contribuir a su éxito. Por eso le estuvo infinitamente agradecida a Du Châtelet por haberle indicado los medios para ponerse a tono con el gran mundo parisiense. Quiso la suerte que la marquesa se hallara en una situación en la que estaría encantada de hacer un favor a alguna pariente de la familia de su marido. Sin causa aparente, el marqués de Espard se había retirado del mundo; no se ocupaba ni de sus negocios, ni de los asuntos políticos, ni de su familia, ni de su mujer. Viéndose así dueña de sí, la marquesa sentía la necesidad de ganarse la aprobación de la gente; estaba, pues, feliz de poder sustituir al marqués en esta circunstancia erigiéndose en protectora de su familia. Haría gala de su patrocinio a fin de hacer más evidentes los yerros de su marido. El mismo día le escribió a «madame de Bargeton, de soltera Nègrepelisse», uno de esos encantadores billetes en los que la belleza de estilo exige su tiempo para descubrir la vaciedad de fondo: la marquesa se sentía dichosa por una circunstancia que acercaba a la familia a una persona de la que había oído hablar y que deseaba conocer, porque las amistades de París no eran tan sólidas como para no hacerle desear tener a alguien más a quien querer en este mundo; y ello, de no haberse producido, habría sido una ilusión más que enterrar junto con las demás. Estaba a la entera disposición de su prima, a quien habría ido a hacer una visita de no ser por una indisposición que la obligaba a quedarse en casa; pero por el simple hecho de que hubiera pensado en ella se sentía ya agradecida.
Durante su primer paseo en el que vagó por los bulevares y la rue de la Paix, Lucien, como todos los recién llegados, se preocupó mucho más por las cosas que por las personas. En París son las masas lo primero que llama la atención: el lujo de las tiendas, la altura de las casas, la afluencia de coches, el contraste entre un lujo exagerado y una exagerada miseria es lo que impresiona antes que nada. Sorprendido por aquella muchedumbre en la que era un extraño, este hombre de imaginación sintió como una especie de desmedro de sí mismo. Las personas que disfrutan en provincias de algún tipo de consideración y que encuentran a cada paso una prueba de su importancia, ...

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  1. Las Ilusiones perdidas II
  2. Copyright
  3. Chapter
  4. Sobre Las Ilusiones perdidas II