La corte de los milagros
eBook - ePub

La corte de los milagros

  1. 60 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

La corte de los milagros

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

La corte de los milagros es la primera parte de la trilogía El ruedo ibérico. En ella, Ramón María del Valle-Inclán aborda los acontecimientos que rodean a la revolución "La Gloriosa", desde los meses de febrero a agosto de 1868. Con un estilo certero y afilado, Valle-Inclán recorre diferentes niveles, desde la realeza al populacho, para expresar el sentir y el azoramiento previo a la revolución.-

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a La corte de los milagros de Ramón María del Valle-Inclán en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literature y Literature General. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726485998
Categoría
Literature

LIBRO NOVENO

RÉQUIEM DEL ESPADÓN

I

El Palacio de Torre-Mellada, en la Costanilla de San Martín. Entre dos salones mal alumbrados, un camarote con mesillas de naipes y pinturas pompeyanas: Humo de vegueros, brillo de calvas. El Marqués se santiguaba, timorato:
—¡Habría para creer en agüeros y hechicerías, si no fuese pecado, como reza el Padre Astete! ¡Todo ha salido mal en este viaje!
Escuchaba la trinidad de carcamales, al reparto verde de la mesa de tresillo, solemnes las calvas. Con los tufos blancos encaracolados sobre las orejas, alguno tenía el estrafalario acento de un faldero achacoso. El Marqués, peinando el naipe, balaba su cuita beatona:
—De Segismundo Romero, mi administrador, me resisto a creer que esté tan comprometido que puedan encausarle. No es posible que se haya dejado cazar. ¡Sería absurdo, con su posición!... Yo estoy decidido a revolver Roma con Santiago. ¡Le conozco, y aprecio mucho sus buenas cualidades! Es honor mío sacarle del pantano. Requiero la ayuda de ustedes.
Quedó en espera. Meloso y jesuítico, sentenció don Gaspar Arzadun, Auditor de la Rota:
—Amparar al culpable sin culpa es obligación cristiana.
Asintieron las solemnes calvas de Don Pedro Navia y el Conde de Cardesic.
Promulgó don Pedro Navia:
—Los hombres están en el mundo para ayudarse; la sociedad no tiene otros lazos. Y el Conde:
—Jeromo, espera el cambio de Gobierno. Es mi consejo, porque no la cuenta Narváez.
Doblaba la cabeza el Marqués:
—¡Pobre España! Todo está trastornado. El mismo día que me ausenté, sobrevino la catástrofe de Los Carvajales. ¡Mi mujer aún está con crisis nerviosas!
El Auditor, un ojo sobre el naipe y la ceja en saltos perplejos, meditando el descarte, propuso, con su docta prosodia de latín eclesiástico:
—La puesta sacada, presentaremos nuestros respetos a la Señora Marquesa.

II

La Marquesa Carolina, rubia y lánguida, tules y encajes, mimaba la comedia del frágil melindre nervioso. La Marquesa, con visaje de susto y escuela francesa de teatro, refería aquel espanto de Los Carvajales. El estrado isabelino pomposo de curvas y miriñaques, encendido de luces cristalinas y prismáticas, divinizaba su rosicler de París. ¡Y era tan emocionante el parlamento que suscitaba los murmullos del melodrama en la comparsa de tertuliantes! Atendía Feliche inmóvil, rígido el busto, cruzados los brazos. La Marquesa Carolina anovelaba de literatura el encuentro con la última sibila manchega. Sobre el relato pasaba, con fuga de susto, el comentario de Feliche: —¡Aquella mujer daba miedo!
Don Adelardo López de Ayala, tendido el alón de gallo barroco, cacareó, encendida la cresta de retóricos galanteos:
—Marquesa, ha heredado usted el estro narrativo de las grandes damas que ilustraron la Corte de Francia. Nos ha comunicado usted la emoción dramática y cautivante que tienen las mejores páginas de Alejandro Dumas.
La Marquesa entornó los ojos, con un matiz risueño sobre el carmín de los labios. Por este mimo daba deriva a la pomposa retórica del poeta. El Marqués de Bradomín, en pie, de espaldas a la consola, desplazado e irónico, ponía los ojos en Feliche. La damisela permanecía hierática, tendido de atención el pulido entrecejo, la frente dibujada y ceñida por las dos ondas de la crencha. El susto de su voz se intercalaba con el parlamento de la Marquesa,
—¡Aquella mujer hacía mal de ojo!
Inmovilizado, recluso en las jambas doradas de una puerta, se prolonga el vacío de otro salón iluminado, donde hace reverencias un lacayo con librea de sinople y gules. Por el fondo vienen haciendo estaciones dos viejos calvos y otro con hábitos talares, verde la borla del solideo.

III

La Marquesa Carolina, coqueta y lánguida, recibía el último homenaje del gallo polainudo. Don Adelardo López de Avala, pomposo, barroco, hiperbólico modulaba sus despedidas. Estaba la Marquesa bajo el reflejo malva de una lámpara, reclinada en el nido de plumas y faralaes, con pintada sonrisa de madama en retrato:
—¡Se va usted cuando tenemos tantas cosas que contarnos!
—¡No soy yo, ciertamente, quien menos lo deplora! Tenía un medio tono halagüeño la voz de la Marquesa:
—¡Estoy llena de curiosidad por saber lo que aquí pasa! ¡Es usted un verdugo, Ayala!
—Querida Marquesa, hoy conspiramos en el Ateneo. ¡Esta noche peleamos una gran batalla los hijos de Apolo!
—¿Habla usted en serio?
—Don Francisco y el Duque de Montpensier son los candidatos para presidir una traducida y nonata sociedad de hombres de letras.
—¿Y quién ha tenido esa idea genial?
—González Bravo indicó al Rey Consorte, y Patricio de la Escosura, presumiendo que escondiese alguna maniobra política, propuso al Infante. Ya nos tiene usted divididos en dos bandos mortales a todos los portaliras de España y Ultramar. Esta noche, a las diez, celebraremos la primera junta en el Ateneo. Nuestra consigna es copar por el Duque.
—Ayala, no le retengo, y con la promesa de venir mañana a contarme el resultado de esa gran batalla, le devuelvo mi amistad.
Se inclinó el barroco personaje:
—Marquesa, con el escudo o sobre el escudo, aquí estaré mañana.
La Marquesa Carolina, en el reflejo malva de la lámpara, declinaba sobre el hombro su frágil perfil, con mimo de coqueta:
—¡Hasta mañana! Esta noche voy a leer las obras de los dos candidatos. Dolorcitas Chamorro, que estaba en la rueda, se acachazó con popular remangue: —Te basta con que leas el epistolario del Rey Consorte.
Murmuró la Marquesa:
—¡Absurdo!
La Marquesa sorbía en la palma de la mano dos perlas de éter. El triunvirato de calvas y solideo, con protocolarias y obesas cortesanías, se demoraba en los áureos límites de la puerta, sobre la frontera de los dos salones. El Auditor inclinaba la borla verde. La Marquesa Carolina, avizorada con la presencia del eclesiástico, metía los ojos por las clandestinas penumbras, y con las plumas del abanico advertía el fin de los amartelados coloquios. El Auditor de la Rota, desplegado el vuelo de los hábitos talares, tendía las dos manos y estrechaba la diestra de Don Adelardo.
—¿Usted se eclipsa porque nosotros llegamos?
Declaró risueño el amado de las musas:
—Voy al Ateneo.
Y el Auditor, con entonado sarcasmo:
—La docta casa está, según cuentan, convertida en gallinero parlamentario. Intervino Don Pedro Navia, cortando un aparte con el Conde de Cardesic: —¡González Bravo no debía descender a esos centros de poetastros, ni presidir sus gorjeos, ni comprometer en una votación de estorninos el nombre y las simpatías del Rey Don Francisco!
El Marqués de Torre-Mellada se detuvo a escuchar. Vestía uniforme muy papagayo, con espadín, cruces y bandas: Asumió un aire misterioso:
—No estoy muy enterado del matiz que representa ese club. Cuando lo fundaron recibí alguna indicación para que, haciéndome socio, ayudase a su sostenimiento. ¡Es una cuota tan insignificante! Pero jamás lo he frecuentado, y sólo en raras ocasiones, como las lecturas de Mariano Roca o Juanito Pezuela...
La Marquesa Carolina, adivinadora, guiaba los rubios ojos de pájaro por su tertulia, y sutilmente se hacía dueña de todo cuanto las lenguas decían. El Marqués y Adolfito cerraban una curva para encontrarse. La Marquesa, invadida del frío neumónico del éter, presentía el diálogo.

IV

—Alea jacta est!
—¿Dónde?
—Ahora, en la Presidencia del Consejo.
—¿Y si rehusase la entrevista?
—¡Matabas tu porvenir político!
—¡No creo que por cambiar de vida se cambie de suerte!
—¡Déjate guiar!...
El Marqués, con una ondulación refitolera, de viejo intrigante, se llevaba de la tertulia al Barón de Bonifaz. Aún arrastraban la disputa cuando subían la desbaratada escalera del viejo caserón, llamado con oficial jactancia Palacio de la Presidencia. Un ujier mal despierto, cabeceando entre los alones de la levita galoneada, los introdujo en el humo habanero del despacho ministerial, cámara isabelina con damascos raídos y caobas de las Indias. Don Luis González Bravo, recluido tras la mesa ministerial — negro un lado de la cara y el otro con el reflejo verde del quinqué—, expurgaba de galicismos el preámbulo de un Decreto. El Ministro de la Gobernación vivía con el ojo de mochuelo aguzado sobre la herencia política del General Narváez: En el ínterin, ya lograba la Presidencia del Real Consejo: Caduco, craso, con arrugas en las sienes y la calavera monda, inscrita en el círculo verde, se aprontaba a jugar los hilos novelescos de una intriga para captar, en lazos de licencias, la voluntad de la Señora. Púnico de Gádex, agudo y amable, tendidas las manos con engañosa comedia, salió al encuentro de los visitantes: Tornado a la luz del quinqué, les brindó tabacos de una caja que tenía abierta sobre la mesa. El Ministro hablaba a golpes secos y nerviosos, con acentuado expurgo de su prosodia andaluza:
—A Torre-Mellada le agradezco esta buena ocasión. ¡Y qué lástima no haber sido una hora antes! ¡Acaba de visitarme el juez que ha instruido la sumaria por el suceso del desgraciado guardia Carballo!
El Marqués y Adolfito, con la mirada, se dieron mutua advertencia para no enredarse en aquella vuelta raposa. Sobrevino un silencio. El Marqués copiaba el aire triste de un pájaro dormido. El Barón, deferente y falso, alargaba las posibilidades de la sonrisa, disimulándose capcioso en una actitud de maniquí elegante. El Ministro, con acusada resolución, todo el tiempo le tenía fijos los ojos de caíd africano.
—Bonifaz, ¿le divierte a uste...

Índice

  1. La corte de los milagros
  2. Copyright
  3. LIBRO PRIMERO
  4. LIBRO SEGUNDO
  5. LIBRO TERCERO
  6. LIBRO CUARTO
  7. LIBRO QUINTO
  8. LIBRO SEXTO
  9. LIBRO SÉPTIMO
  10. LIBRO OCTAVO
  11. LIBRO NOVENO
  12. LIBRO DÉCIMO
  13. Sobre La corte de los milagros