Solos de Clarín
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Solos de Clarín

  1. 300 páginas
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Solos de Clarín

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Solos de Clarín es otras de las recopilaciones de artículos periodísticos de Leopoldo Alas, Clarín, publicados en los diferentes medios con los que colaboraba. En estos primeros artículos, en los que Leopoldo Alas empezaba a aficionarse al pseudónimo Clarín, destaca el tono de fina ironía y crítica social que siempre caracterizó al autor.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2020
ISBN
9788726550658
Categoría
Social Sciences
Categoría
Sociology

MAR SIN ORILLAS
(ECHEGARAY)

Digna es de elogio, cuando la fuerza acompaña, la empresa de ensanchar los límites en que nuestro teatro nacional, el más rico de los románticos, sin excepción del inglés, se va encerrando, más de cada vez, hasta amenazar ahogarse entre las cuatro paredes en que ingenios y críticos comineros pretenden aprisionarle: ¡a él!, ¡al teatro español, que hallando estrecho el mundo, inventaba regiones, idealizaba las conocidas, convertía los desiertos en reinos florecientes, exploraba las islas encantadas, trasponía mares y continentes, escalaba el cielo, llevaba a las almas seráficas las pasiones de los mortales, y a todos los climas, y a todas las razas, y a todas las clases, el ropaje de púrpura y oro que se llama el verso, jamás igualado, de Calderón y Lope!
Por aquí pasaron escuelas mezquinas que quisieron cegar para siempre el manantial del oro, so pretexto de que en él corrían fango y arenas. Pero fue en vano, sucumbieron los pseudo-clásicos; y como el venero quedaba, luego salió de la tierra, rompiendo por todo, la abundosa vena que vino a enriquecer el ingenio de nuestros románticos de este siglo.
No cabe comparar la riqueza antigua, que fue como la que nos vino de Indias, fabulosa, con la producida por nuestros poetas contemporáneos, no obstante su valentía, cohibida por convenciones que, a su pesar, se imponían. Pasó aquel renacimiento también; volvió la reacción, y con ella, no ya la comedia moratiniana, que al fin algo valía, sino la imitación cobarde de un teatro extranjero, que introducía ideas y propósitos aquí mal comprendidos o tenidos por corruptores: este exceso, sin gracia y sin conciencia, sin oportunidad ni valentía, trajo aparejada la triaca para el veneno con la comedia que llamarían en otra parte burguesa, verdadera simonía del arte, porque pretende con el fin moral, que en vano se propone, ganar la admiración que sólo es propia, en este respecto, de la belleza. Autores, que no he de nombrar, escribieron en este sentido comedias que hoy aún echa de menos parte del público, la más sesuda, según fama, la más pudiente, disimulada, vividora y rica. Y esto venía siendo nuestro teatro en las últimas décadas: algunas veces, muy pocas, ingenios peregrinos, maestros en la composición, no de muy alto, mas de seguro vuelo, producían obras primorosas, que no rompían, aunque bien pudieran, el estrecho círculo señalado por cien preocupaciones de todos géneros a la escena española, ya esclava.
Admiraba el público en estas obras excepcionales, más que nada, el primor del artista, y no podía menos, al contemplar la comedia, de pensar en el autor y recrearse adivinando los procedimientos de exquisita habilidad empleados. Aparte de estas obras sin ejemplo, que se avenían con lo usual, y por pereza o por egoísmo no rompían con nada, seguía la lucha entre la invasión extranjera y la mezquina defensa de supuesta moralidad artística. Un autor era osado a traducir pensamientos que aquí parecían atrevidos y peligrosos, y no tardaba la musa timorata en ofrecer el contraste de un cuento azul puesto en redondillas y en tres actos sobre las tablas.
En un teatro así apareció el Sr. Echegaray ante un público dividido en revolucionarios, más o menos prudentes y sabios, y burgueses pacíficos, cuya idea del arte les hacía alabar, ante todo, la buena intención. Una crítica más impresionable que experimentada y estudiosa, saludó al vate de La esposa del vengador y En el puño de la espada como a un genio, como a un restaurador del teatro; y esa misma crítica tornadiza, como todo lo que es superficial, cuando pasó algún tiempo, y sin más que por esto, se cansó del teatro de Echegaray, y así como primero cantó alabanzas y habló de resurrecciones, sin saber lo que hacía, después vio culteranismo, amaneramiento, efectismo, falsedad, inverosimilitud en lo que era igual, punto por punto, a lo que primero enaltecía: cayó primero en el ditirambo, que no es crítica; vino después a la ceguera del insulto, y se inspiró en el despecho, y no quiso ver más que horrores donde el público, más consecuente, seguía viendo bellezas.
Es más fácil aplaudir sin tino y desechar y maldecir sin examen, que distinguir, aquilatar y analizar detenidamente lo que merece maduro juicio. Porque, podrá ser malo el teatro de Echegaray, pero es lo cierto que ya no tenemos otro. Es el ingenio que vive, que se manifiesta fecundo, original, valiente, que suscita tormentas; y la lucha es la vida, y acobardarle con repulsas absolutas (si tanto consiguieran los críticos) no es prudente, ni ésa la misión de la crítica.
Echegaray, hoy como el primer día de su gloriosa aparición en la escena española, es un fenómeno del teatro; merece estudio, lo exige detenido y exento de preocupaciones; la crítica se ha contentado con consagrarle conceptillos o antítesis cursis, gastadas y altisonantes, según el gusto de cada crítico. Todos reconocían que no se le podía aplicar el canon común a los poetas medianos que se estilan, y nadie buscaba ni busca otro canon. Se seguía el procedimiento, más propio de empleado de alfolí que de críticos, de pesar los defectos y las bellezas de sus dramas, y según se inclinaba de un lado o de otro la balanza (no siempre fiel), así se condenaba o se glorificaba la obra de Echegaray.
¡Qué crítica!
Adarme más o adarme menos, Echegaray es el mismo en Mar sin orillas que en La esposa del vengador, En el seno de la muerte y Locura o santidad. La calidad es la misma, y si la cantidad varía, descuéntese el quantum, pero no se niegue el ingenio, que es el mismo; y cuenta que en sostener que Echegaray es un monstruo de genio está comprometida la fama literaria de muchos críticos que hoy le desprecian.
No seguiré yo, en este humilde folletín en que expongo mis ideas sin pretensiones, no seguiré el ejemplo de los que estiman al peso, como papel viejo, el mérito de Echegaray. Me ha parecido ahora el mismo de siempre: es el autor a quien al principio aludía, el que ensancha, con fuerza para ello, los límites de nuestro teatro, el que nos saca de poetas enclenques, mojigatos y simoniacos, y de traductores o truchimanes vergonzantes; pero al hacer esto, hoy como el primer día, es imperfecto, desigual y precipitado en la concepción de la trama dramática, cuya semejanza a la de la vida es más necesaria condición escénica de lo que él se figura. Así, voy a considerar su última obra, y ruego al lector que no me pida estrecha cuenta de las páginas que empleo; necesito algunas, porque no se trata sólo de decir si Mar sin orillas es buen o mal drama, como perentoriamente resuelven los críticos, sino de examinar de paso varias cuestiones anejas al asunto y de importancia para el estudio de nuestra presente vida literaria.
Muchos dicen que el Sr. Echegaray ha creado en este drama algunas situaciones de primer orden —es la frase consagrada—; que tiene el tercer acto grandes pensamientos… pero nada más. Y después de decir esto, aseguran que en conjunto el drama es detestable.
Yo no entiendo de este modo la crítica. Si el drama es detestable no puede ser que contenga situaciones de primer orden: éstas no se improvisan en un drama, no pueden ser el fuego fatuo que brilla y se desvanece. Y, en efecto, en Mar sin orillas, las situaciones que parecen excelentes constituyen el drama; son lo esencial de él, por lo menos. Pocas veces ha concebido el Sr. Echegaray fábula en que la condición de la unidad se satisfaga como en esta interesante, original y fecunda invención de su último drama. Mientras la acción, la verdadera acción es rápida, sencilla y enérgica, rica en intensidad dramática, por el contrario, el desarrollo escénico es lánguido (después de hecha la exposición), está erizado de episodios que nada tienen de característicos, que no ayudan a fijar la atención y a comprender y estimar el asunto principal; episodios de narración, si bella en el lenguaje, inoportuna y sin arte en el desempeño. Y por desgracia hace esto el autor precisamente en un segundo acto que sigue a un reto valentísimo dirigido a la parte filistea del público.
Parece que hay contradicción en decir que hay unidad en la acción, y que el drama está plagado de episodios inoportunos y desmañados; pero es lo cierto: la unidad de la composición no es la unidad de la acción; en la composición no hay unidad; no todo lo que hay en el drama es parte integrante, por eso no hay unidad de composición; por eso el público juzga malos el segundo acto y las primeras escenas del primero; pero la bondad del tercero no consiste en un arranque inesperado de ingenio, sino que es la consecuencia natural del plan, de los caracteres y del conflicto creado. Hay en Mar sin orillas como eclipses de la acción, que desorientan a muchos espectadores; pero el atento, no sin lamentar este notable defecto de composición, admira la belleza de la fábula, que es de gran fuerza dramática; enérgica por el interés del conflicto, el vigor y entereza de los caracteres, y aún por la sencillez de su contenido. Desde el momento en que Leonardo vuelve del Palmar adquiere el drama una grandeza pocas veces igualada en nuestro teatro; ya no hay estorbos ni dilaciones; la tremenda lucha aparece; las almas se trasparentan; todo se agiganta… sólo al final vuelve la morosidad a enfriar un tanto la situación culminante: el efecto teatral pierde en intensidad algo por falta de arte escénico; pero es claro que la principal belleza no se desvanece por esto, y quédale al espectador profunda impresión, y admira, si es sincero, concepción tan original y rica en interés, expresada, en lo esencial, con acierto que sólo altísimo ingenio alcanza.
Para los lectores que no hayan visto Mar sin orillas (que de todos modos no han de poder juzgar bien el asunto) expondré con alguna extensión el argumento de la fábula, para que después comprendan bien las observaciones que haga.
Viven en Barcelona los marqueses de Castro, y en su compañía Leonardo de Aguilar, hijo del primer matrimonio de la marquesa. No tuvo ésta a las tocas de viuda el respeto que según Leonardo debiera, y no hay paz en la casa; porque aunque el mundo y Dios tengan por bueno lo que la marquesa hizo con casarse otra vez, sin guardar lutos, no lo estima así el de Aguilar, joven austero, que no sabe de otros amores que los que ofrece un hogar puro, donde el esposo es padre, y la madre siempre fiel, en vida y muerte.
Según el mozo indica, hubo liviandad en la marquesa, asechanzas y malos consejos en el marqués, y con todo esto y la paz perdida llega el momento en que Leonardo deja la casa en que nació, cuna de sus recuerdos queridos; pero también de sus penas. Solemne es la escena de la despedida, acompaña el padrastro al entenado hasta la puerta, y en las pocas palabras que se dicen se comprende la situación que les arrastra a aquel extremo. Baja la madre también al zaguán para impedir que el rencor estalle, insiste en que el hijo vuelva al hogar, pero Leonardo no cede. Solo queda en la calle, en medio de la noche, y en el retablo de una imagen de María reclina la frente, sin fuerzas para ir más lejos; triste con la tristeza de Hamlet, pero sin planes de venganza: nada más que desolado.
Camilo es un hermano de Leonardo, que ya en vida del padre de los dos tuvo que dejar su casa, porque sus escandalosas hazañas de libertino le obligaron a este destierro: Camilo vuelve, no corregido, pero ansioso de ver a su madre, y a la verdad, más ansioso de gozar la hermosura de Leonor, pobre huérfana a quien una dueña vende por un puñado de oro, sin que la inocencia virginal permita a la víctima ver el engaño hasta tocar sus efectos.
Con joyas, rico traje y halagada por los interesados libertinos que solicitan sus favores, llega Leonor hasta la puerta de la que ella cree morada del corregidor, que ha de entregarla una fortuna que se le debe; mas al sentir la realidad, al comprender que se trata de un engaño, que se la lleva a un abismo cuyos horrores ella no conoce, pero que instintivamente rechaza, huye despavorida mientras puede y cae a los pies de la marquesa de Castro que por azar atraviesa la plazuela. Vencido el primer impulso de piedad la arrogante dama, instigada por su esposo, rechaza a la pobre víctima, de cuya culpa y perdición no la dejan dudar las apariencias: ya sin amparo, Leonor se ve arrastrada hasta el portal de la vivienda infame; un supremo esfuerzo la salva, huye y cae desvanecida fuera de los umbrales; entre ella y sus perseguidores se coloca Camilo que, por salvarla, estaba en acecho.
Si en el primer momento del peligro tiene Leonor un refugio en la casa de un judío, luego se ve sola en la calle, sin guía, sin luz y sin más asilo que aquel pobre altar de la Virgen, donde se postra, ya las fuerzas agotadas.
Leonardo, sin hogar, lleno de recuerdos tristes, vaga por Barcelona, y sin quererlo, vuelve bajo los muros de su señorial morada: pasará la noche al raso, ¿qué le importa? Aquella noche, en que pierde una madre y un hogar, no es para dormida. Divisa un bulto sobre el retablo: ¿quién será el desamparado? Dejarle será mejor.
Bien duerme si está dormido;
bien descansa si está muerto
Pasa Leonardo junto a Leonor: ¡Una mujer! ¡Una dama! Descúbrela el rostro, y… todo cambia de repente: la noche es día; el corazón se llena; ya hay motivo para vivir; en aquel alma austera, noble, fiel al cariño hasta después de la muerte, nace el amor y nace como el amor ha de ser en espíritus de ese temple. Leonor ya tiene quien la proteja; Leonardo ya tiene a quien amar. ¡Eran dos desamparados, dos aves sin nido, expuestos al rigor de la intemperie; para darse calor se juntan sus corazones; ya son dos contra las borrascas del mundo! — ¿Quién sois? —exclama Leonor al ver al primer ser humano compasivo en aquella terrible noche, para ella toda misterios, pero misterios de horror. El galán sólo contesta:
Soy Leonardo de Aguilar.
Éste es el primer cuadro cuyas bellezas no necesitará el lector que yo le señale con el dedo; bellezas que están esmaltadas con una dicción poética correcta, numerosa (en este concepto lo mejor que ha escrito Echegaray) sin ampulosos adornos de tropos, antítesis ni conceptos, tierna o enérgica, según la ocasión, siempre brillante y galana.
El contraste de Leonardo que vaga sólo con sus penas, y los libertinos que a costa de tanta infamia quieren el placer; la nobleza que en Camilo estalla al poner a prueba sus sentimientos de hidalgo; la ciega desventura de Leonor, que huye de peligros, que ni sabe cómo se llaman, y la unión por el amor de los dos huérfanos, pues huérfano viene a ser Leonardo, y por eso gime, son elementos que hacen de esta jornada una exposición de gran interés y de belleza en la forma; contribuyendo no poco el efecto, la rapidez de la acción, que hasta aquí por ningún concepto peca.
A una torre del señorío de Aguilar, junto a la playa, bañada por las olas, lleva Leonardo a su amada, que es su protegida, y allí, con deudos por testigos, la hace su esposa. Leonor también ama a Leonardo, que no es mengua del amor comenzar por ser agradecido. Pero Leonardo tiene la curiosidad impertinente de los enamorados sin experiencia, y en un diálogo que bien pudiera compararse al de Inés y D. Juan Tenorio (que muchos necios no creen muy bello) procura el joven Aguilar penetrar los pensamientos de aquella niña que nada sabe del mundo, que sólo sabe de su amor. ¡Oh empedernidos burgraves de la respetable crítica, que pasasteis en silencio, como despreciándolo, este episodio delicadísimo, que enternece y encanta; o no tenéis corazón o será de bronce o peña!
Quiero saber cómo me quieres, dice Leonardo, y Leonor responde:
—Pues pregunta.
—Pues contesta,
niña de la frente honesta
y del cándido mirar…
Y resulta del interrogatorio, como diría Revilla, que Leonor amaría a Leonardo aun si el amor de éste fuera capricho, aunque fuera liviandad, aunque de la inocente virgen quisiese hacer una manceba…
—Si tal fuese,
¿Me amarías?
—¡Te amaría!
exclama Leonor después de luchar en silencio; pero diciendo al fin la verdad, que es lo único que sabe decir. Por un momento, y como anuncio de la tormenta que ha de estallar, se muestra en Leonardo aquel sentimiento de la honra tan alambicado y retorcido en siglos anteriores; pero el amor disipa aquella nube de metafísica caballeresca.
Leonor es al fin esposa de Leonardo.
Avisados los marqueses de Castro por Sanabria, antiguo servidor de la casa, acuden a la torre del Palmar para impedir, si es tiempo, el enlace que Leonardo proyecta; no saben quién es la esposa; pero bástales sospechar que no es noble y saber que es desconocida, para oponerse. Cuando llegan, Leonardo, esposo ya de Leonor, está ausente del castillo, ha ido a combatir a los piratas argelinos, que han entrado a saco el Palmar, llevando consigo la muerte y el incendio.
Escena patética es aquélla en que Leonor, que nada teme, porque todo lo ignora, se postra a las plantas de la marquesa. — ¡Otra vez te he visto!— exclama la marquesa espantada. — ¡Y yo a vos!— responde la virgen esposa. —Fue en una noche horrible. — ¡Sí, horrible!… Luego la deshonra es cierta, Leonardo ha elevado a sí a una meretriz, por lo menos a una mujer a quien se la vio salir de una mancebía. Muchos han considerado excesivo el rigor de todos aquellos personajes conjurados para arrancar de cualquier modo a Leonor de la torre a que ha de volver Leonardo. Preciso es para tal extrañeza olvidar el concepto de la honra en aquellos tiempos, en que los sentimientos más humanos estaban como atrofiados por la influencia de tantas preocupaciones. Una ramera, o, en fin, una mujer deshonrada se ha introducido en la familia; es la esposa del heredero de Aguilar… ¡imposible!, hay que impedirlo a toda costa. ¡Cosa más natural!
No se habían inventado entonces las Margaritas Gautier, ni el público estaba encariñado con Marion Delorme, ni Nana había venido al mundo. El marqués decide entregar aquella presa a los piratas que tienen prisioneros; vuélvanse con aquel botín que será buen regalo para el harem. El final del segundo acto, deslucido por la escasa habilidad que el diálogo revela en parte, y en parte por la representación muy defectuosa en el conjunto, sería sin tales inconvenientes de buen efecto. Leonor se ve otra vez arrebatada por hombres desconocidos al abismo; sabe que no es culpable y siente que lleva consigo un estigma, talismán de desgracia, cuya virtud maléfica conoce sólo por los efectos. Los piratas se arrojan sobre la presa; pero uno de ellos es Camilo, que la salvó una vez y promete volver a salvarla; sin embargo, sus generosos impulsos se contienen, por el pronto, al oír a la mísera Leonor exclamar: ¡Leonardo mío!
Este segundo acto, aparte de las bellezas episódicas que he señalado, bellezas que sirven para determinar más y mejor los caracteres principales, es el más débil del drama, porque las escenas de transición, aquéllas en que el autor desarrolla la trama de su fábula, pero sin que la acción, como manifestación de los caracteres, tenga interés dramático, son de escaso efecto, mal preparadas, diluidas en inútiles narraciones y descripciones excesivas.
Los personajes secundarios, que ningún relieve tienen en esta obra, no están ligados a la acción principal con vigorosos lazos: ocupan casi siempre la escena; hablan demasiado, y con esto es imposible que el interés no decaiga. Y continúa decayendo al comenzar el acto tercero, merced a la cháchara molesta y cada vez más inoportuna de aquella hija de Sanabria, que todas las ocasiones las encuentra buenas para disertar y narrar lo que fuera mejor que el público supiera de otro modo menos rudimentario en el arte escénico.
El teatro representa un pabellón de la planta baja de la torre; el mar se divisa en el fondo, casi al nivel del terreno.
Leonardo, ya de noche, vuelve de vencer al pirata, cuyo bajel hun...

Índice

  1. Cover
  2. Solos de Clarín
  3. Copyright
  4. PREFACIO A MANERA DE SINFONÍA
  5. LA CRÍTICA Y LOS CRÍTICOS A JERÓNIMO
  6. AMADOR DE LOS RÍOS
  7. MARCELINO MENENDEZ PELAYO (CARTAS A UN ESTUDIANTE)
  8. TAMAYO
  9. DEL TEATRO
  10. EL LIBRE EXAMEN Y NUESTRA LITERATURA PRESENTE
  11. CAVILACIONES
  12. CASTELAR (RECUERDOS DE ITALIA.-SEGUNDA PARTE)
  13. CONSUELO (AYALA)
  14. EL NUDO GORDIANO (SELLÉS)
  15. MAR SIN ORILLAS (ECHEGARAY)
  16. LA MOSCA SABIA
  17. LA OPINIÓN PÚBLICA (CANO)
  18. THEUDIS (SANCHEZ DE CASTRO)
  19. EL FRONTERO DE BAEZA (RETES Y ECHEVARRÍA)
  20. EL CASINO (CAVESTANY)
  21. SOLEDAD (BLASCO)
  22. SOBRE QUIÉN VIENE EL CASTIGO (CAVESTANY)
  23. EL DOCTOR PÉRTINAX
  24. LA FAMILIA DE LEÓN ROCH (PÉREZ GALDÓS)
  25. EL NIÑO DE LA BOLA (ALARCÓN)
  26. EL BUEY SUELTO… (PEREDA)
  27. UN PRÓLOGO DE VALERA
  28. PEQUEÑOS POEMAS (CAMPOAMOR)
  29. MARIANELLA (PÉREZ GALDÓS)
  30. DE LA COMISIÓN…
  31. EL TREN DIRECTO (MUNILLA)
  32. EL COMENDADOR MENDOZA (VALERA)
  33. TENTATIVAS DRAMÁTICAS (VALERA)
  34. DOÑA LUZ (VALERA)
  35. LA FAMILIA DE LEÓN ROCH SEGUNDA PARTE (PÉREZ GALDÓS)
  36. DE TAL PALO TAL ASTILLA (PEREDA)
  37. DE BURGUESA A CORTESANA
  38. DON GONZALO GONZÁLEZ DE LA GONZALERA (PEREDA)
  39. GLORIA PRIMERA PARTE (PÉREZ GALDÓS)
  40. UN LUNÁTICO
  41. EL DIABLO EN SEMANA SANTA
  42. Sobre Solos de Clarín