Ana Karenina
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Ana Karenina

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Ana Karenina

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Información del libro

Ana Karenina es la obra más ambiciosa y de mayor trascendencia de Tolstoi. Cuenta la historia de dos amores que se desarrollan en paralelo. Ana, mujer de alta sociedad enamorada del joven oficial Vronsky, adandona a su esposo y su hijo para seguir a su amante. A su vez, la hermana de Ana se casa con un noble terrateniente para vivir dichosos en el campo, y refleja la visión de la sociedad urbana como símbolo de los vicios y el pecado, en oposición a la vida sana de la naturaleza y del campo.Ana Karenina se ve abocada a un trágico final como resultado de un conflicto tanto psicológico como social. La culpa, la compasión, la redención, el rechazo social y el trastorno interno son todos temas en los que Tolstoi ahonda de manera magistral, a la vez que plantea una crítica hacia la aristocracia en declive, su falta de valores y la cruel hipocresía imperante.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2020
ISBN
9788726521252
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

SEGUNDA PARTE

I

A últimos de invierno, los Scherbazky tuvieron en su casa consulta de médicos, ya que la salud de Kitty inspiraba temores. Se sentía débil y con la proximidad de la primavera su salud no hizo más que empeorar. El médico de la familia le recetó aceite de hígado de bacalao, hierro más adelante y, al fin, nitrato de plata. Pero como ninguno de aquellos remedios dio buen resultado, el médico terminó aconsejando un viaje al extranjero.
En vista de ello, la familia resolvió llamar a un médico muy reputado. Éste, hombre joven aún y de buena presencia, exigió el examen detallado de la enferma. Insistió con una complacencia especial en que el pudor de las doncellas era una reminiscencia bárbara, y que no había nada más natural que el que un hombre aunque fuera joven auscultara a una muchacha a medio vestir.
Él estaba acostumbrado a hacerlo cada día y como no experimentaba, por tanto, emoción alguna, consideraba el pudor femenil no sólo como un resto de barbarie, sino también como una ofensa personal.
Fue preciso someterse, porque, aunque todos los médicos hubiesen seguido igual número de cursos, estudiado los mismos libros y hubiesen, por consiguiente, practicado la misma ciencia, no se sabe por qué razones, y a pesar de que algunos calificaron a aquel doctor de persona no muy recomendable, se resolvió que sólo él podía salvar a Kitty.
Después de un atento examen de la enferma, confusa y aturdida, el célebre médico se lavó escrupulosamente las manos y salió al salón, donde le esperaba el Príncipe, quien le escuchó tosiendo y con aire grave. El Príncipe, como hombre ya de edad, que no era necio y no había estado nunca enfermo, no creía en la medicina y se sentía irritado ante aquella comedia, ya que era quizá el único que adivinaba la causa de la enfermedad de Kitty.
«Este admirable charlatán sería capaz hasta de espantar la caza» , pensaba, expresando con aquellos términos de viejo cazador su opinión sobre el diagnóstico del médico.
Por su parte, el doctor disimulaba con dificultad su desdén hacia el viejo aristócrata. Siendo la Princesa la verdadera dueña de la casa, apenas se dignaba dirigirle a él la palabra, y sólo ante ella se proponía derramar las perlas de sus conocimientos.
La Princesa compareció en breve, seguida por el médico de la familia, y el Príncipe se alejó para no exteriorizar lo que pensaba de toda aquella farsa.
La Princesa, desconcertada, sintiéndose ahora culpable con respecto a Kitty, no sabía qué hacer.
–Bueno, doctor, decida nuestra suerte: digánoslo todo.
Iba a añadir «¿Hay esperanzas?» , pero sus labios temblaron y no llegó a formular la pregunta. Limitóse a decir:
–¿Así, doctor, que...?
–Primero, Princesa, voy a hablar con mi colega y luego tendré el honor de manifestarle mi opinión.
–¿Debo entonces dejarles solos?
–Como usted guste...
La Princesa salió, exhalando un suspiro.
Al quedar solos los dos profesionales, el médico de familia comenzó tímidamente a exponer su criterio de que se trataba de un proceso de tuberculosis incipiente, pero que...
El médico célebre le escuchaba y en medio de su peroración consultó su voluminoso reloj de oro.
–Bien –dijo–. Pero...
El médico de familia calló respetuosamente en la mitad de su discurso.
–Como usted sabe –dijo la eminencia–, no podemos precisar cuándo comienza un proceso tuberculoso. Hasta que no existen cavernas no sabemos nada en concreto. Sólo caben suposiciones. Aquí existen síntomas: mala nutrición, nerviosismo, etc. La cuestión es ésta: admitido el proceso tuberculoso, ¿qué hacer para ayudar a la nutrición?
–Pero usted no ignora que en esto se suelen mezclar siempre causas de orden moral –se permitió observar el otro médico, con una sutil sonrisa.
–Ya, ya –contestó la celebridad médica, mirando otra vez su reloj–. Perdone: ¿sabe usted si el puente de Yausa está ya terminado o si hay que dar la vuelta todavía? ¿Está concluido ya? Entonces podré llegar en veinte minutos... Pues, como hemos dicho, se trata de mejorar la alimentación y calmar los nervios... Una cosa va ligada con la otra, y es preciso obrar en las dos direcciones de este círculo.
–¿Y un viaje al extranjero? –preguntó el médico de la casa.
–Soy enemigo de los viajes al extranjero. Si el proceso tuberculoso existe, lo que no podemos saber, el viaje nada remediaría. Hemos de emplear un remedio que aumente la nutrición sin perjudicar al organismo.
Y el médico afamado expuso un plan curativo a base de las aguas de Soden, plan cuyo mérito principal, a sus ojos, era evidentemente que las tales aguas no podían en modo alguno hacer ningún daño a la enferma.
–Yo alegaría en pro del viaje al extranjero el cambio de ambiente, el alejamiento de las condiciones que despiertan recuerdos... Además, su madre lo desea...
–En ese caso pueden ir. Esos charlatanes alemanes no le harán más que daño. Sería mejor que no les escuchara. Pero ya que lo quieren así, que vayan.
Volvió a mirar el reloj.
–Tengo que irme ya –dijo, dirigiéndose a la puerta.
El médico famoso, en atención a las conveniencias profesionales, dijo a la Princesa que había de examinar a Kitty una vez más.
–¡Examinarla otra vez! –exclamó la madre, consternada.
–Sólo unos detalles, Princesa.
–Bien; haga el favor de pasar..
Y la madre, acompañada por el médico, entró en el saloncito de Kitty.
Kitty, muy delgada, con las mejillas encendidas y un brillo peculiar en los ojos a causa de la vergüenza que había pasado momentos antes, estaba de pie en medio de la habitación.
Al entrar el médico se ruborizó todavía más y sus ojos se llenaron de lágrimas. Su enfermedad y la curación se le figuraban una cosa estúpida y hasta ridícula. La cura le parecía tan absurda como querer reconstruir un jarro roto reuniendo los trozos quebrados. Su corazón estaba desgarrado. ¿Cómo componerlo con píldoras y drogas?
Pero no se atrevía a contrariar a su madre, que se sentía, por otra parte, culpable con respecto a ella.
–Haga el favor de sentarse, Princesa –dijo el médico famoso.
Se sentó ante Kitty, sonriendo, y de nuevo, mientras le tomaba el pulso, comenzó a preguntarle las cosas más enojosas.
Kitty, al principio, le contestaba, pero, impaciente al fin, se levantó y le contestó irritada: –Perdone, doctor, mas todo esto no conduce a nada. Ésta es la tercera vez que me pregunta usted la misma cosa.
El médico célebre no se ofendió.
–Excitación nerviosa – –dijo a la madre de Kitty cuando ésta hubo salido–. De todos modos, ya había terminado.
Y el médico comenzó a explicar a la Princesa, como si se tratase de una mujer de inteligencia excepcional, el estado de su hija desde el punto de vista científico, y terminó insistiendo en que hiciese aquella cura de aguas, que, a su juicio, de nada había de servir.
Al preguntarle la Princesa si procedía ir al extranjero, el médico se sumió en profundas reflexiones, como meditando sobre un problema muy difícil, y después de pensarlo mucho termino aconsejando que se hiciera el viaje. Puso, no obstante, por condición que no se hiciese caso de los charlatanes de allí y que se le consultara a él para todo.
Cuando el médico se hubo ido se sintieron todos aliviados, como si hubiese sucedido allí algún feliz acontecimiento. La madre volvió a la habitación de Kitty radiante de alegría y Kitty fingió estar contenta también. Ahora se veía con frecuencia obligada a disimular sus verdaderos sentimientos.
–Es verdad, mamá, estoy muy bien. Pero si usted cree conveniente que vayamos al extranjero, podemos ir –le dijo, y, para demostrar el interés que despertaba en ella aquel viaje, comenzó a hablar de los preparativos.

II

Después de marchar el médico, llegó Dolly. Sabía que se celebraba aquel día consulta de médicos y, a pesar de que hacía poco que se había levantado de la cama después de su último parto (a finales de invierno había dado a luz a una niña), dejando a la recién nacida y a otra de sus hijas que se hallaba enferma, acudió a interesarse por la salud de Kitty.
–Os veo muy alegres a todos – –dijo al entrar en el salón, sin quitarse el sombrero–. ¿Es que está mejor?
Trataron de referirle lo que dijera el médico, pero resultó que, aunque éste había hablado muy bien durante largo rato, eran incapaces de explicar con claridad lo que había dicho. Lo único interesante era que se había resuelto ir al extranjero.
Dolly no pudo reprimir un suspiro. Su mejor amiga, su hermana, se marchaba. Y su propia vida no era nada alegre. Después de la reconciliación, sus relaciones con su marido se habían convertido en humillantes para ella. La soldadura hecha por Ana resultó de escasa consistencia y la felicidad conyugal volvió a romperse por el mismo sitio.
No había nada en concreto, pero Esteban Arkadievich no estaba casi nunca en casa, faltaba siempre el dinero para las atenciones del hogar y las sospechas de las infidelidades de su marido atormentaban a Dolly continuamente, aunque procuraba eludirlas para no caer otra vez en el sufrimiento de los celos. La primera explosión de celos no podía volverse a producir, y ni siquiera el descubrimiento de la infidelidad de su marido habría ya de despertar en ella el dolor de la primera vez.
Semejante descubrimiento sólo le habría impedido atender sus obligaciones familiares; pero prefería dejarse engañar, despreciándole y despreciándose a sí misma por su debilidad. Además, las preocupaciones propias de una casa habitada por una numerosa familia ocupaban todo su tiempo: ya se trataba de que la pequeña no podía lactar bien, ya que de que la niñera se iba, ya, como en la presente ocasión, de que caía enfermo uno de los niños.
–¿Cómo estáis en tu casa? –preguntó la Princesa a Dolly.
–También nosotros tenemos muchas penas, mamá... Ahora está enferma Lilí, y temo que sea la escarlatina. Sólo he salido para preguntar por Kitty. Por eso he venido en seguida, porque si es escarlatina –¡Dios nos libre!–, quién sabe cuándo podré venir.
Después de marchar el médico, el Príncipe había salido de su despacho y, tras ofrecer la mejilla a Dolly para que se la besase, se dirigió a su mujer:
–¿Qué habéis decidido? ¿Ir al extranjero? ¿Y qué pensáis hacer conmigo?
–Creo que debes quedarte, Alejandro – respondió su esposa.
–Como queráis.
–Mamá, ¿y por qué no ha de venir papá con nosotras? –preguntó Kitty–. Estaríamos todos mejor.
El Príncipe se levantó y acarició los cabellos de Kitty. Ella alzó el rostro y le miró esforzándose en aparecer sonriente.
Le parecía a Kitty que nadie de la familia la comprendía tan bien como su padre, a pesar de lo poco que hablaba con ella. Por ser la menor de sus hijas, era ella la predilecta del Príncipe y Kitty pensaba que su mismo amor le hacía penetrar más en sus sentimientos.
Cuando su mirada encontró los ojos azules y bondadosos del Príncipe, que la consideraba atentamente, le pareció que aquella mirada la penetraba, descubriendo toda la tristeza que había en su interior.
Kitty se irguió, ruborizándose, y se adelantó hacia su padre esperando que la besara. Pero él se limitó a acariciar sus cabellos diciendo: –¡Esos estúpidos postizos! Uno no puede ni acariciar a su propia hija. Hay que contentarse con pasar la mano por los cabellos de alguna señora difunta... ¿Qué hace tu «triunfador», Dolliñka? –preguntó a su hija mayor.
–Nada, papa –contestó ella, comprendiendo que se refería a su marido. Y agregó, con sonrisa irónica–: Está siempre fuera de casa. No le veo apenas.
–¿Todavía no ha ido a la finca a vender la madera?
–No... Siempre está preparándose para ir.. –Ya. ¡Preparándose para ir! ¡Habré yo también de hacer lo mismo! ¡Muy bien! –dijo dirigiéndose a su mujer, mientras se sentaba–. ¿Sabes lo que tienes que hacer, Kitty? –agregó, hablando a su hija menor–. Pues cualquier día en que luzca un buen sol te levantas diciendo: «Me siento completamente sana y alegre y voy a salir de paseo con papa, tempranito de mañana y a respirar el aire fresco». ¿Qué te parece?
Lo que había dicho su padre parecía muy sencillo, pero Kitty, al oírle, se turbó como un criminal cogido in fraganti.
«Sí: él lo sabe todo, lo comprende todo, y con esas palabras quiere decirme que, aunque lo pasado sea vergonzoso, hay que sobrevivir a la vergüenza.»
Pero no tuvo fuerzas para contestar. Iba a decir algo y, de pronto, estalló en sollozos y salió corriendo de la habitación.
–¿Ves el resultado de tus bromas? –dijo la Princesa, enfadada–. Siempre serás el mismo... –añadió, y le espetó un di...

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  1. Ana Karenina
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  5. TERCERA PARTE
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  8. SEXTA PARTE
  9. SÉPTIMA PARTE
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