Un voluntario realista
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Un voluntario realista

  1. 60 páginas
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Un voluntario realista

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Información del libro

Los Episodios Nacionales es una serie de novelas de Benito Pérez Galdós. Novelizan la historia de España desde 1805 hasta 1880, incluyendo todos los acontecimientos relevantes del S.XIX en España y separándolos por capítulos, desde la Guerra de la Independencia a la Restauración Borbónica, mezclando personajes reales con ficticios en una monumental obra de la literatura española. Un voluntario realista es el octavo volumen de la segunda serie.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726485141
Categoría
Literatura

- XVII -

Conviene apartar los ojos por ahora de los sustos y congojas de aquella noble mujer, sometida por el pícaro Enemigo Malo a duras pruebas, para fijarlos en los pasos cada vez más errados y torpes, del infelicísimo voluntario realista, el cual parecía no ya sometido a pruebas o escrúpulos, sino arrastrado al mismo infierno por Satanás, atizador infame —169→ de las humanas pasiones y perturbador de aquellas almas que encuentra organizadas con alientos grandes, mas sin el sostén de un sentido moral muy puro.
Por noticias de muy fiel origen sabemos que Tilín, luego que salió de la celda de Sor Teodora de Aransis, dejando a esta sin habla ni sentido, montó a horcajadas sobre el barandal de madera, y sin esfuerzo alguno, inclinándose de un lado, puso el pie en los palos horizontales del emparrado. No era preciso ser gran equilibrista para andar por allí, a causa de la robustez de los maderos. Andando a gatas y cuidando de evitar los huecos ocultos por el follaje, se podía recorrer aquel camino aéreo, especie de puente echado desde la galería hasta el palomar que estaba en el mismo borde de la tapia, punto donde acababa el convento y empezaba el mundo. El palomar tenía un reborde por el cual se podía andar fácilmente agarrándose a los ladrillos de las frágiles paredes que lo formaban; pero al llegar a la tapia, que en aquel sitio formaba un ángulo entrante casi recto, cesaba todo camino y era preciso volar para salir del convento. La pared era en lo exterior lisa, perfectamente vertical, y su altura de doce varas hacía ilusoria toda tentativa de escalamiento para entrar o de salto para salir. Tilín miró —170→ hacia abajo y vio que todo era tinieblas en el callejón oscuro formado por las tapias de San Salomó y las murallas de la ciudad. Parecía aquello un abismo sin fondo, propio para que un desesperado arrojase en él la enojosísima carga de la vida.
Pero no era ésta la intención del joven realista. Ya sabía él por dónde andaba. En lo alto de la tapia y asegurado entre los ladrillos del ángulo que esta formaba con la pared del palomar, había un fortísimo clavo, del cual pendía hacia fuera una soga. La hábil colocación de esta y la firmeza del hierro que la sostenía indicaban no ser aquel un trabajo del momento improvisado por la pasión o el capricho, sino más bien obra de premeditación hecha con estudio y en sazón oportuna. El lector, si tiene memoria, comprenderá cuándo fue hecha esta obra. Tilín confió su cuerpo a la cuerda y echose fuera descendiendo lentamente con los puños, y al llegar a distancia como de tres varas del suelo buscó con el pie un objeto en la superficie de la pared. Hallado al fin aquel objeto que era un segundo clavo tan sólido como el de arriba y apoyando en él su pie, dejó la cuerda, agarrose con los acerados dedos a los huequecitos de los ladrillos y desde allí se arrojó al suelo.
En el momento de caer, una voz sonó a su —171→ lado, y manos nada blandas le tocaron los hombros. La voz dijo riendo:
-Date preso, seductor de monjas.
-¡Quién va! -gritó Tilín desasiéndose de aquellas manos y arremetiendo a su descubridor con amenazadores puños.
-Alto, alto, señor Tilín -dijo este agarrotando las muñecas del sacristán con mano vigorosa-. Soy amigo. No tema usted nada de un pobre prisionero. Jamás he sido protector de monjas, y si lo fuera, callaría este caso, porque tampoco soy delator...
-¿Quién es usted?
-¿Tan desfigurado estoy que no me conoce? -dijo acercando su rostro al de Pepet.
-¡Ah! es el Sr. Servet si no me engaño.
-El mismo, y si por carácter no fuera discreto seríalo ahora por tratarse de un hombre a quien eternamente debo gratitud por la libertad que me ha dado.
-El demonio cargue con usted y con su gratitud -replicó Tilín, cuyo enojo no podía aplacarse con las corteses manifestaciones del que en tan mala ocasión le había sorprendido.
-Y con el mal humor de usted -añadió el llamado Servet-. En ninguna parte está mejor un secreto que en el pecho de un hombre agradecido. Si en vez de ser yo quien pasaba —172→ por aquí hubiera sido otro, el Sr. Tilín habría tenido un disgusto. Mañana sabría toda la ciudad que las monjas de San Salomó...
-¡Por las patas y el rabo de Satanás! -gritó Tilín con ira- que si usted habla mal de las señoras o las ultraja, aquí mismo le arranco el corazón. Tengo ganas de matar a alguien.
-Hombre, ¡qué capricho!... Pues a mí me pasa lo mismo -dijo Servet flemáticamente-. Aquí tengo dos pistolas y un cuchillo de monte que me ha dado el señor de Guimaraens.
-Pues vamos -gritó Tilín como un insensato dando algunos pasos hacia la puerta del Travesat.
-¿A dónde?
-A matarnos.
Si la noche hubiera estado clara se habría visto en los ojos de Pepet Armengol el brillo siniestro de la locura.
-Eso debe meditarse antes -dijo el caballero D. Jaime con gravedad no exenta de burla-. Mi vida actual no es precisamente de las que merecen el nombre de deliciosas; pero ¡qué demonio! es preciso llevarla a cuestas y la llevaremos; no faltará un cabecilla que nos alivie de ese peso.
-¡Déjeme usted... déjeme usted solo! -exclamó Tilín apoyando su cuerpo en la muralla — 173→ de la ciudad y hundiendo la barba en el pecho.
-Pues adiós, adiós. Nunca me ha gustado ser importuno.
El caballero dio algunos pasos para alejarse. Con violento ademán se abalanzó Tilín hacia él y deteniéndole por un brazo, acercó el martilludo puño a su rostro y le dijo:
-Si usted deja escapar una palabra, una palabra sola que ofenda la honra, la fama y la santidad de las señoras de San Salomó, encomiéndese usted a Dios. ¿Está entendido?
-Entendido. Yo no he visto nada. Puede volver a subir si gusta.
-No subiré más, no. No subiré más -bramó el voluntario moviendo la cabeza con desesperación-. Y si subo o no subo, a usted poco le importa. Las madres de San Salomó son honradas. No hay ninguna que no lo sea. Yo soy el criminal, ellas no.
Servet encogió los hombros y volvió a retirarse.
-No, no se vaya usted -dijo Tilín deteniéndole primero y siguiéndole después.
-Pronto cambiamos de parecer, amigo.
-Yo no tengo amigos. ¡Ay! si tuviera alguno le pediría un consejo.
-Pues cuente usted que yo soy ese amigo y ábrame su corazón.
—174→
-No, no, no. Mi corazón no se abre, no se puede abrir, está ya soldado con plomo derretido.
-¡Qué exaltación, señor Tilín! Vámonos de aquí. Entraremos en la taberna de Mogarull o de Guasp, y beberemos un poco para que al buen guerrillero se le despeje la cabeza.
Tilín se dejó llevar como un idiota.
-Yo siento haber sorprendido un secreto tan delicado como el que acaba de descubrirme la casualidad -añadió el caballero mientras se internaban en la ciudad-. Pero no es culpa mía sino de la Providencia. Yo entré por la puerta del Travesat. Venía de casa del señor de Guimaraens que, entre paréntesis, si debe a usted la libertad, no puede olvidar que le debe también la prisión, y aguarda una coyuntura para desollarle vivo. Mi Sr. D. Pedro, luego que salimos de la cárcel me llevó a su casa, diome de comer y de vestir, obsequiándome con tanta finura que no sé cómo pagarle. Todo cuanto he necesitado lo ha puesto a mi disposición menos una cosa que me hace suma falta; un caballo, un caballo, señor Tilín, que me lleve a la frontera antes que estos benditos apostólicos vuelvan a prenderme.
-¡Un caballo! -repitió maquinalmente Tilín sin atender a la narración de Servet.
-El Sr. de Guimaraens, que salió anteayer —175→ para Cervera a ponerse a las órdenes del conde de España... ¿no sabe usted que tenemos encima las tropas reales?... se despidió de mí con grandísima pena y me dijo: «Querido Servet, siento no poder darte un caballo; pero te ofrezco mi tartana, que es la mejor pieza que rueda en Cataluña». ¡Donoso regalo! Heme aquí, Tilín amigo, dueño de un coche que de nada me sirve y que daría por la pezuña de un caballo.
-¿Un coche? -dijo Tilín vivamente con muestras de gran interés.
-Sí, esa preciosa alhaja la tengo en una cabaña que está a cien varas de la puerta del Travesat. Esta tarde he traído mi vehículo gallardamente tirado por un asno, sobre cuyos lomos he roto medio fresno sin conseguir hacerle salir de un pasillo morigerado y tímido que me quemaba la sangre. Mi ánimo es buscar un caballo en Solsona, empresa difícil porque carezco de amistades en esta generosa ciudad de mis entrañas. Pero confío en Dios, que ya me ha dado pruebas de su protección deparándome un amigo al dar mi primer paso dentro de estos benditos muros... ¿Benditos dije?... ¡si yo os viera hechos polvo juntamente con toda la caterva apostólica!... En suma, señor Tilín amigo, yo considero harto feliz nuestro encuentro, acaecido del modo más extraño. —176→ Entraba yo por la calle de los Codos, pensando en el coche que tengo y en el caballo que no tengo, cuando pareciome sentir ruido en lo alto de la tapia de San Salomó. Miré y no vi nada. Detúveme...
-No quiero que nombre usted a San Salomó.
-Detúveme y al fin vi un bulto que descendía por una cuerda.
-Basta.
-Era un hábil trabajo de volatinero que merecía verse, mayormente cuando se veía gratis. El bulto se desprendió arrojándose al suelo. Hay un clavo a la altura de la mano, señor Tilín. La idea es ingeniosa.
-Digo que basta.
-No se hable más del asunto. Lo principal es que realmente yo soy aquí el que cuelga, el que pende, no digo de una soga sino de un cabello, y bajo mis pies miro, no la deleitosa calle de los Codos, sino el insondable abismo de mi perdición.
-¿Necesita usted un caballo?...
-Sí; un caballo a quien confiar mi pobre persona para que la ponga en la frontera sana y salva.
Si estoy aquí un día más, señor guerrillero, me expongo a perder otra vez mi libertad. En el caso de que los señores apostólicos que hay en la ciudad y los que pronto —177→ vendrán fueran misericordiosos conmigo, ¿cuál sería mi suerte el día que entrase en Solsona el conde de España, vencedor y vengativo? Y ese día no está lejos, amigo Tilín; ya se han visto tropas del Rey a dos leguas de aquí. Guimaraens recibió anteayer órdenes fechadas en Cervera.
-¿Y teme usted al conde de España? ¿Pues no es usted espía de Calomarde?
-¡Espía yo!
-Entonces no hay duda de que es usted sectario y jacobino. Tenía razón Pixola.
-Tampoco soy jacobino.
-A mí no me importa que sea usted el mismo Lucifer, capitán del Infierno -dijo Tilín-. Nada me asusta. No tengo ya afición a ninguna causa política; todas me son indiferentes, mejor dicho, todas me interesan con tal que destruyan.
-¡Destruir!
-Sí, destruir. Dígame usted ¿no está la corte minada por los masones? ¿Es cierto, como aquí nos han dicho, que si los masones triunfan, destruirán todo, y no dejarán en pie nada de lo que hoy existe?
-Los masones no triunfarán.
-¿Qué bando hará tabla rasa de todo?
-El de ustedes si triunfara, pero tampoco triunfará.
—178→
-¿Y Calomarde pegará fuego a toda Cataluña?
-No lo creo; pero fusilará a todos los cabecillas que coja.
-Pregunto si pegará fuego a toda Cataluña.
-No lo sé.
-¿Y no demolerá las ciudades?
-Mucho es eso.
-Entonces ¿quién volverá el mundo del revés?
-Tampoco lo sé; pero de seguro habrá alguien que lo haga.
-¿Y quién lo hará?
-Uno que puede mucho.
-¿Es fuerte?
-Más fuerte que todos los tronos, que todos los partidos, que todos los hombres.
-¿Quién es?
-El tiempo.
-¡El tiempo! ¿dónde está ese tiempo que no viene?
-Ya vendrá.
-¡Oh! tarda.
-Es propio del tiempo tardar.
Tilín calló después profundamente. Seguían andando y de pronto detúvose el guerrillero y mirando al cielo con espantados ojos y haciendo un gesto convulsivo como si al mismo cielo amenazara, exclamó:
—179→
-¡Me aborrece!
-¿Quién?
-¡Necia pregunta! -dijo...

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