This is a test
- 589 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Barcelona y sus misterios. Tomo II
Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas
Información del libro
Continúa la obra maestra por excelencia del autor Antonio Altadill, una historia de venganzas y crímenes del pasado con ecos del mejor Dumas. Nuestro héroe, Diego Rocafort, ha sido encarcelado por un delito del que ha sido falsamente acusado. Sin embargo, un giro del destino le brindará la oportunidad de conseguir lo que más ansía: la venganza.-
Preguntas frecuentes
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Barcelona y sus misterios. Tomo II de Antonio Altadill en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Clásicos. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.
Información
Categoría
LiteraturaCategoría
ClásicosCAPÍTULO L
La sociedad de la Inocencia
Entre los malos medios de que se vale cierta gente para vivir á costa del prójimo, existía (tal vez existe hoy) en Barcelona una sociedad de fulleros y tahures que se titulaba de la Inocencia y tenía por objeto el explotar la credulidad y candidez de los infelices que caían en sus redes.
Los jóvenes de cierta posición cuya edad no les permitía aún abrir los ojos á la luz de la experiencia, merecían la preferente atención de la sociedad, más de una vez alguno de sus individuos había tendido á Sans un lazo de que Carlos pudo salvarse, merced á su misma distracción entre los amoríos y demás trapicheos que noche y día le ocupaban.
Esta sociedad había usurpado la denominación de una sumamente conocida, cuyas ramificaciones se extienden en toda Europa, y la cual conocerá el lector por el nombre de Masonería.
Despues de estos precedentes necesarios volvamos á Carlos.
Hemos dicho, al concluir el capítulo anterior, que á Carlos le ocurrió en su desesperación una idea.
Esta idea fué la de echarse en brazos de la sociedad.
Eran las doce de la noche, y la casa de juego que Sans frecuentaba debía de estar abierta todavía.
Carlos salió de la suya y se dirigió allí en busca de uno de sus compañeros de tapete verde.
El individuo que Sans buscaba era el mismo miembro de la Inocencia que otras veces había invitado á Carlos á entrar en la sociedad, ponderándole las inmensas ventajas y los grandes beneficios que podía reportar un hombre al formar parte de una hermandad, cuyo instituto era la mutua protección entre todos los hermanos, y de la cual eran miembros los príncipes y hasta los reyes.
Sans llegó á la casa, y al entrar en la sala, quiso la casualidad que el primero con quien tropezara fuera el individuo á quien iba buscando.
—Muy tarde viene V. esta noche, D. Carlos, y mala banca encontrará V. ya; si llega V. media hora antes, V., que apunta siempre tan fuerte, se lleva hasta el tapete. Esta noche está el banquero de mala.
—No importa, no vengo para jugar.
—¡Ah! entonces...
—He venido exclusivamente para ver á V.
—¡A mí!
—Sí, hemos de hablar.
—Cuando V. quiera, D. Carlos, iremos donde V. guste.
—Aquí mismo; nos retiraremos á un lado.
—O pasaremos á la sala de delante, donde estaremos completamente solos.
—Vamos.
Los dos pasaron á la pieza que acababan de indicar: sentáronse en un confidente, y Carlos empezó á hablar de esta suerte:
—Usted me ha indicado más de una vez algo acerca de cierta sociedad secreta...
—Sí, señor.
—Es que por otro conducto me han invitado á entrar en ella hace pocos días. Yo dije que me lo pensaría; he reflexionado sobre el particular, y casi casi estoy decidido á ingresar en la Hermandad; pero deseo saber antes más pormenores, y en caso de decidirme luego por completo, aceptaría las invitaciones suyas y V. sería quien me presentase.
—Diré á V., D. Carlos: pormenores, nos está prohibido el revelarlos á nadie antes de que sea admitido.
—Es decir pormenores, lo que yo deseo saber es el objeto principal.
—¡Ah! eso es otra cosa: el objeto es la protección recíproca y la obligación por parte de todos de defender al hermano desvalido en cualquier concepto que sea, de modo que nadie puede negarse á ello.
—Ya: es decir que si por ejemplo mañana se encuentra un hermano en una situación azarosa...
—Supóngase V. que está en la cárcel, se harán todos los medios y se le pondrá en libertad.
—Que pierde toda su fortuna... observó Sans.
—Se le repone completamente.
—Esto es muy humanitario.
—Es la doctrina de Jesucristo... dijo con la mayor serenidad el truhán.
—Pues entro en la sociedad, dijo Carlos resueltamente.
—Está bien. Esta misma noche tenemos Capítulo, y yo lo propondré.
—Corriente.
—Pero ya sabe V., D. Carlos, que es necesario sujetarse á grandes pruebas...
—Sean las que quieran, me sujetaré á ellas.
—Las primeras serán de valor, y las otras de generosidad.
—Yo prometo á V. salir airoso de ellas.
—Es que son terribles...
—No importa.
—Yo haré á V. una advertencia porque temo que no resistirá V., y sería esto un feo para mí.
—¡Cómo! ¿tan poco hombre me cree V.?
—¡Ah! D. Carlos, otros que lo parecían mucho han desmayado.
—Yo no desmayaré.
—Atienda V.: lo primero serán las pruebas del valor personal...
—Ya sé, poco más ó menos, y prometo resistirlas sin pestañear.
—Luego vendrán las de la generosidad, que consistirán en explorar el ánimo de V. por medio de exigencias de dinero y otras cosas, para ver si es capaz de hacer por los hermanos todo aquello que los hermanos en caso necesario harían por V.
—Todo sabré satisfacerlo, repuso Sans.
—Hágalo V., porque, como le he manifestado, todo se reduce á simples pruebas. Usted se verá en peligro de muerte, pero no morirá ni lamentará siquiera el menor daño: parecerá que en dos días van á quitarle cuanto tiene; pero todo lo que dé le será luego devuelto religiosamente.
—Bueno, enterados, concluyó Sans.
—Pues nada, mañana por la mañana, á primera hora seguramente, iré yo á su casa de V. á comunicarle el resultado del Capítulo de esta noche.
—A cualquier hora que V. vaya me encontrará.
—Pues hasta mañana.
—Hasta mañana.
Apenas había amanecido, el individuo de la Inocencia llamó á la puerta de Sans.
Los criados de éste, anteriormente avisados, le hicieron pasar al gabinete de Carlos.
Este había pasado el resto de la noche en la mayor agitación, sin tener un momento de sosiego, y en su rostro se veían las señales de atroces insomnios y horribles pesadillas.
Carlos saltó de la cama, donde se había echado sin quitarse la ropa.
—Ya está V. admitido á las pruebas, le dijo el individuo.
—Bueno, ¿y cuándo ha de ser?
—Hoy mismo. Ahora daré á V. las instrucciones. Son cerca de las siete: á las ocho en punto se hallará V. á lo último de la calle Máyor de Gracia, paseándose junto á la iglesia de San José. A poco más de esa hora pasará un hombre con un pañuelo amarillo en la mano. Cuando llegue frente á la iglesia, el hombre llevará por tres veces el pañuelo á la frente. Usted se hace el encontradizo con él. El hombre le preguntará:—«¿Qué hora es, caballero?» y V. responderá: Las cuatro.
—¡Las cuatro! observó Carlos admirado, y dice V. que ha de ser á las ocho...
—No importa; V. déle esa respuesta.
—Entiendo.
—El hombre no dirá á V. otra palabra, y tomará el camino de Vallcarca. Usted le sigue entonces, y allí donde él se meta, se mete V. también. Es todo lo que tengo que decir á V. por ahora.
—¿Nada más?
—Por ahora nada más.
—Corriente, no faltaré á las ocho.
—Pues, adiós, y valor...
—Lo tendré.
Y el individuo salió del gabinete, dándose así cierto aire de gravedad y de misterio.
Carlos no faltó al punto y á la hora de la cita.
No hacía diez minutos que esperaba, cuando vió venir hacia el mismo punto al hombre del pañuelo amarillo.
Hecha la pregunta antes indicada, el hombre tomó el camino que se había manifestado anteriormente á Carlos, y éste le siguió.
Caminando hacia la montaña por la Riera que se llama den Malla, se encuentra, pasadas las últimas casas del pequeño pueblo de Vallcarca, una torre totalmente aislada.
Un bonito jardín cerrado por una tapia baja y una verja de hierro da la entrada á la torre.
En ella se metió el hombre del pañuelo amarillo.
Carlos entró tras él.
La puerta de la casa, que estaba entornada, se abrió al suave empuje del hombre, volviendo á cerrarse así que hubo entrado Carlos.
Inmediatamente dos hombres enmascarados se presentaron.
El del pañuelo desapareció en el interior de la casa.
Uno de los enmascarados llevaba un rico azafate de plata y dijo á Carlos:
—Caballero, tenga V. la bondad de dejar en este azafate todas las armas y el dinero que V. lleve.
—Armas no traigo ninguna: dinero, aquí está.
Y Carlos depositó en la bandeja unas cuantas monedas de oro que llevaba en el bolsillo del chaleco.
Los hombres del azafate desaparecieron y en seguida se presentó otro, enmascarado también, diciéndole:
—Déme V. la mano.
Carlos se la presentó, y el hombre, sin decir otra palabra, se lo llevó á un gabinete tapizado de negro, con un triángulo blanco en medio del tapiz de las cuatro paredes, en cuyo gabinete había una sola silla, y estaba alumbrado por dos cirios amarillos colocados en candeleros negros sobre una mesita cubierta también de negro.
—Siéntese V. en esa silla y aguarde la orden de salir, le dijo el enmascarado.
Y se marchó dejando la puerta cerrada con llave.
A Carlos le hizo todo aquello una impresión de terror, que fué aumentando á medida que transcurría el tiempo, durante el cual se miraba solo entre aquellas cuatro negras paredes, como un sentenciado á mue...
Índice
- Barcelona y sus misterios. Tomo II
- Copyright
- CAPÍTULO PRIMERO
- CAPÍTULO II
- CAPÍTULO III
- CAPÍTULO IV
- CAPÍTULO V
- CAPÍTULO VI
- CAPÍTULO VII
- CAPÍTULO VIII
- CAPÍTULO IX
- CAPITULO X
- CAPÍTULO XI.
- CAPITULO XII
- CAPÍTULO XIII
- CAPÍTULO XIV
- CAPITULO XV
- CAPITULO XVI
- CAPITULO XVII
- CAPITULO XVIII
- CAPITULO XIX
- CAPITULO XX
- CAPÍTULO XXI
- CAPÍTULO XXII
- CAPÍTULO XXIII
- CAPÍTULO XXIV
- CAPÍTULO XXV
- CAPÍTULO XXVI
- CAPITULO XXVII
- CAPITULO XXVIII
- CAPITULO XXIX
- CAPÍTULO XXX
- CAPITULO XXXI
- CAPITULO XXXII
- CAPÍTULO XXXIII
- CAPÍTULO XXXIV
- CAPÍTULO XXXV
- CAPÍTULO XXXVI
- CAPITULO XXXVII
- CAPÍTULO XXXVIII
- CAPÍTULO XXXIX
- CAPITULO XL
- CAPITULO XLI
- CAPÍTULO XLII
- CAPÍTULO XLIII
- CAPÍTULO XLIV
- CAPÍTULO XLV
- CAPÍTULO XLVI
- CAPÍTULO XLVII
- CAPÍTULO XLVIII
- CAPÍTULO XLIX
- CAPÍTULO L
- CAPITULO LI
- CAPÍTULO LII
- CAPÍTULO LIII
- EPILOGO
- A MI ESTIMADO AMIGO EL ESCRITOR DON MANUEL ANGELÓN.
- Sobre Barcelona y sus misterios. Tomo II