Barcelona y sus misterios. Tomo II
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Barcelona y sus misterios. Tomo II

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Barcelona y sus misterios. Tomo II

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Información del libro

Continúa la obra maestra por excelencia del autor Antonio Altadill, una historia de venganzas y crímenes del pasado con ecos del mejor Dumas. Nuestro héroe, Diego Rocafort, ha sido encarcelado por un delito del que ha sido falsamente acusado. Sin embargo, un giro del destino le brindará la oportunidad de conseguir lo que más ansía: la venganza.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726686302
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

CAPÍTULO L

La sociedad de la Inocencia
Entre los malos medios de que se vale cierta gente para vivir á costa del prójimo, existía (tal vez existe hoy) en Barcelona una sociedad de fulleros y tahures que se titulaba de la Inocencia y tenía por objeto el explotar la credulidad y candidez de los infelices que caían en sus redes.
Los jóvenes de cierta posición cuya edad no les permitía aún abrir los ojos á la luz de la experiencia, merecían la preferente atención de la sociedad, más de una vez alguno de sus individuos había tendido á Sans un lazo de que Carlos pudo salvarse, merced á su misma distracción entre los amoríos y demás trapicheos que noche y día le ocupaban.
Esta sociedad había usurpado la denominación de una sumamente conocida, cuyas ramificaciones se extienden en toda Europa, y la cual conocerá el lector por el nombre de Masonería.
Despues de estos precedentes necesarios volvamos á Carlos.
Hemos dicho, al concluir el capítulo anterior, que á Carlos le ocurrió en su desesperación una idea.
Esta idea fué la de echarse en brazos de la sociedad.
Eran las doce de la noche, y la casa de juego que Sans frecuentaba debía de estar abierta todavía.
Carlos salió de la suya y se dirigió allí en busca de uno de sus compañeros de tapete verde.
El individuo que Sans buscaba era el mismo miembro de la Inocencia que otras veces había invitado á Carlos á entrar en la sociedad, ponderándole las inmensas ventajas y los grandes beneficios que podía reportar un hombre al formar parte de una hermandad, cuyo instituto era la mutua protección entre todos los hermanos, y de la cual eran miembros los príncipes y hasta los reyes.
Sans llegó á la casa, y al entrar en la sala, quiso la casualidad que el primero con quien tropezara fuera el individuo á quien iba buscando.
—Muy tarde viene V. esta noche, D. Carlos, y mala banca encontrará V. ya; si llega V. media hora antes, V., que apunta siempre tan fuerte, se lleva hasta el tapete. Esta noche está el banquero de mala.
—No importa, no vengo para jugar.
—¡Ah! entonces...
—He venido exclusivamente para ver á V.
—¡A mí!
—Sí, hemos de hablar.
—Cuando V. quiera, D. Carlos, iremos donde V. guste.
—Aquí mismo; nos retiraremos á un lado.
—O pasaremos á la sala de delante, donde estaremos completamente solos.
—Vamos.
Los dos pasaron á la pieza que acababan de indicar: sentáronse en un confidente, y Carlos empezó á hablar de esta suerte:
—Usted me ha indicado más de una vez algo acerca de cierta sociedad secreta...
—Sí, señor.
—Es que por otro conducto me han invitado á entrar en ella hace pocos días. Yo dije que me lo pensaría; he reflexionado sobre el particular, y casi casi estoy decidido á ingresar en la Hermandad; pero deseo saber antes más pormenores, y en caso de decidirme luego por completo, aceptaría las invitaciones suyas y V. sería quien me presentase.
—Diré á V., D. Carlos: pormenores, nos está prohibido el revelarlos á nadie antes de que sea admitido.
—Es decir pormenores, lo que yo deseo saber es el objeto principal.
—¡Ah! eso es otra cosa: el objeto es la protección recíproca y la obligación por parte de todos de defender al hermano desvalido en cualquier concepto que sea, de modo que nadie puede negarse á ello.
—Ya: es decir que si por ejemplo mañana se encuentra un hermano en una situación azarosa...
—Supóngase V. que está en la cárcel, se harán todos los medios y se le pondrá en libertad.
—Que pierde toda su fortuna... observó Sans.
—Se le repone completamente.
—Esto es muy humanitario.
—Es la doctrina de Jesucristo... dijo con la mayor serenidad el truhán.
—Pues entro en la sociedad, dijo Carlos resueltamente.
—Está bien. Esta misma noche tenemos Capítulo, y yo lo propondré.
—Corriente.
—Pero ya sabe V., D. Carlos, que es necesario sujetarse á grandes pruebas...
—Sean las que quieran, me sujetaré á ellas.
—Las primeras serán de valor, y las otras de generosidad.
—Yo prometo á V. salir airoso de ellas.
—Es que son terribles...
—No importa.
—Yo haré á V. una advertencia porque temo que no resistirá V., y sería esto un feo para mí.
—¡Cómo! ¿tan poco hombre me cree V.?
—¡Ah! D. Carlos, otros que lo parecían mucho han desmayado.
—Yo no desmayaré.
—Atienda V.: lo primero serán las pruebas del valor personal...
—Ya sé, poco más ó menos, y prometo resistirlas sin pestañear.
—Luego vendrán las de la generosidad, que consistirán en explorar el ánimo de V. por medio de exigencias de dinero y otras cosas, para ver si es capaz de hacer por los hermanos todo aquello que los hermanos en caso necesario harían por V.
—Todo sabré satisfacerlo, repuso Sans.
—Hágalo V., porque, como le he manifestado, todo se reduce á simples pruebas. Usted se verá en peligro de muerte, pero no morirá ni lamentará siquiera el menor daño: parecerá que en dos días van á quitarle cuanto tiene; pero todo lo que dé le será luego devuelto religiosamente.
—Bueno, enterados, concluyó Sans.
—Pues nada, mañana por la mañana, á primera hora seguramente, iré yo á su casa de V. á comunicarle el resultado del Capítulo de esta noche.
—A cualquier hora que V. vaya me encontrará.
—Pues hasta mañana.
—Hasta mañana.
Apenas había amanecido, el individuo de la Inocencia llamó á la puerta de Sans.
Los criados de éste, anteriormente avisados, le hicieron pasar al gabinete de Carlos.
Este había pasado el resto de la noche en la mayor agitación, sin tener un momento de sosiego, y en su rostro se veían las señales de atroces insomnios y horribles pesadillas.
Carlos saltó de la cama, donde se había echado sin quitarse la ropa.
—Ya está V. admitido á las pruebas, le dijo el individuo.
—Bueno, ¿y cuándo ha de ser?
—Hoy mismo. Ahora daré á V. las instrucciones. Son cerca de las siete: á las ocho en punto se hallará V. á lo último de la calle Máyor de Gracia, paseándose junto á la iglesia de San José. A poco más de esa hora pasará un hombre con un pañuelo amarillo en la mano. Cuando llegue frente á la iglesia, el hombre llevará por tres veces el pañuelo á la frente. Usted se hace el encontradizo con él. El hombre le preguntará:—«¿Qué hora es, caballero?» y V. responderá: Las cuatro.
—¡Las cuatro! observó Carlos admirado, y dice V. que ha de ser á las ocho...
—No importa; V. déle esa respuesta.
—Entiendo.
—El hombre no dirá á V. otra palabra, y tomará el camino de Vallcarca. Usted le sigue entonces, y allí donde él se meta, se mete V. también. Es todo lo que tengo que decir á V. por ahora.
—¿Nada más?
—Por ahora nada más.
—Corriente, no faltaré á las ocho.
—Pues, adiós, y valor...
—Lo tendré.
Y el individuo salió del gabinete, dándose así cierto aire de gravedad y de misterio.
Carlos no faltó al punto y á la hora de la cita.
No hacía diez minutos que esperaba, cuando vió venir hacia el mismo punto al hombre del pañuelo amarillo.
Hecha la pregunta antes indicada, el hombre tomó el camino que se había manifestado anteriormente á Carlos, y éste le siguió.
Caminando hacia la montaña por la Riera que se llama den Malla, se encuentra, pasadas las últimas casas del pequeño pueblo de Vallcarca, una torre totalmente aislada.
Un bonito jardín cerrado por una tapia baja y una verja de hierro da la entrada á la torre.
En ella se metió el hombre del pañuelo amarillo.
Carlos entró tras él.
La puerta de la casa, que estaba entornada, se abrió al suave empuje del hombre, volviendo á cerrarse así que hubo entrado Carlos.
Inmediatamente dos hombres enmascarados se presentaron.
El del pañuelo desapareció en el interior de la casa.
Uno de los enmascarados llevaba un rico azafate de plata y dijo á Carlos:
—Caballero, tenga V. la bondad de dejar en este azafate todas las armas y el dinero que V. lleve.
—Armas no traigo ninguna: dinero, aquí está.
Y Carlos depositó en la bandeja unas cuantas monedas de oro que llevaba en el bolsillo del chaleco.
Los hombres del azafate desaparecieron y en seguida se presentó otro, enmascarado también, diciéndole:
—Déme V. la mano.
Carlos se la presentó, y el hombre, sin decir otra palabra, se lo llevó á un gabinete tapizado de negro, con un triángulo blanco en medio del tapiz de las cuatro paredes, en cuyo gabinete había una sola silla, y estaba alumbrado por dos cirios amarillos colocados en candeleros negros sobre una mesita cubierta también de negro.
—Siéntese V. en esa silla y aguarde la orden de salir, le dijo el enmascarado.
Y se marchó dejando la puerta cerrada con llave.
A Carlos le hizo todo aquello una impresión de terror, que fué aumentando á medida que transcurría el tiempo, durante el cual se miraba solo entre aquellas cuatro negras paredes, como un sentenciado á mue...

Índice

  1. Barcelona y sus misterios. Tomo II
  2. Copyright
  3. CAPÍTULO PRIMERO
  4. CAPÍTULO II
  5. CAPÍTULO III
  6. CAPÍTULO IV
  7. CAPÍTULO V
  8. CAPÍTULO VI
  9. CAPÍTULO VII
  10. CAPÍTULO VIII
  11. CAPÍTULO IX
  12. CAPITULO X
  13. CAPÍTULO XI.
  14. CAPITULO XII
  15. CAPÍTULO XIII
  16. CAPÍTULO XIV
  17. CAPITULO XV
  18. CAPITULO XVI
  19. CAPITULO XVII
  20. CAPITULO XVIII
  21. CAPITULO XIX
  22. CAPITULO XX
  23. CAPÍTULO XXI
  24. CAPÍTULO XXII
  25. CAPÍTULO XXIII
  26. CAPÍTULO XXIV
  27. CAPÍTULO XXV
  28. CAPÍTULO XXVI
  29. CAPITULO XXVII
  30. CAPITULO XXVIII
  31. CAPITULO XXIX
  32. CAPÍTULO XXX
  33. CAPITULO XXXI
  34. CAPITULO XXXII
  35. CAPÍTULO XXXIII
  36. CAPÍTULO XXXIV
  37. CAPÍTULO XXXV
  38. CAPÍTULO XXXVI
  39. CAPITULO XXXVII
  40. CAPÍTULO XXXVIII
  41. CAPÍTULO XXXIX
  42. CAPITULO XL
  43. CAPITULO XLI
  44. CAPÍTULO XLII
  45. CAPÍTULO XLIII
  46. CAPÍTULO XLIV
  47. CAPÍTULO XLV
  48. CAPÍTULO XLVI
  49. CAPÍTULO XLVII
  50. CAPÍTULO XLVIII
  51. CAPÍTULO XLIX
  52. CAPÍTULO L
  53. CAPITULO LI
  54. CAPÍTULO LII
  55. CAPÍTULO LIII
  56. EPILOGO
  57. A MI ESTIMADO AMIGO EL ESCRITOR DON MANUEL ANGELÓN.
  58. Sobre Barcelona y sus misterios. Tomo II