Crítica popular
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Crítica popular

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Crítica popular

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Afilado texto de ensayo del escritor español Leopoldo Alas, Clarín, en el que reflexiona sobre la literatura española de su tiempo sin dejar títere con cabeza,

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2020
ISBN
9788726550535
Categoría
Literatur
Categoría
Literaturkritik

LECTURAS

ZOLA.- LA TERRE

- I -

Después de leer la última página de La Tierra, de Zola, quedó mi espíritu, este pobre espíritu de que hoy no se atreven a hablar muchos, por vergüenza, dulce y tristemente impresionado. Eso que podría llamarse lo bello doloroso, fecundo fermento formado con miles de esperanzas e ilusiones disueltas, podridas, germen de una vaga aspiración humilde, en mi sentir cristiana, a lo menos cristiana según el cristianismo de la agonía sublime de la cruz; esa tristeza estética, eterno dilettantismo de las almas hondamente religiosas, era el último y más fuerte aroma que se desprendía de aquel libro, tan insultado por ese terrible término medio de la inteligencia y de la moralidad, que jamás perdonaría a la Magdalena ni jamás dejaría la capa a la mujer de Putifar. Yo creo sinceramente que un alma buena no puede ver, en las libertades de lenguaje de Zola, la especulación del miserable que comercia con la lujuria literaria del mundo. Podrá haber en tal prurito una aberración, algo enfermiza si se quiere, una gran exageración romántica, una de esas exaltaciones nerviosas en que la ilusión nos lleva al extremo de querer vivir sub specie æternitatis, no sometidos a las condiciones accidentales de nuestro tiempo, coetáneos sólo de los espíritus nobles, agudos y fuertes; ilusión semejante a la de esos simpáticos soñadores políticos que quieren vivir bajo el imperio de un abstracto derecho natural, tan puro como aéreo, tan imposible como impalpable: lo que yo no creo que haya en Zola es un sarcasmo sangriento y lucrativo, fríamente calculado, mediante el cual demostrara el escritor que llaman, y a veces se llama, pesimista, que el mundo es efectivamente tan malo que compre por cientos de millares los libros que le escandalizan, y a cuyo autor apedrea con insultos y calumnias. Lo que debe de haber en esto es lo que acabo de indicar: el afán de escribir para todos los tiempos y para ninguno, para lectores ideales ante cuyos sentidos y potencias todo en la naturaleza sea santo, por ser todo igualmente digno, sea bueno, sea malo, parezca feo o parezca hermoso. Lo cierto es que en los libros de Zola el instinto afrodítico es un deus ex machina, pero no una delectación voluptuosa: se parecen tanto a una tentación de lascivia como puede parecerse una clínica de enfermedades secretas. Sin embargo, en este punto nadie puede responder más que de sí propio: se han visto tales aberraciones en esta materia, que bien puede ser que algunos de esos críticos que tanto se escandalizan se hayan sentido sobrexcitados a deshora con las brutalidades de Buteau o las abominaciones de Nana; porque es evidente que en los mismos hospitales hay casos de repugnante desenfreno, y no faltan ejemplos de actos bochornosos en que fue la víctima un cadáver. De todo hay en la naturaleza y en las letras contemporáneas ...
La última impresión que me dejó La Tierra, decía, era de una tristeza que en sí misma lleva una especie de consuelo tenue, pero muy dulce a su modo; sentimiento incompatible con el recuerdo vivo y excitante de toda sugestión pornográfica. Se comprende que la abadesa de Jouarre y su amante hablen de amor a las puertas de la muerte; pero no se comprendería que se deleitasen con obscenidades. Francisca de Rímini y Paolo, arrastrados por la buffera infernal, siguen amándose en apretado abrazo; pero no se dice que gocen con lasciva complacencia. El que vaya a buscar a La Tierra argumento para deliquios bochornosos, no digo que no pueda encontrarlos; pero el lector sereno, atento y de buenas costumbres, y con un poco de corazón y con alguna idea en el cerebro, que ingenuamente se deje llevar por el autor a la impresión final y suprema a que naturalmente conduce el libro, ese estará, al terminarlo, a cien leguas de todo pensamiento lúbrico...
En todo caso, podrá ser un defecto de Zola, extremado en La Tierra, esa excesiva desnudez, esa franqueza ultraparadisíaca; pero también hay exageración en achacar a esa debilidad tanta importancia que se llegue a hablar, como M. Brunetiere, de «la bancarrota, del naturalismo». Lo principal del naturalismo de M. Zola, que es del que se trata, son sus novelas, y estas gozan de perfecta salud y de no menos sano crédito; llevan consigo una virtud que las hace superiores a todos los ataques de una crítica parcial y estrecha, y a los extravíos del propio espíritu sectario: esa virtud es el grandísimo ingenio del novelista, que sale triunfante de las asechanzas de sus enemigos y de las más temibles de sus propias aberraciones.
Hoy se escribe mucho; hoy, muchos autores notables, de gran talento, es más, hasta las medianías, toman cierto aire de eminencias, gracias al adelanto común, a esas ventajas que Hæckel llamaría filogénicas, no ontogénicas; perfecciones debidas a la selección, méritos de la masa social, méritos de esa gran casualidad, si lo es, que se llama el progreso. Y distinguirse entre tantos hombres que se distinguen, ser eminencia entre tantas eminencias, es algo más que ser el ciprés del clásico, y aún más que el cedro del Líbano: para llegar a tanto hace falta llamarse Washingtonia. Zola ha ido conquistando, si no adeptos, admiradores, no por sus teorías, sino en gran parte a pesar de sus teorías. No hay gloria mayor. Así ha sido la de Víctor Hugo: sus grandes obras han servido de hipoteca al crédito de sus doctrinas. Entre nosotros, en esta España de Quintana, no se comprendería siquiera la teoría del verso-prosa si Campoamor sólo tuviera en su favor sus luminosas paradojas y antítesis, y no sus hermosos poemas. No quiero hablar de lo que ha ido ganando el autor de La Terre en el ánimo de sus enemigos franceses y de otros países: quiero concretarme a España. Es posible que Cánovas siga aborreciéndole o despreciándole sin leerle; pero yo sé de muchos críticos que hoy le reconocen un valor que antes le regateaban. González Serrano dice de él: «¡Es mucho hombre!», y se queda pensativo recordando muchas bellezas profundas, grandes de veras. Menéndez y Pelayo ya no le trata con tanto desdén como algún día; y aunque insiste, con razón en parte, en negarle el caudal de conocimientos necesarios para ser un innovador en arte, no creo que le niegue dotes superiores de novelista... Valera, el maestro Valera, cuyas palabras todas yo peso y mido, no quedando contento si tengo que seguir pensando como él no piensa; el insigne Valera ya lee a Zola y le ha reconocido implícitamente algo de lo mucho que vale, parte de la importancia que tiene, si bien se obstina en cierta oposición radical a sus doctrinas y procedimientos, que yo no acabo de explicarme en nuestro gran crítico artista. Para mí, esta cuestión del talento de Valera negando el paso a Zola, es como para Bossuet la cuestión de la gracia y el libre albedrío, y para mis adentros resuelvo yo mi problema como Bossuet el suyo: estoy seguro del talento, siempre presente, de Valera, y seguro del mérito excepcional de Zola como novelista y en parte como crítico o, mejor, como reformista. De todas suertes, Valera ya ve en el escritor naturalista mucho más que veía hace años... cuando no lo había leído. Hasta Cañete, que a última hora se ha enterado de los libros de crítica de Zola, declara que, en efecto, hay allí mucho que aprender, y le cita como autoridad a cada paso. Por cierto que este Sr. Cañete, que a lo menos es leal, hace con los hombres a quienes va reconociendo mérito, a pesar de tenerlos por inmorales, lo que hizo Dios con Adán: lo saca del barro. De barro hizo Dios al primer hombre, y del cieno del lodo de sus metáforas y alegorías palustres saca el buen Cañete a Zola y sacó antes a Echegaray (para volver a zabullirle)... Hacen mal los críticos, y mucho peor los novelistas, que no leen al autor de Germinal (con atención y en francés, por supuesto), porque todos ellos podrían aprender mucho; por ejemplo, los unos a juzgar y los otros a dejarse juzgar, haciendo más justicia a críticos y autores respectivamente.
Lo digo con entera franqueza: para mí los franceses que no reconocen hoy en Zola un novelista superior, con mucho, a todos los demás que le ponen en parangón, cometen la misma injusticia, o, mejor diré, tienen la misma ceguera que cuantos, al hablar de oradores españoles contemporáneos, mezclan a Castelar con los demás, lo barajan con ellos. Castelar es un orador... aparte, de otro modo que los demás grandes oradores de nuestra tierra: Zola es mucho más novelista, mucho más hombre que Daudet, Goncourt, Bourget, Maupassant, etc., etcétera; es otra cosa.
Por casualidad leía yo, días pasados, una revista francesa del año cincuenta y tantos, y allí se hablaba de una de las primeras obras de Emilio Zola. ¡Qué extraño efecto me produjo una profecía sembrada al correr de la pluma, sin que el crítico le diera importancia, tal vez a guisa de tópico encomiástico, de que el tal profeta no se acordará acaso, si vive! Zola está cumpliendo todo lo que allí se anunciaba: la garra del león asomaba ya entonces, y el crítico la había visto, o por benevolencia la había adivinado. Las cualidades que en ese artículo y otros de aquellos tiempos que he leído referentes a otros ensayos de Zola, se descubrían en el novel escritor, siempre eran la fuerza, la originalidad, la valentía; tres ideas que de un modo u otro se juntan con la idea de creación. La fuerza, esa diosa de Spencer, ese misterio de todas las filosofías naturales, ese modo de llamar al gran impulso desconocido, tiene tan importante papel en el arte como en cosmología. Sí: los artistas a quienes llamamos fuertes son los mejores, los que crean. Zola es de esta raza: eso que llaman ya todos su fuerza, triunfa de muchas cosas: de sus enemigos, de sus abstracciones sistemáticas, verdaderas trabas de su genio, que le han atado ya con ligaduras tan importunas como la famosa historia natural y social de una familia bajo el segundo Imperio.
A Zola, que es un soñador en el fondo, y casi podría decirse un desterrado de lo ideal, si no pareciese rebuscada la frase; a Zola, alma sincera ante todo, le sorprendió y deslumbró un tanto la luz de la verdad que arrojó sobre todos nosotros lo que se llama la ciencia moderna, con sus tendencias... digámoslas positivas, grosso modo. En Zola, al lado de esa sinceridad y amor serio a lo cierto, no había esa levadura de germanismo ni la otra de antiguo humanismo, que es acaso lo que Menéndez y Pelayo echa de menos cuando habla de la ignorancia del autor naturalista. Y, valga la verdad: estas ausencias, si por un lado le libraban de las incertidumbres y del quietismo de un Amiel, de las nebulosidades y podría decirse hipocresías inconscientes de tantos y tantos idealistas trasnochados, y le libraron, sobre todo, del pedantismo filosófico y literario, de los miedos ridículos, de los convencionales y oficialescos cánones estéticos, por otro lado precipitaron su concepción artística, haciéndole contraer excesiva solidaridad para su naturalismo con uno de los aspectos menos amplios y eficaces del llamado positivismo. Sí, hay que confesarlo: de esto se resienten principalmente sus doctrinas y lo que de ellas, en lo fundamental, aprovecha para su obra. Pero también es verdad que, tanto en la crítica como en la poesía de Zola, el que quiera ser justo y ver claro tiene que distinguir tres elementos: el genio creador con singulares dotes, con originalidad y novedad evidentes; la doctrina propia de ese genio en sus rasgos esenciales; y, por último, la influencia de las teorías positivistas francesas en la obra y en la crítica de este escritor insigne.

- II -

No es esta ocasión, ni tengo yo ahora tiempo, para emprender estudio semejante: no hago más que apuntar lo que para él me parece necesario, lo que tal vez ensaye algún día, y lo que, sobre todo, en mi opinión, deben tener presente los que se atrevan con tamaña materia crítica.
Es preciso, por ahora, volver a La Terre y no salir más, en estas consideraciones, de lo que sugiere este libro.
La tierra de que habla el poeta es la que nos da de comer primero, y nos come después. La novela o poema, si así quieren llamarlo, comienza por la sementera y acaba en el cementerio. El hombre araña la tierra, siembra el grano, recoge el fruto, vive de esta substancia, repite con perpetua monotonía las mismas operaciones unos cuantos años, y al cabo la fatiga le rinde, cae en el surco, para él más hondo, como semilla que no ha de resucitar espigando sobre los campos reverdecidos. Tal vez todo eso es triste; tal vez, mirándolo bien, no lo sea; pero, de todas suertes, es así.
Pero antes del último trance hay que luchar para tener lo que llamamos el derecho de ser quien siembra y quien recoge. Además de la poesía más o menos melancólica, según se mire, de esta monótona faena del sembrar y recoger para acabar por morir y ser enterrado, hay la prosa, seguramente aburrida, del registro de la propiedad, la hipoteca, la inscripción, el título, la escritura, el tabelión y el Azzecagarbugli. ¡El mismo campo que puede ser teatro del idilio y la égloga, figura en el empolvado archivo del Registro, descrito por sus límites y cabida! Y ¡qué más!, la misma égloga clásica de Virgilio comienza inspirándose en motivos de prosa pura, cantando agradecida al que aseguró a Titiro su derecho de propiedad sobre los campos en que apacienta su ganado:
...deus nobis hæc otia fecit.
Hic mihi responsum primus dedit ille petenti.
«Pascite, ut ante, boves, pueri; submittite tauros».
Los que encuentran poco poéticos a los aldeanos de Zola, recuerden que este mismo Titiro, modelo de pastores ideales, se alegra de haber sido abandonado por Galatea porque mientras fue suyo no tenía libertad... ni dinero:
...dum me Galatea tenebat,
Nec spes libertatis erat, nec cura peculi.
Quamvis multa meis exiret vict ma septis.
Pinguis et ingratæ premeretur caseus urbi,
Non unquam gravis ære domum mihi dextra redibat.
Dice que en vano de sus establos salían numerosas víctimas; en vano para una ingrata ciudad fabricaba los mejores quesos; siempre se volvía a casa con las manos vacías, sin un cuarto.
Estas y otras realidades se encuentran en la primera égloga del mantuano; y si leemos el que es tal vez su mejor poema, Las Geórgicas, veremos que la inspiración constante de aquella poesía tan sincera, notable y sensible es la Naturaleza útil. Pero Las Geórgicas son un poema campestre... sin hombres: no hay allí una fábula humana a la que sirva de marco o de fondo la verdura de prados y bosques. Por eso acaso es apacible, suave; por eso conforta como una meditación tranquila en las soledades de un retiro. La Terre de Zola es el campo... más el hombre...; la vermine, como él dice tantas veces. La tierra más el gusano, la tierra más la propiedad: y la propiedad es el drama de la tierra. Estos aldeanos de Zola, estos Fouan, la Grande, Buteau, parecen verdaderos autóctonos: se diría que tienen todos un aire de familia con el mismo terruño pardo. Si en otros siglos serían siervos de la gleba por la fuerza, ahora lo son por la codicia. No basta decir la codicia: es una codicia que toma tornasoles de amor y de manía; una codicia vegetativa que acerca las almas de estos seres a la condición sedentaria de las plantas. Son lombrices de tierra; son como esos pobres sapos que confundimos con el piso fangoso y negruzco, de cuya substancia parece que acaban de nacer cuando saltan a nuestro paso.
De amor y tierra, de lo que se hacen los hombres, de lo que Dios hizo a Adán, según la hermosa tradición asiria, hizo Zola esta nove...

Índice

  1. Cover
  2. Crítica popular
  3. Copyright
  4. - I -
  5. - II -
  6. - III -
  7. - IV -
  8. LECTURAS
  9. EL TEATRO Y LA NOVELA
  10. REVISTA LITERARIA
  11. LA PRENSA Y LOS CUENTOS
  12. ¿Y LA POESÍA?
  13. EL TEATRO DE ZORRILLA
  14. Sobre Crítica popular