El enfermo imaginario
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El enfermo imaginario

  1. 88 páginas
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El enfermo imaginario

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Información del libro

Argan es un hombre viejo y rico, un burgués hipocondríaco, que se cree siempre enfermo, pero está sano y goza de buena salud. Es así que pasa la vida consultando a distintos médicos y tomando medicinas, alterando la vida de toda su familia. Su obsesión llega al punto de querer casar a su hija Angélica con Thomas, el hijo de un médico, para tener la ventaja de contar con la fuente de los remedios que le son necesarios y tener consultas y prescripciones a mano...Situada en París a fines del siglo XVII, El enfermo imaginario fue la última obra escrita por Molière. Es una comedia ballet en tres actos que satiriza a los médicos y a la medicina. Con escenas caricaturescas y divertidas, esta obra remarca de manera dramática, la incomprensión y la ignorancia de los médicos de esa época.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2020
ISBN
9788726338324
Categoría
Literatura

ACTO TERCERO

ESCENA I

ARGANTE, BERALDO y ANTONIA
BERALDO.—¿Qué te ha parecido? ¿No es esto más saludable que un purgante…? Es necesario que hablemos unos momentos mano a mano.
ARGANTE.—Aguarda, que ahora vuelvo.
ANTONIA.—Tomad… Ya se os olvidaba que no podéis andar sin apoyaros en el bastón.
ARGANTE.—Es verdad…

ESCENA II

BERALDO y ANTONIA
ANTONIA.—Por Dios, no abandonéis a vuestra sobrina.
BERALDO.—Haré cuanto pueda por el logro de sus deseos.
ANTONIA.—Es preciso impedir ese proyecto extravagante que se le ha metido en la cabeza a vuestro hermano. Yo había pensado que metiendo por medio otro médico que desacreditara al señor Purgon adelantaríamos mucho; pero como no tenemos de quién echar mano, he inventado una trama que yo misma voy a representar.
BERALDO.—¿Tú?
ANTONIA.—Una farsa que acaso dé buen resultado. Vos trabajad por vuestra parte y yo por la mía. Ya vuelve.

ESCENA III

ARGANTE y BERALDO
BERALDO.—Ante todo, te ruego que me oigas con calma y sin que se te vaya el santo al cielo.
ARGANTE.—Conforme.
BERALDO.—Que respondas acorde y sin exaltación a mis palabras.
ARGANTE.—Sí.
BERALDO.—Y que discurras sobre el asunto que vamos a tratar sin apasionamiento.
ARGANTE.—Sí; pero basta ya de preámbulo.
BERALDO.—¿Cómo es que teniendo una buena fortuna y una sola hija — porque la otra es aún muy pequeña— quieres encerrarla en un convento?
ARGANTE.—Porque, siendo yo el cabeza de familia, puedo hacer con ella lo que me dé la gana.
BERALDO.—Y ¿no obedecerá más bien a deseos de tu mujer? ¿No es ella la que te aconseja que te separes de tus hijas? Claro está que ella lo hace con la mejor intención y con el deseo de que sean dos excelentes religiosas.
ARGANTE.—¡Ya apareció aquello! Ya salió a relucir esa pobre mujer, a la que no puede ver nadie y a la que se culpa de todo.
BERALDO.—No es eso. No hablemos más de ella; ella es una mujer bonísima, animada de las mejores intenciones para los tuyos, llena de desinterés, que te ama tiernamente y que ha demostrado un afecto inconcebible hacia tus hijos; todo eso es exacto. No hablemos más de ella, y volvamos a tratar de tu hija. ¿Cuál es tu intención al desear casarla con el hijo de un médico?
ARGANTE.—Tener el yerno que necesito.
BERALDO.—Por eso a ella no le conviene, sobre todo presentándosele un partido mucho más ventajoso.
ARGANTE.—Para mí el más ventajoso es éste.
BERALDO.—Pero el marido ¿es para ella o para ti?
ARGANTE.—Para los dos; quiero tener en la familia las personas que me son necesarias.
BERALDO.—Según eso, si Luisa fuera mayor la casarías con un farmacéutico.
ARGANTE.—¿Y por qué no?
BERALDO.—Pero ¿es posible que te emperres en vivir zarandeado por médicos y boticarios y que quieras estar enfermo en contra de la opinión de todos y de tu misma naturaleza?
ARGANTE.—¿Qué me quieres decir con eso?
BERALDO.—Quiero decirte que no conozco hombre más sano que tú y que no quisiera más que tener una constitución como la tuya. La prueba más palpable de lo bueno que estás y de que tienes un organismo perfectamente sano es que, a pesar de todo lo que has hecho, no has conseguido quebrantar lo saludable de tu naturaleza ni has reventado con tanta medicina.
ARGANTE.—¡Gracias a ellas vivo, querido hermano! Y mil veces me ha repetido el señor Purgon que soy hombre muerto con que deje de atenderme nada más de tres días.
BERALDO.—Pues si no pones coto, tanto te atenderá que te enviará al otro mundo.
ARGANTE.—Seamos razonables, hermano mío… ¿Tú no crees en la medicina?
BERALDO.—No. Ni veo la necesidad de creer en ella para estar sano. ARGANTE.—¡Cómo…! ¿Tú no tienes por verdadera una cosa establecida en todo el mundo y sancionada por los siglos?
BERALDO.—Lejos de creerla verdadera, te diré que la considero como una de las más desatinadas locuras que cultivan los hombres. Y si estudiamos la cuestión desde un punto de vista filosófico, creo que no hay farsa más ridícula que la de un hombre que se empeña en curar a otro.
ARGANTE.—Y ¿por qué no ha de poder un hombre curar a otro?
BERALDO.—Por la sencilla razón de que, hasta el presente, los resortes de nuestra máquina son un misterio en el que los hombres no ven gota; el velo que la naturaleza ha puesto ante nuestros ojos es demasiado tupido para que podamos penetrarlo.
ARGANTE.—Según eso, los médicos no saben nada.
BERALDO.—Sí, saben; saben lo más florido de las humanidades; saben hablar lucidamente en latín; saben decir en griego el nombre de todas las enfermedades, su definición y clasificación…; de lo único que no saben una palabra es de curar.
ARGANTE.—Pero estarás conforme, al menos, en que de esta materia los médicos saben más que nosotros.
BERALDO.—Saben lo que acabo de decirte, que maldito sí sirve para nada. Todas las excelencias de ese arte se reducen a un pomposo galimatías y una engañosa locuacidad que da palabras por razones y promesas por hechos.
ARGANTE.—Pues hay personas tan hábiles y cultas como tú que cuando se encuentran mal llaman a un médico.
BERALDO.—Síntoma de la flaqueza humana, no de la efectividad de ese arte.
ARGANTE.—Pero los médicos no tienen más remedio que creer en él, puesto que lo emplean en ellos mismos.
BERALDO.—Es que entre ellos los hay que participan de ese mismo error popular del cual se aprovechan, y los hay también que, sin creer en él, lo explotan. Tu señor Purgon, por ejemplo, es un hombre poco agudo: un médico de pies a cabeza, que cree en las reglas de su arte más que en las demostraciones matemáticas y que no admite discusión sobre ellas. Para él, la medicina no tiene punto obscuro, ni dudoso, ni complicado; impetuoso en sus apreciaciones, con una confianza inquebrantable y una brutalidad falta de sentido común y de raciocinio, suministra purgantes y sangrías a trochemoche, sin que haya nada que le detenga… Haga lo que haga, él no imagina que pueda perjudicarte nunca; con la mejor buena fe del mundo te manda al cementerio...

Índice

  1. cubrir
  2. El enfermo imaginario
  3. Copyright
  4. Personajes
  5. ACTO PRIMERO
  6. ACTO SEGUNDO
  7. ACTO TERCERO
  8. Om El enfermo imaginario