Recuerdos de Santafé
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Recuerdos de Santafé

  1. 60 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Recuerdos de Santafé

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Índice
Citas

Información del libro

Esta obra es la recopilación de tres relatos de la escritora colombiana Soledad Acosta de Samper: "Mi madrina", la historia de una beata que fabrica licor a escondidas, "Un crimen", sobre el viejo rencor entre dos hombres, y "Una venganza", un relato costumbrista, textos que han sido rescatados y reeditados por varias investigadoras. -

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726679380
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

UNA VENGANZA

(CUADROS Y COSTUMBRES POPULARES) 21

PARTE PRIMERA

I

...Una lluvia penetrante y continua inundaba aquella noche todo el Valle, formando charcos, chorros y pequeñas lagunas en todas las partes bajas y grietas del terreno. La población del Valle, risueña siempre, con sus pajizas habitaciones tan pulcras y alegres, sus perfumados naranjales, chirimoyos y limoneros y sus altas palmeras, y señoreada por el campanario de su iglesia; la población, repito, no tenía aquella noche nada de risueña, ni agradable: casi todos los vecinos se habían retirado a sus casas y las calles estaban solitarias; una pesada nube como un negro sudario cobijaba todo el paisaje, oscureciéndolo completamente. Los ganados en los campos parecían meditar en su triste suerte y, arrimados unos a otros, con las orejas caídas y el cuello inclinado, mordían con desaliento y sólo como por vía de consuelo la húmeda yerba que lloraba también, inclinada hacia el suelo.
Del otro lado de un pequeño torrente que lleva el nombre de río y que bajaba turbio del vecino cerro (siendo aquel uno de los linderos del pueblo por el lado del sur) se encontraba en ese tiempo un cerco de guaduas en cuyo centro se destacaba la negra sombra de una pequeña casa: la separaba del camino un patiecillo sembrado de rosas y malvaviscos; atrás tenía un huerto con árboles y un sembrado de maíz, y más lejos un cercado o manga de pasto de Guinea. 22 El interior de la casita era aseado y alegre: consistía en dos pequeñas alcobas divididas por la sala y, teniendo en lugar de puertas, alegres cortinas de zaraza colorada. Los muebles consistían en una maciza mesa de comer, varios asientos de cuero, un tinajero, situado en un hueco entre la sala y el corredor interior, con el objeto de que la corriente de aire mantuviese el agua fresca; y por último, un aparador encima del tinajero, donde campaban varios platos, jarros y pocillos de loza fina, que sólo se usaban en circunstancias solemnes. El suelo, muy barrido y aseado, era de tierra pisada; las paredes, blanqueadas, estaban adornadas con varias imágenes de santos, situadas casi en el techo y sin noción alguna de simetría. En resumen, todo respiraba un bienestar, que probaba que allí, si no había riqueza, por lo menos sus dueños no carecían de ninguna de las pocas comodidades de la vida que podían apetecer en su humilde condición social.
Una mujer como de cincuenta años de edad, activa, arrugada, regañona, cuyo aspecto era severo y reacio, 23 entraba y salía a cada momento de la sala al corredor, y de allí pasaba a la cocina que se encontraba, según las costumbres del Valle, situada en un cuerpo separado de la casa; un instante después volvía a la sala, se asomaba a la puerta exterior, se sentaba, se ponía en pie, despavesaba el velón de cebo, que ardía con luz desigual en un candelero de lata, sobre la mesa; en fin, en sus idas y venidas demostraba que aguardaba a alguien con impaciencia. Esta mujer vestía enaguas de fula, 24 con ancha arandela abajo; camisa, blanca como la nieve, bordada de seda negra; pañuelo de rabo de gallo sobre el pecho; su mirada era oscura, su nariz pronunciada y en todo su ademán se descubría una índole recia y altiva.
Un bulto blanquecino se presentó de improviso, a alguna distancia de la casa, por el enlodado y solitario camino: en breve se oyó el ruido de pisadas que fueron acercándose rápidamente, y al cabo de algunos momentos se oyó abrir la puerta de trancas que separaba el patio del camino, y un hombre penetró en la sala con aire risueño y contento.
—¿Eres tú, Avelino? —gritó la mujer desde el corredor interior de la casa.
—Yo, madre —contestó él, quitándose la ruana empapada por la lluvia, y después de sacudida la colgó en el espaldar de una silla.
—Yo, en persona —añadió—; hace un tiempo del diantre, está la noche escura y mojada, y por el lao del Magalena25relampagusea que ni qué.
—¿Y qué hay de viaje? —preguntó la vieja Regina entrando con un chorote, 26 el que puso en un rincón, y batiendo al momento el chocolate se lo sirvió a su hijo, en un pocillo de barro vidriado, que colocó en un plato empedrado con sendos trozos de carne asada, pan y tajadas de queso.
—¿De viaje? —contestó éste, sentándose—; pues que lo ajustamos con don Bernardo: mañana a la madrugadita me voy para Honda, 27 llevándole la plata, y pasado mañana estaré aquí, de vuelta.
—Esta tarde vinieron el sabanero Ramón y el tuerto Nicolás a buscarte; me preguntaron si por fin le irías a hacer la diligencia a don José.
—¿Y qué les contestó su merced?... No me gusta que esa gente sepa a dónde voy.
—Les dije que vos no me hablabas de tus negocios. Es la verdad —añadió entre dientes.
—¿Y no dijeron para qué me necesitaban?
—No, pero deben de volver ahora.
Avelino se calló y emprendió una batalla reñida con los manjares que tenía delante, y en breve los hizo desaparecer. El joven tendría unos veinticinco años, era de tamaño regular, delgado, ágil, moreno, de nariz chata, pero poseía un par de ojos negros y grandes cuya expresión melancólica y mirada dulce hubiera envidiado cualquier mujer; cuando abría la boca dejaba ver dos hileras de dientes tan bien formados y bellos, que parecían de blanquísimo marfil; en resumen, tenía una fisonomía agradable pero no de llamar la atención, y aunque sus ojos eran muy bellos, parecían inverosímiles en un pobre arriero; así nadie se fijaba en ellos.
—¿Cuánto ganarás en el viaje? —preguntó la madre, la que, de pie cerca de la mesa, esperaba que acabase para servirle un jarro de agua.
—Dos pesos por el viaje y por traer unos encargos que compraré en Honda.
—Debías haber pedido más. 28
—El patrón me ofreció esa suma, y como la jamilia de don José ha sido tan güena con su merced... ¡y también es un precio rigular dos pesos!
—A vos todo se te hace asina y trabajás de balde.
—Me gusta trabajar con concencia —contestó él con energía—; gano mi existencia contento y tenemos lo necesario aquí. ¿Qué le falta a su merced? ¿Qué quiere que le traiga de Honda?
—Necesito unas esteras de chingalé, 29 que sean grandes y güenas; todas tienen aquí menos yo...
Habiendo concluido su refresco Avelino se ocupó en arreglar una maleta con algunos objetos para el viaje, y su madre le ayudaba a guardar el modesto avío. Como entrambos tenían la espalda vuelta a la puerta exterior, no notaron dos bultos que se habían detenido en el alar de la casa y les miraban desde la oscuridad, pudiendo oír al mismo tiempo lo que decían adentro.
—¿Cuánta plata llevas? —preguntó la madre.
—Trescientos o cuatrocientos pesos.
—Te traigo el carriel nuevo para que los lleves mejor.
Al oír las palabras de la madre, los dos hombres se hablaron al oído y se acercaron a la puerta; uno de ellos levantó la ruana sobre el hombro y puso la mano sobre el mango de un cuchillo que llevaba colgado a la cintura.
—Ponga su merced el carriel sobre la mesa —contestaba a la sazón Avelino—; lo llevaré mañana... Esta noche no quise traer la plata; antes de irme iré a buscarla en casa del patrón.
Los hombres volvieron a hablarse paso y se adelantaron hacia la puerta, y atravesando el umbral dijeron juntos:
—Buenas noches, don Avelino.
—¿Está arreglando el avío? ¿Para dónde es viaje?
Avelino dijo secamente, después de haber contestado con frialdad al saludo de los dos hombres:
—No sé si por fin me iré... tal vez será para Bogotá.
—Lo siento —dijo uno de ellos—, pues nosotros veníamos a proponerle que viajáramos los tres juntos hasta la bodega de Honda.
—Yo también... lo siento, porque no sé si me iré al fin para el Reino 30 o para Ambalema 31 o quizás a Honda. De todos modos nunca será antes de mediodía.
—¿Tan tarde?
—Hasta esa hora me despacharán.
—¿Qué motivo tiene usted para engañarnos? —dijo uno de los hombres con aire resuelto—; sabemos de cierto que don José dijo esta tarde que mañana muy de mañanita se iba usted para Honda.
—¿Acaso tiene usted desconfianza de nosotros? —preguntó el otro que había permanecido taciturno y callado hasta entonces.
—¿Desconfiar de qué?
—No sé, pero así parece...
Avelino no contestó.
—¡Vaya! —exclamó el primero—, como que aquí estorbamos... Hasta más ver don Avelino.
Y sin añadir otra palabra salieron.

II

Apenas apuntaban las primeras claridades del alba cuando Avelino salía de su casa y se dirigía a la de su patrón. Inmediatamente recibió el dinero y salió con aire cauteloso a la calle; temiendo que los dos hombres que le habían ido a buscar la noche anterior quisiesen acecharle, pasó por frente de la casa de uno de ellos tomando ostensiblemente el camino de Bogotá; pero a breve rato, seguro ya de que nadie le veía, torció de repente a la derecha y, tomando una excusada y solitaria senda, volvió sobre sus pasos; atravesó varios campos, orilló el riachuelo bajo espesos matorrales y espinosas guaduas, y a poco salió al camino de Honda, ya muy distante de la población.
El sol reía sobre el monte, a sus espaldas; innumerables pájaros cantaban en los arbustos a uno y otro lado del camino; los ganados mugían, relinchaban, se buscaban y retozaban en las dehesas; manadas de cabras brincaban y caracoleaban haciendo maroma sobre las cercas de piedra; los niños salían de las chozas gritando alegremente, mientras que las madres, de pie bajo el umbral con el canto lleno de maíz, llamaban a las gallinas y pavos; los hombres salían de sus casas con las herramientas al hombro, y tal cual transeúnte saludaba a Avelino con atención.
Nuestro peón caminaba ágilmente y con mucha prisa, apoyándose en el largo palo de su arreador o zurriaga, 32 con la ruanita blanca terciada, el sombrero alón sobre los ojos, los pies calzados de alpargatas y una maletilla atada sobre las espaldas.
Después de haber caminado como media hora, el camino tendido y llano hasta entonces se hizo áspero y escabroso: anchas lajas y encrespados barrancos le detenían un tanto el paso; pero el mozo, lleno de brío y de salud, se burlaba de la fatiga, y andaba siempre con agilidad.
Al fin trepó a una altura que dominaba todo el camino hasta el pueblo; allí se detuvo para respirar un momento. El sol iluminaba todo el Valle: a lo lejos se veían los montes empinados, poblados en algunas partes por anchas vetas de matorrales y en otras erizados de rocas escarpadas formando precipicios, hendiduras y grietas, alegrándolo aquí y allí alguna falda inclinada que habían aprovechado para edificar alguna casita y formar una pequeña sementera o prado; por en medio de todos se retorcía, dando vueltas y revueltas por las faldas, el camino que se dirigía a Bogotá. Más abajo se percibía la población, que se deslizaba por la última falda del cerro del medio y al fin se esparcía hasta el centro del Valle. Casi a sus pies la escena era muy variada: pequeños trapiches circundados de verdes cañas, o casas más o menos grandes rodeadas de árboles frutales y toda suerte de hortalizas, formaban el conjunto y alegraban las campiñas.
Pero nuestro hombre no veía nada de todo aquello: sus ojos buscaban con ahínco las figuras sospechosas del tuerto Nicolás y el sabanero Ramón. Después de haber examinado atentamente todo el camino, y viendo que nada debía turbar su serenidad de ánimo, volvió la espalda al bello paisaje, y seguro y alegre siguió su camino lleno de brío.
El tuerto Nicolás era zapatero y oriundo de Mompox, 33 pero tenía por profesión, no hacer zapatos sino que, según se decía por lo bajo, su modo de vivir era más lucrativo y menos honroso. Aseguraban que él guardaba en su casa los efectos que otros robaban, y aun se decía que le habían visto en persona ayudando a robar en los caminos cercanos al Valle, en los últimos meses. Hacía muchos años que se había establecido en aquel pueblo: durante su juventud fue pacífico y trabajador, hasta que, habiendo muerto su madre, su carácter había c...

Índice

  1. Recuerdos de Santafé
  2. Copyright
  3. SOLEDAD ACOSTA DE SAMPER (1833-1913)
  4. MI MADRINA
  5. UNA VENGANZA
  6. SobreRecuerdos de Santafé
  7. Notes