Textos póstumos
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Textos póstumos

  1. 137 páginas
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Textos póstumos

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Información del libro

Recopilación de los textos independientes que Felisberto Hernández publicó entre 1940 y 1950. La presente colección cuenta con la aprobación de la Fundación Felisberto Hernández.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726641608
Categoría
Literature
Categoría
Classics

Diario del sinvergüenza

Una noche el autor de este trabajo descubre que su cuerpo, al cual llama “el sinvergüenza”, no es de él; que su cabeza, a quien llama “ella”, lleva, además, una vida aparte: casi siempre está llena de pensamientos ajenos y suele entenderse con el sinvergüenza y con cualquiera.
Desde entonces el autor busca su verdadero yo [y escribe sus aventuras.
F. H.
Nota: el autor persigue su yo todos los días; pero sólo escribe algunos; éstos se distinguen por números y no por fechas. La forma es de diario.]

Día 1

Cuando era niño vi a un enfermo al que le mostraban su propia mano y decía que era de otro.
Hace algunos meses descubrí que yo tenía esa enfermedad desde hacía muchos años. Tal vez habría empezado en aquella noche de mi niñez en que después de apagada la luz veía andar sola la mano de aquel hombre enfermo y escondía las mías entre las cobijas. Después escondía la cabeza; pero seguía pensando que a la mañana siguiente aquella mano podía tomar las mías descuidadas, del pequeño patio de teclas blancas y negras del piano de Celina. Y creo que fue otra noche que empecé a sentir soledad, en mis manos. Le pedí a mi madre que encendiera la luz para arreglarme las cobijas y aproveché a mirarme las manos: las vi como si nunca las hubiera mirado, las encontré extrañas y tenía pena de que no fueran mías. Y todavía mi madre me dijo: “Parecen las manos de un cavador; nunca te las lavas antes de acostarte”.
No sé cuándo olvidé la mano del enfermo; pero ella, escondida entre otros recuerdos, debe haber trabajado en mis sueños, en mis juegos y debe haber engañado mis manos, las debe haber llevado, de la mano, quién sabe a dónde o a quién y debe haber traído estas otras. Pero aquella mano no se detuvo nunca; y en la noche de hace pocos meses sentí todo mi cuerpo como si fuera de otro. Y después algo peor; descubrí que mi cuerpo ya había sido ajeno desde hacía muchos años. Él había estado pensando y escribiendo en mi nombre y ahora hasta mi propio nombre tiene otro sentido y parece de él, de este cuerpo con el que fui teniendo tan larga complicidad y al que he terminado por llamarle “el sinvergüenza”.
Cuando yo era niño no ponía mucha atención en mi cuerpo. Es que lo miraba con cierta indiferencia, pero a veces casi me hacía gracia y sentía por él esa pena que se tiene por algún predestinado a una enfermedad incurable. Muchas veces trataba de que esquivara pellizcones, de que huyera de las palizas y lo acompañaba en los rincones de penitencias. Él se entretenía en cerrar los ojos, tirar un alfiler y buscarlo a tientas; o en acercar los ojos, muy abiertos, al piso y a las paredes para ver bien las cosas muy pequeñas.
Pero ahora no quiero entregarme a los recuerdos. Tengo otras cosas importantes que descubrir. Sin embargo hoy tampoco puedo pensar. Mañana, me levantaré temprano y empezaré a buscar mi yo, mi verdadero yo; quiero saber dónde y cómo vive en este misterioso continente, en este cuerpo, en este sinvergüenza.

Día 2

A pesar de haberme prometido buscar mi yo a la mañana siguiente lo empecé a perseguir esa misma noche. Y no sólo dentro de mi cuerpo sino también dentro del sótano donde vivo. Hay que pasar por una puerta chica como la de cubierta de algunos barcos; se bajan unos escalones y las piezas, de techos bajos cruzados por caños, también hacen pensar en un vapor. Y si en la mañana me despierta la máquina de lavar la ropa, la ilusión de soledad en alta mar es completa.
Esa noche, para no despertar a mi señora, tuve que tantear con cuidado el camino a mi cama y hacer contorsiones y fuerza para sacar obstáculos. Pero de pronto, en la poca luz, tuve una sorpresa. En el instante de descubrir que mi señora no estaba, la cama de ella, muy bien tendida con su almohadón inclinado, me dio la impresión de que la propia cama, acostada en sí misma, estaba inocentemente dormida. Y fue en ese momento, al ver redondeados los bordes de las cobijas con algo de ternura, que me asaltó el sentimiento angustioso de estar solo con mi cuerpo, de tenerlo que revisar como a un mal compañero y recriminarle su impostura.
Encendí una pequeña luz, debajo de la cama. Está allí para no despertar a mi mujer cuando el sinvergüenza quiere levantarse en medio de la noche. Ahora en el momento de ponerlo de pie, casi en la oscuridad –la luz, como una candileja, sólo iluminaba los zapatos–, me di cuenta de que él estaba prevenido y nervioso como un bandido que presiente la policía. Estoy seguro de que caminaba de un lado para otro sin motivo; yo alcancé a verle las rodilleras del pantalón y tenía cierta expresión de desfachatez. Después, mientras yo estaba distraído, encendió la luz de una portátil encima de una mesa, fue al fondo de la pieza y echó mano a una botella de vino puro que había traído mi señora. Entonces –esta vez supongo que fui yo–, lo obligué a sentarse a una mesa con intención de interrogarlo.
En primer término ¿quién lo enteró de mis propósitos? Él había demorado la boca en el vino y ocurrió lo de muchas veces: llegó mi señora a punto de salvarlo y con esa extraña relación que ella tiene con él por encima, o aparte de mi yo, y que yo nunca sé bien cómo es. ¿Pero quién le avisó, al mismo tiempo, a ella también? Creo haberlo descubierto esa misma noche.
Esa mañana, apenas mi señora subió a “cubierta”, y yo me quedé solo con mi cuerpo, me encontré comprometido, con él, como con un compañero, en un largo viaje, al que tuviera que revisarle los bolsillos y recriminarle algo.
Esa primera mañana me pareció que él era inocente, que yo lo traicionaba, y que debía mirar bien lo que hacía antes de proceder. Esto me trajo a la memoria lo que me ocurría con algunos compañeros cuando yo iba a un empleo que dejé hace poco tiempo; ahora lo comprendo todo mejor.
Las calles próximas a la de mi oficina eran malditas. Sabía que al entrar allí me iba a encontrar una persona horrible, cobarde y artificial, que me enfermaba de angustia. Esa persona era yo. Ya, si en las calles era visto por compañeros –si me veían los esquivaba–, ya los apreciara o los detestara, mi persona artificial se dirigía insistentemente hacia ellos, cordial y lleno de bromas. Ése era mi cuerpo. No, era este cuerpo solitario como un perro resentido, que una vez me cambiaron, que no sé de dónde vino y cuál es su historia. ¿Por qué le cuesta tanto salirse de sí mismo y cuando lo hace es con tanta violencia y en una forma tan poco natural? ¿Por qué es cobarde, y perezoso y tiene una dificultad tan grande en escuchar a los demás, en esperar a comprenderlos, y después hablarles con su propio criterio tranquila y valientemente?
¿Por qué esa dificultad de improvisar frente a las personas cuando ellas están presentes? ¿De dónde le viene ese miedo que lo vuelca anticipadamente ante las personas conocidas con esa cordialidad llena de bromas que eviten el silencio, que no dejen pasar mucho tiempo sin palabras, sin alguna manifestación exterior?
¿Por qué le tiene miedo al vacío de la conversación y al tiempo que pasa sin responder? ¿Es porque tiene alguna dificultad desconocida en el trato?
Si se sabe inferior, físicamente, para resistir una pelea, ¿también se sabe incapaz de emplear su cabeza para arreglar una situación?
Ante estas recriminaciones se quedó callado. No sabía lo que él haría; pero el hecho de que yo no lo temiera me decía que él era un cobarde, que yo sabía que él se quedaría callado, que yo estaba acostumbrado a que él se encogiera.
Pero no ocurrió exactamente eso. Esa mañana al cerrar la puerta de la “cubierta” tuve un instante la sensación de que él había quedado adentro, debajo, en el camarote. Pero en seguida sentí que venía conmigo y que yo tenía la incomodidad de andar junto a un enemigo, de no sentirme libre. Entonces recordé otra cosa que me ocurría en el empleo: cuando él se enojaba ante una mala contestación de un compañero (el perro resentido era muy susceptible) era insufrible la situación de pensar, de tener continuamente la atención, de cómo tendría que comportarme con el compañero. Le era más cómoda la violencia máxima que la forma obsesiva de la atención ante la circunstancia de tener que improvisar a cada instante los gestos de una persona resentida. La obsesión era tan enloquecedora que trataba de hablarle como si nada hubiera pasado (pero con un odio inmenso) al que me había agraviado.
El cuerpo, el sinvergüenza, tiene una cabeza y le ha hecho una seña imperceptible, instintiva, para que ella lo justifique.
Voy a esperar a que ella hable.
Esta tranquilidad de la espera es de ellos, de mi cuerpo y de mi cabeza. Mi yo, en la situación de quererse agarrar el alma con una mano que no es de él, siente otra cosa.
He andado buscando mi propio yo desesperadamente como alguien que quisiera agarrarse el alma con una mano que no es de él. Y lo sigo buscando entre mis pensamientos, de los cuales desconfío, y entre mis sueños. Y para colmo, todos ellos, ni siquiera se me aparecen de él solamente, sino como de muchos cuerpos confusos, de los que vivieron en sus antepasados.
¿Y quién es el que busca mi yo? Debe ser él, mi cuerpo. Tal vez él presiente mi yo como un bandido presiente la policía. Pero la idea de la justicia ¿será de mi yo? En todo caso mi yo la puede haber tomado de otros. No sólo mi cuerpo sino también mi yo, debemos estar llenos de pensamientos ajenos. ¿Y ahora será él que quiere confundir mi yo con el de los otros?
He vivido instantes en que creía encontrarlo en la pena de estar enfermo, en la angustia de encontrarme dividido, de no tener unidad leal ante el mundo. Pero he aquí que un día descubrí que no estaba solo: empecé a mirar a los demás con mi condición y encontré hombres mucho más divididos que yo, de grandes culturas y grandes sentimientos por una parte y con sinvergüenzas mucho más grandes que el mío.
A mí me queda la ilusión de luchar con el sinvergüenza y crear con él una unidad de lucha. Pienso que este diario me ayudará para crearme un yo que lo pueda ver sin tanta vergüenza.
Pero oigo a mi sinvergüenza decirme: yo soy grande y misterioso; no me hice solo, soy múltiple... Ya sé, mi yo es débil; y debo admitir también pensamientos ajenos para que me ayuden. Pero también en esto tengo que luchar con él, con su vanidad de ser él solo, por encima de todos los otros: él tiene un egoísmo inmenso y yo estoy a expensas de su poder.
Sin embargo hoy debo decir que buscaré mi yo, también, en el pasado, con pasos de fantasma y entre hechos con la falsa claridad de algunos sueños. Y por último ¿quién es que ama la vida también en los recuerdos? Y si es él que me obliga a escribirlos ¿quiere relamerse del pasado o es para representarse una presa del futuro?
Me desperté en completa oscuridad sabiendo que la cama de Acacia, mi mujer, estaba a mi derecha y junto a la mía. Entonces saqué mi mano izquierda de entre las cobijas y la dejé colgando, fuera de la cama, en el aire oscuro. Y en el instante de preguntarme “¿qué estaba soñando?”, empecé a comprender, como si la oyera, otra pregunta. Era hecha con mi voz, con mi voz imaginada de otras veces, cuando pienso con palabras en medio de la noche; esa pregunta tomaba descuidada a la primera con una insinuación irónica pero que se iba llenando de miedo: “¿Y si una mano, que no es de ninguna de las de este cuerpo, viniera acercándose, en la oscuridad, y de pronto tomara esta mano caída?”.
Primero la cabeza y después el cuerpo, se fueron erizando. Yo no alcancé a percibir el movimiento de la mano al meterse entre las cobijas. Pero ¿quién hizo la pregunta? ¿O dónde y por qué se produjo esa pregunta? Tenía que haber una “ella”, inesperada, actuando en mis propias narices. Precisamente ¿quién es la que se mira en el espejo de mañana? ¿Quién es la gran vanidosa, la que todo lo quiere saber y hace caso a lo que dice cualquiera? ¡Tan desconfiada y tan crédula! Cuando Acacia dice que recibe de mí pensamientos telepáticos, yo me quedo sorprendido; pero ¿quién se los trasmite? Todas estas preguntas son mías, estoy seguro, pero aún me quedan otras: ¿por qué ellos, la cabeza y el cuerpo se asustaron y “ella” hizo la pregunta? Ellos sabían que podría venir a visitarme una mano de mi propio yo cuando ellos no la vieran. Entonces tuve una tristeza tierna, casi infantil; empecé a sentir que una mano mía, desde hacía muchos años, debía andar perdida; que aprovecharía a confundirse con la noche, que debía haber pasado muchas necesidades creciendo sola y pidiendo limosna escondida en un paño negro.
Hubiera querido llorar pero no quería hacerlo porque las lágrimas serían de “ella”, aparecería en los ojos de esta cabeza, que esconde, en alguna parte de “ella” o del cuerpo, mi yo.
El día que descubrí mi sinvergüenza caía una lluvia fina y yo había ido a un barrio pobre a buscar una valija. Necesitaba mucho la valija; pero con aquel tiempo y pensando en la molestia que me traería el viaje en ómnibus con ella, estaba contento de no haber encontrado la familia que me tenía que dar la valija. Esperaba el ómnibus debajo de una cina-cina y al lado mío había un caballo con una cuerdita al pescuezo que se me ocurrió que había sido atada por un chiquilín. Tenía ganas de pasar la mano por la pradera caliente y lustrosa que parecía la piel del caballo, pero de pronto ella producía un pequeño terremoto para ahuyentar una mosca. La cuerdita me hizo acordar del director de mi escuela cuando yo tenía trece años. Él tenía una nariz inmensa, usaba un cuello anchísimo y decía que la corbata finita, más angosta que un dedo, armonizaba con sus facciones. Los muchachos decían que era una cinta de hilera y que compraba toda la pieza para hacerse corbatas.
El caballo movió la cola y me acordé del hospital donde hacía poco me habían sacado la última vértebra y me habían dejado un agujero tan grande que parecía que le hubieran arrancado de raíz la cola a un caballo. Un médico, al comentar la fístula, les hablaba a los estudiantes de algo como una equivocación de la naturaleza al cerrar las vértebras. De pronto me di cuenta que el caballo y yo, al mismo tiempo, habíamos hecho el mismo movimiento para apoyar el cuerpo del otro costado y descansar, él en otra pata y yo en otra pierna.
Ahora estoy más tranquilo; pero hace algunos días tuve como una locura de hombre que corre perdido en una selva y lo excita el roce de plantas desconocidas.
La realidad se parecía a los sueños y yo me preguntaba: ¿pero quién es que busca mi yo? ¿No será él, mi cuerpo? ¿O será que él huye de mi yo como un bandido que presiente la policía? Entonces, la idea de justicia, ¿será de mi yo?
Después pensaba que esa idea estaba formada de pensamientos ajenos, que ellos me vigilaban desde la infancia y habrían empezado a invadirme, como a un continente, a una señal hecha por aquella mano ...

Índice

  1. Textos póstumos
  2. Copyright
  3. Introducción a la edición
  4. Úrsula
  5. El árbol de mamá
  6. Pre-original de El árbol de mamá
  7. Tal vez un movimiento
  8. Pre-original de Tal vez un movimiento Novela metafísica
  9. Buenos días [Viaje a Farmi]
  10. Mi primer concierto en Montevideo
  11. [En gira con Yamandú Rodríguez]
  12. Mi cuarto en el hotel
  13. [El pájaro asustado]
  14. La plaza
  15. Primera casa
  16. Una mañana de viento...
  17. [La casa amarilla]
  18. Pre-original de Tierras de la memoria
  19. Cartas a los muertos
  20. Hoy estoy inventando algo que todavía no sé lo que es...
  21. Diario del sinvergüenza
  22. Fragmentos póstumos
  23. Sobre Textos póstumos