Mi primera maestra y otros cuentos
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Mi primera maestra y otros cuentos

  1. 68 páginas
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Mi primera maestra y otros cuentos

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Índice
Citas

Información del libro

Recopilación de relatos de Felisberto Hernández publicados entre 1940 y 1950: "La pelota", "Manos equivocadas", "Mur", "Mi primera maestra", "Lucrecia", "Explicación falsa de mis cuentos" y "La casa nueva".-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726641615
Categoría
Literature
Categoría
Classics

Manos equivocadas

A Irene:
No se inquiete. Es decir me gustaría que se inquietara un poco, si en esa inquietud hubiera curiosidad. Precisamente la curiosidad es la causa de que yo haya querido escribirle –ya le explicaré con todos los detalles posibles esta actitud–; pero antes tengo que decirle que no la comprometeré; lo que le escribo lo podrá leer todo el mundo: no encontrarán otra cosa que curiosidad, y sobre todo, una curiosidad libre, pues su nombre fue tomado al azar entre muchos. Yo no tenía ninguna disposición anterior acerca de su persona; pero su nombre, tomado entre muchos, fue la primera cosa de lo desconocido en que se detuvo mi curiosidad. En el movimiento que ella hizo para ir a posarse sobre su nombre también me encontré con lo desconocido. Y por último, en mi propia curiosidad, en lo hondo de ella, también me encuentro siempre con lo desconocido: lo poco que de ella sé, lo encontrará usted en la prometida historia; y mi empecinamiento en contestársela es por la necesidad de que le resulte lo menos violenta posible esta actitud mía. Sin embargo, lo primero que me impulsó a realizar esta carta, fue la esperanza de que la persona a quien me dirigía, sufriera una curiosidad parecida.
Desde hace muchos años y hasta hace pocos meses, mi locura anduvo vagando por las ciencias. Allí también sentí curiosidad y allí también sentí lo desconocido. Pero una noche en que estaba distraído y miraba la calle casi oscura de mi casa y por la cual pasaban algunas personas, se me empezó a cambiar la curiosidad y el interés de lo desconocido: se volvieron hacia las personas que pasaban. Algunas llevaban la cabeza baja y yo sentí deseos de saber lo que sentían y pensaban en aquel momento. Hubiera sido absurdo pretender saberlo; pero ese deseo estuvo en mí desde esa noche. A la mañana siguiente, cuando hacía poco rato que estaba despierto, tuve el precipitado deseo de salir de mi casa y ver cómo serían las personas que viajaban en los mismos ómnibus que yo y las que encontraría por las calles. Desde ese día me interesó ver y sentir desde temprano el movimiento de las calles con sus personas y sus cosas. Caminaba entre la gente con el mismo descuido que había tenido en mi casa para arreglarme antes de salir; no buscaba nada y sabía que encontraría algo: ya lo estaba encontrando. Era eso desconocido a que me entregué aquella noche en mi casa, cuando estaba apoyado con los brazos en la verja de madera, y cuando vi pasar a las personas como a figuras extrañas, mucho más desconocidas y alejadas que antes. Tan extrañas, desconocidas y alejadas las volví a ver al otro día de mañana, a pesar de la luz del día, a pesar de ser yo también otra de las personas que iban por las calles, y a pesar de tenerlas tan cerca cuando viajaba en los ómnibus. Pero la noche de ese mismo día me di cuenta de que lo desconocido aparecía más en la noche que en el día: en la noche yo también sentía que alrededor del espíritu tenía un poco de oscuridad, y que a mis pensamientos, por más claros que fueran, les llegaba algo de la sugestión del espíritu y de la noche. Cuando más oscuro era el aire, más grande era la sugestión de lo desconocido. No importaba que ese mismo aire llegara hasta donde estaban las lamparillas; aunque yo estuviera distraído o pensando en otra cosa, sentía que más allá de donde ellas alcanzaban, estaba siempre aquel mismo aire cargado de oscuridad. Además comprendía que lo desconocido era furtivo: pasaba en el fondo de una calle, junto con un ferrocarril que cruzaba; cuando creía encontrarse con una persona conocida y después resultaba que no era; en momentos que una mujer en el cine se daba vuelta para atrás y miraba como buscando a alguien: al salir varias personas de un zaguán; cuando en una esquina a la que había mirado unos momentos antes, aparecían como llamitas recién encendidas las figuras de dos muchachas; cuando una mujer soltaba una carcajada y la ahogaba con un pañuelo; cuando dos personas desconocidas hablaban cerca, de otra que yo conocía; cuando al volver a mi casa tarde de la noche, me parecía ver de pronto la cara de un hombre que había muerto hacía tiempo; y cuántas cosas de extraña incoherencia.
Otra noche me di cuenta de otra cosa más de lo desconocido: no siempre llega de pronto y chocando contra mí, sino que a veces llega como si yo estuviera durmiendo y me empezaran a poner cobijas muy livianas y después más pesadas, hasta que me despertaba y las tiraba.
Una vez yo estaba sentado en el centro de la tertulia de un teatro y en la platea veía la parte de atrás de un saco de terciopelo negro de la cual salía una cabeza rubia y unas manos y brazos enguantados de cabritilla blanca. Yo miraba distraídamente los movimientos de aquella cabeza y de aquellos brazos, y poco a poco fui sintiendo que esos movimientos y esa gracia tan extraña, habían sido vistos por otra persona en uno de sus sueños... Después se levantó el telón y atendí a la escena.
Otra vez en un cine muy lujoso y casi vacío, empecé a sentir poco a poco una inexplicable angustia: aquella angustia me la había venido creando la suntuosidad, y en esa misma suntuosidad había un silencio extraño... Pero otra vez descubrí que sentía esa misma angustia desconocida en salas llenas de voces alegres y de mujeres graciosamente vestidas, y que además, en esas mismas salas alegres, también aparecía lo desconocido fugaz: en el momento en que una persona hacía un movimiento que aun visto por ella misma le hubiera resultado extraño; en la forma con que una persona miraba a otras que recién entraban; en una seña desconocida de una fina mano de mujer…
He interrumpido esta carta porque un amigo vino a buscarme para ir a una fiesta. Allí, alguien, comentando los colores con que una mujer se había pintado las ojeras, pronunció su nombre. El corazón se me detuvo. Y al ir constatando que no podía haber dos personas con su nombre, empecé a pensar de nuevo en lo desconocido. ¿Acaso el haberla encontrado cuando le escribía como a una persona desconocida no es otra cosa más de lo desconocido? Además, después que nos presentaron y de haber conversado juntos tanto rato, me di cuenta de que en usted había muchas cosas maravillosamente desconocidas; y entonces pensé que lo que faltaba decir en mi carta se volvía más fácil: pedirle que abandonara algo de los instantes en los que sienta eso que digo hasta el cansancio y con esa vulgar palabra: “desconocido”. ¿Le interesará hacer la historia de estos instantes?
El cartero llega a casa al oscurecer y a esa hora yo estaré pensando que a lo mejor usted me escribe.
Un saludo.
A Inés:
Hoy me desperté tarde; sin embargo no me levanté en seguida, porque tuve que acordarme de lo que pasó anoche. Y como anoche la persona vestida de luto era usted, y los demás, y el ruido y la luz eran de una calidad de confusión como de una antigua película de cine, sentí que si me levantaba y le escribía, tendría el privilegio de dirigirme a la figura imprecisa de un sueño. Pero antes de levantarme, la atención se me detuvo en el clavel rojo de la solapa de mi saco, y me pareció que mi traje era del personaje que anoche habló con usted, de aquel “yo” que también era de sueño.
De usted brotaban cosas que no recuerdo tanto por sus palabras como por su actitud mientras conversaba; y cuando conversaba yo, no me parecía que yo mismo hablara sino que seguía sintiendo lo que usted decía con sus gestos.
La luz al pasar por el ala calada de su sombrero, hacía arabescos de sombra en la parte superior de su cara, y lo que había en sus dientes muy blancos no parecía tener que ver con el brillo de sus ojos negros en la sombra de los arabescos. Pero cuando salimos del bar y caminábamos juntos, esa sombra se movía más, y cuando pasábamos debajo de los focos, parecía que de su frente caía un antifaz.
También siento sombras de sueño al acordarme de cómo caminábamos nosotros dos: tan pronto íbamos juntos, como nos separaban los compañeros y quedábamos en los extremos de la línea. Pero de pronto yo me adelantaba un poco, veía que usted con su gesto se dirigía a mí, y en seguida me encontraba a su lado. Después, yo me había adelantado mucho trecho con un compañero; sentimos que nos llamaban porque algunos se separarían del grupo; y entonces, al encontrarme con usted y verla sin aquel sombrero y con aquella cabellera, sentí algo que sería como el epílogo de la noche.
Ahora han pasado algunos días. Yo he deseado no mover más los recuerdos y he preferido que ellos durmieran, pero ellos han soñado.
Ahora hace veinticuatro horas que la vi por la calle y llevaba otro sombrero. Yo estoy muy lejos, es de noche, y también el presente me parece un sueño. ¿Cómo es que la volví a encontrar, y llevaba otro sombrero, y yo tuve que salir de Montevideo anoche mismo? El amigo con quien yo debía venir, salía de ahí a las pocas horas que usted se despedía de mí sin saberlo. Y recordaba todo eso en un lugar donde nunca estuve, y que es solo y pintoresco, es lo que hace de sueño el presente.
Esta tarde, al pasar por un maravilloso lugar que hace el arroyo en el bosque, pensé que a lo mejor ahí mismo leería una carta que usted me mandaría, y hasta que venga, estaré ocupado en esperarla. ¿Me escribirá pronto?
Todavía estoy en el saludo que le ofrecí anoche, y todavía tengo el suyo.
A Inés:
Hace muchos días que vivo realizando cosas que siento como fuera de mí; aunque ellas sean espontáneas y ligadas a mi intimidad, igual las sigo sintiendo como fuera de mí: ocurren cuando estoy con mis amigos y cuando toco el piano. Pero en los poquísimos momentos que me encuentro solo, en los momentos antes de dormirme y en los antes de levantarme, siento que dentro de mí, y aun cuando no he pensado en ello, ha seguido formándose lo que empezó aquella noche.
La primera vez que me di cuenta de eso fue aquella otra noche que usted llevaba otro sombrero. Eso había crecido escondido en muchos instantes durante los cuales yo no pensaba en él, y cuando la encontré me sorprendió de una manera muy extraña: sentí, que sin saberlo, se me había preparado un espacio donde caería y quedaría como encerrada la emoción de ese encuentro.
Después, en ese mismo espacio donde cayó la emoción, se ha ido formando un sentimiento; ese sentimiento está siempre junto a mí, aun en los momentos que yo no recuerdo que existe; pero de pronto aparece y me sorprende con una suave palpitación; entonces hago un silencio en medio de una conversación, o me distraigo o siento con más intensidad lo que estoy tocando en el piano.
A veces, cuando me llega la suave palpitación, creo que sin darme cuenta la esperaba; pero hay otros momentos que me toman tan desprevenido como si me diera vuelta y viera en el sentido opuesto de mi camino, una imprecisa y larga sombra; después esa sombra se cambia y nunca acierto a prever de dónde me viene la luz y hacia dónde va mi sombra…
El día que llegó su carta –esa carta que ahora es muy mía y que tanto estimo y respeto– ya las palpitaciones no fueron suaves.
Un intenso saludo.
A Irene:
El deseo se me ha acostumbrado a escribirle algunas de las cosas que siento y pienso. Pero ni lo que pienso yo ni los hombres inteligentes, ni lo que descubren los sabios –aunque todo esto me interese mucho–, es lo que prefiero encontrar en la vida. Es decir, a veces me gustaría l...

Índice

  1. Mi primera maestra y otros cuentos
  2. Copyright
  3. Introducción a la edición
  4. La pelota
  5. Manos equivocadas
  6. Mur
  7. Mi primera maestra
  8. Lucrecia
  9. Explicación falsa de mis cuentos
  10. La casa nueva
  11. Sobre Mi primera maestra y otros cuentos