Los argonautas
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Los argonautas

  1. 450 páginas
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Los argonautas

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Información del libro

Los argonautas es una novela de corte dramático del autor Vicente Blasco Ibáñez. Narra las vicisitudes de un número de personas que cruzan el mar en un transatlántico, desde emigrantes forzosos a millonarios que realizan un viaje de placer. Las vidas de todos ellos se mezclarán y se unirán con un mismo destino allende los mares.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726509397
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

V

A las diez de la mañana iban colocando los músicos sus atriles al final de la cubierta, entre el fumadero y una barandilla, sobre la explanada de popa. Ensanchábase el paseo en este lugar, ofreciendo el aspecto de una terraza de café, con mesas al aire libre y arbolillos redondos plantados en cajones verdes.
Rompía á tocar la música una «Marcha granadera» del tiempo de Federico el Grande, con estruendosos alaridos de trompetería, y poco á poco la gente iba poblando el paseo.
El buque, húmedo, sombreado, limpio, parecía sonreír como un dormilón que se despabila con las frías abluciones matinales. Desde mucho antes caminaban los madrugadores por la azulada penumbra de la cubierta, saludándose al paso y comunicándose noticias de la noche anterior. Algunos, vestidos con pyjamas ó medio desnudos bajo un largo gabán, descendían del gimnasio y se deslizaban rápidamente en busca de sus camarotes.
Aparecían las primeras señoras, yendo tras un breve paseo á arrellanarse en los sillones. Bandas de muchachos aprovechaban la ausencia de los mayores para hacer suya toda la cubierta. Niñeras de diversa nacionalidad con una criatura al brazo formaban amigables grupos, mirándose sonrientes sin entenderse. Otras empujaban cunas con ruedas, en cuyo interior una cabeza abultada, de suaves cabellos, aparecía medio dormida entre puntillas y lazos. Una tropa de niños con fusiles de latón daba la vuelta al buque golpeando el húmedo entarimado con marciales patadas. Eran rubios, morenos ó bronceados, mostrando en la variedad de sus tipos la amalgama étnica del continente americano, en el que sus padres les habían hecho nacer. Un hijo del doctor Zurita, que iba al frente sable en alto marcando el paso, gritaba con el imperio de una casta triunfadora: «A ver, gringo, avanza un poco... Un... dos. Un... dos. Tú, gallego, hazte pa atrás.»
Fernando, apoyado en la barandilla á corta distancia de los músicos, seguía con los ojos el lento balanceo del castillo de popa, sobre el cual aleteaba una ronda de gaviotas. Eran aves enormes, repletas de pescado y desperdicios de los buques, con alas poderosas, blancas y combadas, semejantes á velas.
Seguían al trasatlántico desde Canarias, habituadas á esta soledad azul, inmensa para los ojos del hombre, y en la que su instinto husmeaba la vecindad invisible de la costa de Africa y del archipiélago de Cabo Verde. Volaban en espiral sobre la popa, abanicando algunas veces con sus alas á los pasajeros de tercera clase. Otras se tendían en fila sobre el camino blancuzco y espumoso que dejaban abierto las hélices en la llanura del Océano. Parecían inmóviles sobre el vapor, que marchaba y marchaba con el jadeante ímpetu de sus pulmones de acero, y cuando quedaban atrás bastábales un par de aletazos para volver á colocarse verticalmente sobre él. Sonaba el chapoteo de un objeto en el mar; una espuerta de residuos de cocina, un madero, un bote de conservas vacío, é inmediatamente se desplomaban, con las plumas encogidas, balanceándose sobre las ondulaciones oceánicas lo mismo que los cisnes de un lago. Y así que terminaban la exploración del objeto flotante ó engullían los residuos, retornaban al buque impetuosas como proyectiles.
Un murmullo de gente invisible subía hasta el paseo en las breves pausas de la música. Ojeda, al inclinarse sobre la baranda, recibió en su olfato un hedor de comida agria. La vasta explanada de popa, libre á aquella hora de toldos, aparecía ocupada por los emigrantes septentrionales. Formaban cuadros sentados en los caramancheles de las escotillas. Otros por encima de ellos ocupaban, como si fuesen bancos, los mástiles de las grúas colocados horizontalmente. Algunos, con aire señoril, dormían arrellanados en sillones plegadizos de lona vieja, recuerdo de anteriores viajes.
Correteaban bandas de muchachos medio desnudos, yendo á refugiarse entre las rodillas femeninas en los azares de su persecución. Viejos con luengas barbas, gorros de piel de cordero y peludos gabanes permanecían en cuclillas mirando el mar como fakires en éxtasis. Unos jóvenes tendidos sobre el vientre, con la quijada entre las manos escuchaban la lectura en alta voz de un camarada. Junto á la borda otros hombres barbudos fumaban en largas pipas y de vez en cuando sus manos rojas y escamosas se hundían bajo las sotanas forradas de pieles para agitar con fuertes rascuñones los harapos invisibles.
Tenían que abrirse paso los marineros en esta muchedumbre compacta é inmóvil, que bebía sol y aire fuera del encierro de los sollados. Sobre un montón de cables, un emigrante de cabeza rapada movía el arco de su violín sin que el más leve sonido llegase hasta el paseo donde rugían los cobres. En la plataforma del castillo de popa, entre botes, maromas y salvavidas, pululaban los pasajeros de tercera clase que gozaban de preferencia: tenderos ambulantes; rusas y alemanas con grandes sombreros de paja que, cogidas del talle, hablaban de sus diplomas académicos y de la posibilidad de entrar en el seno de una familia del Nuevo Mundo para enseñar idiomas á los niños; jóvenes melenudos con trajes de buen corte, pero de raída tela, siempre con un libro en la mano. Eran los aristócratas de esta parte del buque que, aislados en su altura, miraban con desdeñosa conmiseración al rebaño de abajo y con envidia revolucionaria á los del castillo central.
Filas de ropas puestas á secar se balanceaban en la explanada sobre los grupos de cabezas. El suelo, regado á manga poco antes, estaba cubierto de cáscaras de frutas, secreciones de garganta y residuos de alimentos. Cabelleras femeniles tendidas al sol recibían la exploración venatoria de los peines. De la blancura incierta de algunas camisas, rígidas y acartonadas por el líquido seco, emergían ubres como harapos, adaptando su arrugada flacidez á las bocas lloronas de los pequeños. Otras madres, con el hijo en las rodillas, desenvolvían tranquilamente sus fajas y pañales, dando á la luz los olvidos hediondos de la inconsciencia infantil.
No tenía Fernando más que ladear un poco la cabeza, volviendo los ojos al interior de la cubierta, y recibía en su olfato inmediatamente la esencia de los licores que burbujeaban con mezcla de soda en las mesas del café, el perfume de agua de Colonia que iban esparciendo las mujeres como un recuerdo de su baño matinal. Parecía ser de un planeta distinto la vida que se desarrollaba cuatro metros por encima de la muchedumbre emigrante. Los camareros iban de grupo en grupo ofreciendo grandes bandejas cargadas de emparedados y tazas de caldo: el segundo refrigerio de la mañana. Las señoras exhibían con afectada modestia sus trajes de verano recién extraídos de los cofres, y cambiaban mutuos cumplimientos. Muchos pasajeros iban vestidos de blanco de pies á cabeza, é igualmente de blanco los domésticos del buque, los músicos y los oficiales. Había momentos en que el castillo central parecía invadido por una tripulación de pierrots.
Pasó Mrs. Power, sola como siempre en sus matinales paseos, erguida y sin mirar á nadie, con un sombrero de tul elegante y vistoso. Fernando sintió al verla indecisión y timidez, pero ella, deteniéndose un momento, vino en su auxilio. Le saludó preguntando con un retintín irónico cómo había pasado la noche. Sonreía protectoramente, dando á entender que perdonaba á Ojeda su travesura de niño grande. Todo estaba olvidado... Y le tendió una mano antes de alejarse, continuando su marcha de ritmo varonil.
Transcurría el tiempo sin que la cubierta se viese tan poblada como en otras mañanas. Muchos sillones permanecían vacíos. Las graves señoras alejaban á sus hijas para conversar entre ellas con voz de misterio y gestos de indignación, como si comentasen algo escandaloso. No había aparecido aún ninguno de aquellos jóvenes de cuya amistad hablaba Maltrana con entusiasmo. También él permanecía invisible, y lo mismo Nélida con su escolta de adoradores.
El doctor Zurita pasó junto á Ojeda aspirando el humo de su tercer cigarro matinal.
—Poca gente—dijo—. Anoche, según parece, hubo farra larga. Debe haber abajo un tendal de muertos y heridos... ¡Qué muchachada tan viva! ¡Cosas de la edad!...
Y siguió adelante, sonriendo con una tolerancia de veterano al pensar en las locuras de la «muchachada». Estaba tranquilo por haberle dicho su ayuda de cámara andaluz que los hijos mayores roncaban en sus camarotes con la fatiga de una noche pasada en claro, pero sin desperfectos visibles.
La música siguió desarrollando su programa, matinal como si sonase en el vacío. Pasaban las señoritas formando grupos, lo mismo que en las plazas de las pequeñas ciudades, alrededor del kiosco de conciertos; pero les faltaba en este continuo girar el encuentro con los jóvenes, el acompañamiento de un amigo, miradas curiosas y simpáticas que las persiguiesen.
Sólo quedaban ellas en la cubierta. Los hombres graves eran buscados por el mayordomo, que en fuerza de invitaciones y ruegos conseguía meterlos en el fumadero. Se iba á formar allí por aclamación el comité organizador de las fiestas con que se celebraría el paso de la línea equinoccial.
Terminó el concierto, retiráronse los músicos con atriles é instrumentos, y entonces fué cuando Maltrana hizo su aparición. Lo vió Fernando asomar la cabeza por la puerta de una escalera tímidamente. Después de largos titubeos avanzó al fin con cierto encogimiento. Vestía un traje blanco, rutilante, majestuoso, sobre el cual parecía destacarse con mayor relieve la fealdad grandiosa de su cara, á la que encontraban algunos cierta semejanza con la de Beethoven viejo.
En su marcha cautelosa, torcía el rostro hacia el lado del mar, bajando los ojos como si temiese ser visto. Ante los grupos de nobles matronas, su cortesía pudo más que el miedo. «Buenos días...» Pero las damas contestaron su saludo á flor de labios, siguiéndole con ojos severos y mirándose después entre ellas... «También éste era de los culpables.» Y todo el peso de su indignación se descargó mudamente sobre Maltrana, el primero que se atrevía á presentarse ante ellas.
Ojeda al estrecharlo la mano se fijó en su tendencia á volver la cara hacia el mar, rehuyendo el lado izquierdo, y con súbito movimiento le hizo ponerse de frente.
—Pero criatura, ¿qué tiene usted ahí?...
Señalaba, riendo, una hinchazón lívida de la sien que se extendía hasta un ojo.
—No es nada—balbuceó Isidro—; poca cosa... Ya le explicaré.
Y para desviar la conversación se miró de los pies al pecho con gesto de orgullo.
—¿Eh?... ¿qué me dice del trajecito? Tengo otro á más de este... ¡Cualquiera adivina que es obra de doña Margarita, mi patrona!
Pero Ojeda no se dejó desorientar por estas palabras y siguió riendo con los ojos puestos en la contusión que desfiguraba á su amigo.
—Cuando se canse de reir, avise—dijo Maltrana algo amostazado—. ¿Pero no ve usted que nos están mirando esas dignas señoras?... Las conozco y no quiero perder su amistad. Hablan con mucha soltura de los escándalos de Europa; tienen el propósito decidido de no asustarse de nada, para que no las tomen por unas atrasadas; pero todo es puro exterior, y cuando se despojan de los trajes y los añadidos de París resultan idénticas á nuestras damas de provincias... Al pasar frente á sus camarotes miro algunas veces por la puerta entreabierta: en el lavabo, marquitos portátiles con imágenes milagrosas nacionales ó de importación; en un boliche de la cama, un rosario y más estampas... Tengo miedo de que me echen la culpa á mí, que soy el más infeliz. Me temo que por dejar en buen lugar á sus niños y á los amigos de sus niños, digan que fuí yo quien organizó lo de anoche... Y yo tengo interés en estar bien con todo el mundo, en conservar mis amistades.
Fernando no pudo contener su impaciencia. «Pero ¿qué era lo de anoche?...» Maltrana sonrió, como si recordase algo, y dijo, remedando á su amigo, con entonación dramática:
—Soy un miserable... Un miserable que siente asco de sí mismo.
Pero antes de que Fernando pudiera enojarse por este recuerdo, se apresuró á añadir:
—Lo de anoche fué una lección; una lección de cosas y de nombres: una «farra», una «remolienda», como dicen mis amigos de varias repúblicas. Anoche supe también lo que es «curarse», y me curé tan prolijamente, que aquí me tiene con una sed infernal y este adorno junto á un ojo... Pero no me arrepiento: ¡qué muchachos simpáticos! Da gloria tener amigos tan cariñosos. Unos me llamaban gallego, otros me apellidaban godo. ¿Ha notado usted qué variedad de motes amorosos gozamos los españoles en la América que habla español?
—Sí; y en otras repúblicas nos llaman gachupines, patones, sarracenos y no sé qué más. Podría escribirse un tratado geográfico-apodesco para mayor claridad en las relaciones hispano-americanas... Pero son bromas de familia que no merecen atención: adelante.
Y Maltrana describía la fiesta íntima en el fumadero después del baile, cuando las graves damas con sus hijas se habían retirado á los camarotes y sólo quedaba en la cubierta algún que otro señor entregado á su paseo habitual antes de irse á la cama. Los jugadores de poker habíanterminado sus partidas, prudentemente, al ver invadido el salón por una banda de locos que gritaban discursos subiéndose á las mesas, ensayaban suertes de gimnasia con las sillas ó se tendían en los divanes colocando los pies entre las copas.
—El pobre mozo del bar, amigo Ojeda, ese rubio con bigotes á lo kaiser, se movía incesantemente, de una mesa á otra, descorchando botellas de champañ, llenando copas, recogiendo del suelo vidrios rotos. Al principio estaban por grupos; á un lado los sudamericanos, al otro los yanquis y los ingleses, más allá los alemanes, pretendiendo cada uno sobrepujar al vecino en generosidad. Una mesa pedía dos botellas, la otra tres, la otra cuatro; y todos cantaban intercalando en su música gritos de animales conocidos ó fantásticos... Esperábamos la llegada de las damas; unas cuantas coristas que habían prometido no sé á quién, tal vez á nadie, su interesante presencia. Pasaba el tiempo y no venían. Unos amigos hablaban seriamente de ir al camarote de Nélida para traerla á la fiesta y darle una paliza al hermano, proposición que ponía foscos al belga y al alemán, como si cada uno por su parte se creyese el depositario del honor de la muchacha.
Calló Maltrana cual si temiera decir demasiado, pero ante la curiosidad de su amigo siguió adelante.
—Un chileno forzudo, gran amigo mío, se levantó con resolución. «Oiga, godito: vamos á ver si nos traemos á algunas de esas damas.» Abajo, en un corredor, cazamos á dos coristas polacas que iban tranquilamente desde cierto lugar á su camarote, y mi amigo el atleta las subió casi en volandas sin entender sus palabras. ¡Gran éxito! Las dos son negruzcas, flacas, con aire de gitanas, pero jamás se verán en toda su vida tan admiradas y obsequiadas. Y cuando las pobrecitas llevaban bebidas no sé cuántas copas, mirándonos á todos con la superioridad que proporciona la escasez del artículo, y se debatían entre los señores aglomerados en torno de ellas, chillando y contrayéndose en el asiento como si por debajo de la mesa las cosquillease una tropa de ratas, entra el mayordomo, el obersteward, mirándolas fijamente, sin vernos á nosotros, como si no existiésemos: y bastaron unas cuantas palabras suyas en alemán para que saliesen cabizbajas y temerosas, lo mismo que unas niñas ante la reprimenda del maestro... Bien dicen que la sociedad del mujerío dulcifica la rudeza de los hombres. Apenas nos quedamos solos... batalla. Unos increparon á otros por haber sido demasiado audaces, haciéndolos responsables del susto y los aleteos de las dos palomas inocentes. De pronto un puñetazo... y el fumadero fué la venta del Don Quijote. Todos sentían la necesidad de pegar sin saber á quién: dos hermanos se aporreaban sin conocerse: los bocks y las copas iban por el aire. Yo dudaba entre huir ó poner paz, y en medio de mis vacilaciones me alcanzó esta caricia... Crea usted que me duele, pero el espectáculo valía la pena de ser visto. Lástima que usted no lo presenciase.
Ojeda se inclinó con irónico agradecimiento. «Muchas gracias.»
—La tranquilidad se restableció gracias á la intervención de algunos marineros que limpiaban la cubierta, y á la amenaza del mayordomo de introducir por las ventanas las mangueras del riego... Con la calma renació el buen acuerdo; todos pedían lo mismo: más champañ. Y como era la hora en que se cierra el bar, muchos hacían provisiones, guardando las botellas debajo de las mesas. Una ternura conmovedora se apoderó de la asistencia. Cada uno se rascaba los cinchones ó se arreglaba los rasguños del traje, mirando amorosamente al vecino. Argentinos y chilenos cruzaban las copas con ruidosa fraternidad. ¡No más Andes! ¡Ellos solos se bastaban para comerse el mundo! Y súbitamente coligados, miraban á los demás fieramente.
—¿Y qué decían los demás?—preguntó Ojeda.
—El amigo Pérez, y otros de diversas repúblicas, exigiron copa en mano entrar en la confederación. ¡Hermanos; todos hermanos! Y se abrazaron con lágrimas de ternura dando vivas á las tierras hispanoamericanas. Un brasileño se insinuó dulcemente con lenguaje mesurado y cortés: «Se os senhores dâo licença...» Y el Brasil entraba igualmente en la gran alianza. ¡Viva la América latina!... Alguien se fijó en mi humilde persona y en el adorno que llevo junto á un ojo. «¡Ah, pobre galleguito simpático!» Y prorrumpieron en vivas á la «madre patria», á la vieja España, ensalzándola melancólicamente, como si hablasen de una abuela que se les hubiese muerto hace años. Las copas se me venían á la boca por docenas, como si quisieran ahogarme. Algunos se abrazaron á mí mojándome el cuello con lágrimas de embriaguez. Tienen en la Península no sé cuántos parientes duques y marqueses; aun guardan en su casa papelotes antiguos de nobleza, y me pedían mis señas en Buenos Aires para enviármelos, como si esto pudiese interesarme... Luego no sé cómo los yanquis vinieron á chocar igualmente sus copas. ¡Hurrá á los Estados Unidos! ¡América sobre el resto del mundo!...
Pero este huracán de fraternidad había sido demasiado impetuoso para mantenerse en los límites de un continente, y pasando los mares se difundía por Europa entera. Al final, ingleses, alemanes, franceses y belgas, entraban en la gran alianza. ¡Viva la confederación universal!
—Y un inglés pequeñito—continuó Maltrana—, que usted habrá visto con su traje á cuadros y su pipa, derramaba lágrimas en la copa, repitiendo con una incoherencia obstinada de beodo: «Yo he entrado en el buque con un corazón puro, y puro quiero sacarlo de él...» El mayordomo entraba á cada rato para decirnos que eran las dos, que eran las tres, que eran las cuatro, y había que cerrar el fumadero; pero nadie le entendía. Algunos roncaban tirados en las banquetas; otros se alejaban titubeando para volver poco después pálidos, con la pechera de la camisa manchada. De pronto se apagaron las luces y salimos, empujándonos, entre un griterío de protesta. Se habló un poco de matar al mayordomo, pero había desaparecido.
—¿Y se fueron ustedes á dormir?—preguntó Ojeda.
—No señor; una fiesta de esta clase no termina tan pronto. Yo me vi no sé cómo en un corredor de abajo con dos botellas en las manos y un amigo á cada lado. Al marchar, con las piernas blandas, como si fuesen de algodón, nos llevábamos por delante todos los zapatos depositados á la entrada de los camarotes... Vimos unos cuantos amigos que golpeaban unas puertas, encorvándose para hablar por el ojo de la cerradura. Eran los camarotes de las francesas, señoritas ordenadas y de buenas costumbres que se acostaron sin presenciar el baile y estaban duermiendo con la honrada tranquilidad de un industrial en ...

Índice

  1. Los argonautas
  2. Copyright
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. SobreLos argonautas
  14. Notes