El forastero misterioso
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El forastero misterioso

  1. 122 páginas
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El forastero misterioso

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Información del libro

La vida en Saint Petersburg, un pequeño pueblo situado a orillas del Mississippi, al suroeste de Estados Unidos, es tan tranquila que incluso puede resultar aburrida. Pero Tom Sawyer, un muchacho curioso y travieso, se entretiene con cualquier hecho cotidiano, como pintar una valla, o no tan cotidiano, como perseguir a un malvado asesino o ir en busca de un tesoro, acompañado de su inseparable amigo Huck. Así, Tom es un niño idealista y sensible que cree en la justicia y Huck es un fiel defensor de la libertad, quien, al haber sido abandonado por sus padres, vaga por las calles y es cuestionado por la mirada prejuiciosa de los adultos. Esta novela narra algunos días de la vida de Tom Sawyer y las aventuras que vive con sus amigos, entre ellas: las travesuras infantiles en la escuela; los juegos en el bosque; el intento de cumplir el sueño de convertirse en pirata para buscar tesoros; y ser testigos de un horroroso crimen. En esta obra Mark Twain despliega un estilo de escritura asociada al humor y a la crítica de las costumbres morales de su época. Con una mirada irónica, Twain es capaz de fascinar a lectores de cualquier edad con las hazañas de Tom, uno de los personajes más emblemáticos de la literatura estadounidense, siendo esta es una obra que no olvidará ningún lector joven y que hará sonreír al adulto. -

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2020
ISBN
9788726457797
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

Capítulo VIII

El sueño no quería acudir. No porque yo estuviese orgulloso de mis viajes, ni me sintiese excitado por haber recorrido el extenso mundo hasta la China, ni porque sintiese menosprecio de Bartel Sperling, el viajero, como se llamaba a sí mismo, mirándonos de arriba abajo, porque él marchó en cierta ocasión a Viena, y era el único muchacho de Seldorf que había hecho ese viaje y había visto las maravillas del mundo. En otro momento eso me habría mantenido despierto, pero ahora no me producía efecto alguno. No, mi alma estaba llena de Nicolás; mis pensamientos giraban únicamente a su alrededor, acordándome de los días alegres que habíamos pasado juntos retozando y jugando por los bosques, los campos y el río durante los largos días veraniegos, y patinando o esquiando durante el invierno, cuando nuestros padres nos creían en la escuela. Y ahora él salía de mi joven vida, y los veranos y los inviernos llegarían y pasarían, y nosotros seguiríamos vagabundeando y jugando como antes, pero su lugar permanecería vacío; ya no lo veríamos nunca más.
Mañana, él no sospecharía nada, sería el mismo de siempre; el oír su risa sería para mí un duro golpe, y el verlo hacer cosas ligeras y frívolas, porque para mí él era ya un cadáver, de manos de cera y ojos sin vida, y yo lo estaría viendo con la cara enmarcada en su mortaja; al siguiente día él no sospecharía nada, ni al otro, y en todo ese tiempo aquel puñado de días que le quedaba pasaría rápidamente, y el terrible suceso se iría acercando y acercando; su destino se iría cerrando cada vez más a su alrededor, y nadie sino Seppi y yo lo sabríamos.
Doce días. Sólo doce días. Era terrible pensar semejante cosa. Me fijé en que ya no lo llamaba en mi pensamiento con los diminutivos familiares, Nick y Nicolasito, sino que lo llamaba de una manera reverente con su nombre y apellido, como cuando se habla de los muertos. De la misma manera, siempre que acudían en tropel a mi pensamiento desde el pasado los recuerdos de los incidentes de nuestra camaradería, me fijaba en que, por lo general, se trataba de casos en que yo le había causado algún daño o alguna lastimadura; esos recuerdos constituían para mí una reprimenda y una censura; mi corazón sentíase retorcido por el remordimiento, lo mismo que nos ocurre cuando nos acordamos de las desatenciones tenidas con amigos que pasaron al otro lado del velo, y que nosotros desearíamos volver a tener a nuestro lado, aunque sólo fuese por un instante, para arrodillarnos ante ellos y decirles:
«Compadeceos y perdonad».
En cierta ocasión, teniendo nosotros nueve años, marchó él a hacer un encargo en casa del frutero, que distaba de allí casi dos millas; el frutero le dio de regalo una manzana grande y magnífica, y Nicolás venía corriendo a casa con su manzana, casi fuera de sí de asombro y placer; yo me tropecé con él, y me dejó ver la manzana, sin ocurrírsele pensar en una mala acción, porque me escapé con ella, y me la fui comiendo a medida que corría, mientras él me seguía pidiéndomela: cuando me alcanzó, yo le ofrecí corazón de la manzana, que era todo lo que había quedado, y me eché a reír. El se alejó llorando, y me dijo que su intención era dársela a su hermanita. Esas palabras me dejaron apabullado, porque la niña estaba convaleciendo de una enfermedad. Nicolás habría pasado unos momentos de orgullosa satisfacción contemplando el júbilo y la sorpresa de la niña, y recibiendo sus caricias. Pero yo sentí vergüenza de decir que estaba avergonzado; me limité a pronunciar algunas frases rudas y ruines, simulando que aquello no me importaba, y él no contestó con palabra pero en su rostro se pintó una expresión dolorida al alejarse su casa; esa expresión dolorida se me representaba a mí muchas veces años después durante la noche, y era como una censura que me hacía sentirme nuevamente abochornado. Ese recuerdo fue quedándose borroso en mi memoria poco a poco, y por fin desapareció; pero ahora volvió de nuevo, y no volvió borroso.
En otra ocasión, cuando teníamos once años, estando yo en la escuela volqué la tinta y estropeé cuatro cuadernos, corriendo peligro de un severo castigo; le cargué a él la culpa, y él se llevó los azotes.
Hacía un año nada más que yo le había hecho una trampa en una transacción, dándole un gran anzuelo de pescar, que estaba medio roto, a cambio de tres anzuelos pequeños. El primer pez que picó rompió el anzuelo, pero Nicolás no supo que yo tenía la culpa, y se negó a aceptar la devolución de los tres anzuelos pequeños, que mi conciencia me obligó a ofrecerle, limitándose a decir: «Un negocio es un negocio; el anzuelo era malo, pero tú no tenías la culpa».
No, yo no podía dormir. Aquellas pequeñas acciones ruines eran para mí una censura y una tortura, que me producían un dolor mucho más agudo que el que se siente cuando los actos injustos se han cometido con personas que están con vida.
Nicolás vivía, pero eso no importaba, porque para mí era ya como un difunto. El viento seguía gimiendo alrededor de los aleros del tejado; la lluvia seguía tamborileando en los cristales de la ventana.
Por la mañana me fui en busca de Seppi y se lo conté. Fue cerca del río. Movió los labios, pero no dijo nada; parecía aturdido y como entontecido, y su cara se puso muy pálida. Permaneció en esa actitud algunos momentos; las lágrimas acudían a sus ojos, y entonces echó a andar, y yo me agarré a su brazo y fuimos caminando meditabundos, pero sin hablar. Cruzamos el puente y paseamos por los prados, subiendo hasta las colinas y los bosques, hasta que recobramos el uso de la palabra, y nuestra conversación brotó libremente; sólo hablamos de Nicolás, recordando la vida que habíamos llevado en su compañía. De cuando en cuando decía Seppi, como hablando consigo mismo:
—¡Doce días! ¡ Menos de doce días!
Nos dijimos que era preciso que pasásemos todo ese tiempo junto a él; necesitábamos tener todo cuanto de su persona nos era posible; los días eran ahora de gran valor. Pero no fuimos en busca suya. Aquello habría sido como ir al encuentro de los muertos, y eso nos asustaba. No lo dijimos, pero ése era el sentir nuestro. Por eso, cuando al doblar un recodo nos encontrarnos cara a cara con Nicolás, experimentamos un golpe doloroso. El nos gritó alegremente:
—¡Ejejé! ¿Qué ocurre? ¿Es que habéis visto un fantasma?
No lográbamos articular palabra, pero tampoco tuvimos ocasión de hacerlo; Nicolás estaba dispuesto a hablar por todos; acababa de encontrarse con Satanás, y eso lo traía muy alegre. Satanás le había contado nuestro viaje a China, y él le había suplicado que le hiciese hacer un viaje, y Satanás se lo había prometido. Había de ser un viaje a un país lejanísimo, maravilloso y bello; Nicolás le había pedido que nos llevase también a nosotros, pero él le contestó que no, que quizá nos llevase a nosotros alguna vez, pero no ahora. Satanás vendría a buscarlo el día 13, y Nicolás contaba ya con impaciencia las horas.
Aquél era el día fatal. También nosotros estábamos contando ya las horas.
Fuimos caminando millas y millas, siempre por senderos que habían sido los preferidos por nosotros cuando éramos pequeños, y esta vez no hicimos otra cosa que hablar de los viejos tiempos. Toda la alegría estaba de parte de Nicolás; nosotros no conseguíamos librarnos de nuestro abatimiento. El tono que empleábamos hablando a Nicolás era tan extraordinario, cariñoso, tierno y nostálgico, que él lo advirtió y quedó complacido; a cada momento lo hacíamos objeto de pequeñas muestras de cortesía respetuosa y le decíamos:
«Espera, permíteme que lo haga yo por ti», y esto le satisfacía muchísimo también. Yo le regalé siete anzuelos, todos los que yo tenía, y le obligué a tomarlos; Seppi le dio su cortaplumas nuevo y una peonza zumbadora pintada de rojo y amarillo, expiaciones de trampas que le había hecho en otro tiempo, según supe más tarde, y de las que probablemente ya no se acordaba Nicolás. Estos detalles le conmovieron, y no acababa de creer que nosotros le quisiésemos tanto; el orgullo y la gratitud que sintió por esa conducta nuestra nos llegó al alma, porque no nos los merecíamos. Cuando nos despedimos, marchaba él radiante, asegurándonos que jamás había pasado un día más feliz.
Mientras caminábamos hacia casa, dijo Seppi:
—Nosotros lo apreciamos siempre, pero nunca tanto como ahora, cuando vamos a perderlo.
El siguiente día y todos los demás pasamos todo el tiempo que tuvimos disponible con Nicolás, y completamos ese tiempo con el que nosotros —y él
— hurtábamos al trabajo y a otras obligaciones; esta conducta nos valió a los tres fuertes reprimendas y algunas amenazas de castigo. Dos de nosotros nos despertábamos todas las mañanas con un sobresalto y un estremecimiento, diciendo a medida que corrían los días: «Sólo quedan diez»; «Sólo quedan nueve»; «Sólo quedan ocho»; «Sólo quedan siete». Siempre estrechándose el plazo. Nicolás se mantenía constantemente alegre y feliz, muy intrigado al ver que nosotros no nos sentíamos lo mismo. Recurría a toda su inventiva para idear medios de alegrarnos, pero su éxito era ficticio; se daba cuenta de que nuestra jovialidad no nacía del corazón, y de que las carcajadas que lanzábamos siempre tropezaban con alguna obstrucción, experimentaban algún daño y acababan convertidas en un suspiro. Intentó descubrir la causa, diciendo que quería ayudarnos a salir de nuestras dificultades o hacerlas más llevaderas compartiéndolas con nosotros; tuvimos, pues, que contarle infinidad de mentiras para engañarlo y apaciguarlo.
Lo que más nos angustiaba de todo era el que no cesaba de hacer proyectos, y que esos proyectos iban a veces más allá del día 13. Siempre que ocurría eso, nosotros suspirábamos allá en nuestro interior. El no pensaba otra cosa que en descubrir algún modo para dominar nuestro abatimiento y reanimarnos; finalmente, cuando ya sólo le quedaban tres días de vida, dio con la idea acertada, y esto le produjo gran júbilo; la idea consistía en celebrar una fiesta, y baile de muchachos y muchachas en los bosques, en el lugar mismo en que encontramos por vez primera a Satanás, y la fiesta se celebraría el día
14. Aquello era espantoso, porque en ese día habían de celebrarse sus funerales. No podíamos arriesgarnos a protestar; nuestras protestas sólo habrían arrancado un «¿Por qué?», al que nosotros no podíamos contestar. Quiso que le ayudásemos a invitar a sus obsequiados, y lo hicimos, porque nada se puede negar a un amigo moribundo. Pero aquello fue espantoso, porque a lo que estábamos invitando era a sus funerales,
¡Qué once días terribles! Sin embargo, con toda una vida interponiéndose hacia atrás entre el día de hoy y aquel entonces, esos días resultan todavía gratos a mi memoria y hermosos. Efectivamente, fuero: días de compañerismo con los muertos sagrados para uno, y yo no he conocido otra camaradería tan íntima y tan valiosa. Nos aferrábamos a las horas y a los minutos, recontándolos a medida que pasaban, y despidiéndonos de ellos con el mismo dolor y sensación de despojo que siente un avaro al ver que le arrancan su tesoro moneda a moneda los ladrones y él ni puede impedirlo.
Cuando llegó la noche del último día estuvimos ausentes de nuestras casas demasiado tiempo; Seppi y yo tuvimos la culpa; no podíamos hacernos a la idea de separarnos de Nicolás; fue, pues, muy tarde cuando nos despedimos junto a su puerta. Permanecimos allí un rato escuchando, y ocurrió lo que temíamos. Su padre le aplicó el castigo prometido, y nosotros oímos los gritos del muchacho. Pero sólo escuchamos un momento, porque salimos corriendo, llenos de remordimiento por aquello de que nosotros éramos culpables. Lo lamentábamos, además, por el padre, y pensábamos: «¡Si él supiera, si él supiera!».
Nicolás no se reunió por la mañana con nosotros en el lugar señalado, y por eso fuimos a su casa para ver qué ocurría. Su madre dijo:
—A su padre se le ha agotado la paciencia con las cosas que ocurren, y ya no está dispuesto a tolerar más. La mitad del tiempo no se encuentra a Nicolás en el momento en que se le necesita; luego resulta que él ha estado merodeando por ahí con vosotros dos. Su padre le dio esta noche una tanda de azotes. Siempre me había producido esto gran pesar, y muchas veces yo lo había salvado de los azotes a fuerza de suplicar al padre; pero esta vez mis súplicas fueron inútiles, porque también a mí se me había agotado la paciencia.
— ¡Ojalá que esta vez, precisamente, le hubiese librado de los azotes! — dije yo, temblándome un poco la voz—; quizá ese recuerdo sirviese de consuelo a vuestro corazón algún día.
La madre estaba planchando mientras hablaba, vuelta de espaldas hacia mí.
Se volvió con expresión de sobresalto y de interrogación, y me dijo:
— ¿Qué quieres decir con eso?
Me pilló de sorpresa, y no supe qué decirle; fue un momento embarazoso, porque la madre siguió mirándome; pero Seppi estaba alerta, y habló de este modo:
—Veréis: no cabe duda que sería más grato el recordar eso, porque precisamente la razón de que llegásemos tan tarde fue que Nicolás se puso a contarnos lo buena que es usted con él, y que cuando usted se halla presente lo salva siempre de los azotes; Nicolás hablaba tan de corazón, y nosotros le escuchábamos tan llenos de interés, que ni él ni nosotros nos fijamos en que se hacía tarde.
— ¿Dijo él eso? ¿Lo dijo? —la madre se llevó el delantal a los ojos.
—Pregúnteselo usted a Teodoro; ya verá como le dice lo mismo.
—Mi Nicolasito es un muchacho bueno y encantador —dijo la madre—. Me pesa haber dejado que su padre le azotase; nunca más lo consentiré. ¡Y pensar que mientras yo estaba aquí, irritada y furiosa contra él, mi Nicolasito estaba amándome y elogiándome! ¡Válgame Dios, si una hubiera podido saberlo! Si supiésemos las cosas, jamás cometeríamos errores; pero sólo somos unos pobres animalitos mudos que tanteamos a nuestro alrededor y cometemos toda clase de errores. Nunca recordaré la noche pasada sin que me duela el corazón.
Aquella mujer era como todas las demás; durante aquellos días lastimosos, nos parecía que nadie era capaz de abrir la boca sin que dijese algo que nos hacía estremecer. Todos tanteaban a su alrededor, y desconocían lo verdadero, lo dolorosamente verdadero de aquellas cosas que decían de casualidad.
Seppi preguntó si podría Nicolás salir con nosotros.
—Lo siento—contestó ella—, pero no puede. Su padre, para castigarle más, le ha prohibido salir de casa en todo el día.
¡Qué magnífica esperanza se apoderó de nosotros! Lo advertí en los ojos de Seppi. Pensábamos: «Si no le dejan salir de casa, no podrá ahogarse». Seppi preguntó para cerciorarse del todo:
—¿Tendrá que estar aquí todo el día, o sólo por la mañana?
—Todo el día. Es un dolor, porque el tiempo es magnífico, y Nicolás no está acostumbrado a permanecer encerrado en casa. Pero anda muy atareado con los preparativos de la fiesta que ha de dar, y quizá eso le distraiga. ¡Ojalá que no se sienta demasiado solo!
Seppi vio en su mirada que sus palabras eran una expresión de lo que ella sentía, y eso le animó a preguntarle si no podríamos subir a donde estaba Nicolás para ayudarle así a pasar el día.
—¡Con muchísimo gusto! —exclamó la madre con gran cordialidad—. A eso le llamo yo verdadera amistad, pudiendo como podríais salir a los campos y pasar un día delicioso. Sois buenos muchachos, lo reconozco, aunque no siempre encontráis modo satisfactorio de demostrarlo. Tomad estos pasteles, para vosotros, y dadle éste a él, de parte de su madre.
La primera cosa en que nos fijamos al entrar en el cuarto de Nicolás fue la hora. Eran las diez menos cuarto. ¿Era posible que fuese exacta esa hora?
¡Sólo le quedaban unos pocos minutos de vida! Sentí que se me contraía el corazón. Nicolás dio un salto y nos acogió con la- mayor alegría. Se hallaba muy animado con sus proyectos para la fiesta, y no había sentido la soledad.
—Sentaos —dijo—, y mirad lo que estuve haciendo. He terminado una cometa, que, como vais a ver, es una hermosura. La tengo secando en la cocina; voy por ella.
Nuestro amigo había gastado sus pequeños ahorros en chucherías caprichosas de varias clases, para ofrecerlas de premio en los juegos; Las tenía expuestas sobre la mesa, y producían un efecto encantador y vistoso.
Nos dijo:
—Examinad todo eso a vuestro gusto mientras voy a que mi madre planche la cometa, por si no es aún bastante seca.
Salió de la habitación y bajó ruidosamente escaleras abajo, silbando al mismo tiempo.
Nosotros no nos entretuvimos mirando aquello; nada lograba interesarnos fuera del reloj. Permanecimos en silencio con los ojos clavados e él, escuchando su tictac; cada vez que el minutero avanzaba un saltito, nosotros asentíamos con la cabeza, como queriendo decir que ya quedaba un minuto menos que cubrir en la carrera entre la vida y la muerte. Finalmente, Seppi respiró profundamente y dijo:
—Faltan dos minutos para las diez. Dentro de siete minutos más habrá salvado el punto mortal. ¡Teodoro. ya verás cómo se salva! Nicolás va a...
—¡Chitón! Yo estoy como sobre alfileres. Fíjate en el reloj y no hables. Cinco minutos más. La tensión y la nerviosidad nos hacían jadear. Otros tres minutos, y se oyeron pasos en la escalera.
—¡Salvado! —nos pusimos en pie de un salto, y nos volvimos de cara a la puerta.
Quien entró fue la anciana madre trayendo la cometa. Y nos dijo:
—¿Verdad que es una hermosura? ¡Válgame Dios, y cómo ha trabajado en ella; creo que desde que amaneció; sólo la terminó momentos antes que vosotros llegaseis —la madre se apoyó en la pared, después de retroceder para mirarla en conjunto—. Él mismo dibujó las figuras, y yo creo que están muy bien hechas. La que no está muy bien es la iglesia; no tengo más remedio que reconoce...

Índice

  1. cubrir
  2. El forastero misterioso
  3. Copyright
  4. Capítulo I
  5. Capítulo II
  6. Capítulo III
  7. Capítulo IV
  8. Capítulo V
  9. Capítulo VI
  10. Capítulo VII
  11. Capítulo VIII
  12. Capítulo IX
  13. Capítulo X
  14. Capítulo XI
  15. Om El forastero misterioso