A este lado del paraíso
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A este lado del paraíso

  1. 200 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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A este lado del paraíso

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Índice
Citas

Información del libro

La obra cuenta y analiza la moral del joven Amory Blaine, un alumno rico y apuesto estudiante de la Universidad de Princeton, durante los años previos a la entrada de Estados Unidos en la Gran Guerra. En ella se presentan las obsesiones, los caracteres y las situaciones que caracterizan a las narraciones posteriores de Fitzgerald, y trata sobre el hombre en busca de su propia personalidad, el mundo convencional de los ricos y la inexorable demolición de los valores ilusorios.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726521092
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

El final del verano

—No hay viento que mueva la hierba; no hay viento que se mueva… El agua… en los estanques ocultos, como el cristal, frente a la luna llena, que clava su oro en su masa de hielo —cantaba Eleanor a los árboles, esqueletos de la noche—. ¿No parece esto espectral? Si eres capaz de llevar el caballo vamos a cruzar el bosque para buscar los estanques ocultos.
—Ya es más de la una, y te vas a buscar un disgusto —objetó él, dándole suavemente con la fusta—. Puedes dejar ese podenco en nuestro establo, que yo te lo enviaré mañana.
—Pero mi tío me tiene que llevar mañana a las siete de la mañana a la estación con ese podenco.
—No seas aguafiestas…, recuerda que tienes tal tendencia a vacilar que te impide ser el faro de mi vida.
Amory llevó el caballo junto a ella e inclinándose la tomó de la mano.
—Dime que lo soy, de prisa, o te saco de ahí y te llevo a la grupa.
Ella le miró, sonrió y sacudió la cabeza con excitación.
—¡Hazlo! No, no lo hagas. ¿Por qué todas las cosas excitantes son tan incómodas: luchar, explorar o esquiar en Canadá? A propósito, tenemos que llegar a Harper’s Hill. De acuerdo con el programa, llegaremos a eso de las cinco.
—Bruja del demonio —gruñó Amory—. Me vas a obligar a estar toda la noche de pie y dormir mañana en el tren como un emigrante, hasta Nueva York.
—¡Chist! Alguien viene por el camino, ¡vamos! ¡Uuhjuuh! —Y con un grito que probablemente hizo estremecer al retrasado caminante, dirigió el caballo hacia los bosques, y Amory la siguió lentamente, como la había seguido todos los días durante tres semanas.
El verano había terminado mientras él había consumido sus días observando a Eleanor, un Manfred gracioso y fácil, construyendo castillos en el aire mientras ella se divertía con los artificios de su temperamental juventud y ambos escribían poesía en la mesa del comedor.
Cuando vanidad besó a vanidad, hace de eso un centenar de dichosos junios, él se quedó sin aliento y —toda la gente lo sabe— aparejó sus ojos con la vida y con la muerte:
—¡Guardaré mi amor a través del tiempo! —dijo él…; pero la belleza se desvaneció con su susurro y, en compañía de sus amantes, apareció muerta…
—Antes su ingenio que sus ojos, antes su arte que su pelo.
“El que sepa los trucos de la rima debe ser cauto y pensar antes de acabar el soneto.” Y así todas mis palabras —tan ciertas sin embargo— pueden cantarte durante un millar de junios sin que nadie llegue a saber que fuiste la belleza de una tarde.
Así escribió Amory una noche, al considerar qué fríamente se acuerda uno de la dama negra de los sonetos y qué poco se la recuerda de la forma que el gran hombre pretendía que se la recordara. Ya que lo que Shakespeare había pretendido, para ser capaz de escribir con tan divina desesperación, era que la dama sobreviviera…, y ahora no existe verdadero interés por ella… La ironía estriba en que si se hubiera cuidado más del poema que de la dama habría resultado un poema banal, retórica imitativa que nadie leería al cabo de veinte años…
Era la última noche que Amory veía a Eleanor. El se iba de mañana, y habían acordado dar una larga cabalgata de adiós, al fresco claro de luna. Ella dijo que quería hablar, quizá la última vez en su vida que podía ser racional (ella quería decir: tener una pose cómodamente). Y se fueron hacia los bosques y cabalgaron durante media hora sin pronunciar una palabra a excepción de aquel “¡Maldita!” con que se dirigió a una inoportuna rama, de una forma imposible para cualquier otra mujer…, hasta que alcanzaron Harper’s Hill con sus fatigados caballos.
—Dios mío, ¡que tranquilo está esto! —susurró ella—. Mucho más solitario que los bosques.
—Detesto los bosques —dijo Amory, con un estremecimiento—, cualquier clase de follaje o maleza por la noche. Aquí es tan abierto que el espíritu está a gusto.
—La larga pendiente de la larga colina.
—Y la fría luna vertiendo su resplandor.
—Y tú y yo, lo último y más importante.
Era una noche tranquila. El camino que siguieron hasta el borde de la loma era poco frecuentado. Alguna cabaña de un negro, plateada a la luz de la luna, rompía el horizonte de la tierra desnuda; quedaba atrás el oscuro linde del bosque, como una capa de chocolate sobre el blanco bizcocho, y delante, aquel agudo y elevado horizonte. Hacía mucho frío, tanto frío que les hizo olvidar las cálidas noches pasadas.
—El final del verano —dijo Eleanor dulcemente—. Escucha el ruido de los cascos: pumpum, pum-pum. Cuando tienes fiebre, ¿no sientes que todos los ruidos se reducen al pumpum, hasta llegar a creer que la eternidad también se reduce a muchos pum-pum? Yo lo siento así, como los viejos caballos que hacen pum-pum… Creo que es la única cosa que nos separa de los caballos y los relojes. Los seres humanos no pueden reducirse al pumpum sin volverse locos.
Refrescó la brisa, y Eleanor, al tiempo que se estremecía, se envolvió en su capa.
—¿Tienes frío? —preguntó Amory.
—No, estoy pensando en mí misma, mi negro yo interior, el único real, con esa fundamental honradez que me informa de mis muchos pecados y me impide ser completamente malvada.
Cabalgaban al borde del acantilado y Amory se detuvo a mirar. En el punto donde terminaba la cascada, treinta metros más abajo, una oscura corriente dibujaba una línea
sutil rota por los destellos del agua veloz.
—¡Qué mundo podrido, qué mundo podrido! —exclamó de pronto Eleanor—, y lo peor de todo soy yo. ¿Por qué seré mujer? ¿Por qué no seré un estúpido…? Fíjate en ti; tú eres más estúpido que yo, no mucho más, pero sí algo más, y tú puedes divertirte y aburrirte y volverte a divertir; y entretenerte con las mujeres sin caer en la red de los sentimientos, y hacer cualquier cosa que esté justificada; y en cambio yo, con una cabeza suficiente para hacer cualquier cosa, amarrada al barco de un matrimonio futuro que ha de naufragar. Si naciera dentro de cien.años, bueno fuera; pero ahora, ¿qué me está reservado? Me tengo que casar, se da por sabido. ¿Con quién? Soy demasiado inteligente para la mayoría de los hombres, y, sin embargo, tengo que descender a su nivel y dejarles cuidar mi intelecto para atraer su atención. Cada año que tarde en casarme pierdo una oportunidad de conseguir un hombre de primera categoría. Como mucho puedo elegir en una o dos ciudades y, naturalmente, me casaré con un smoking. Escucha —se acercó a él—, me gustan los hombres inteligentes y de buen aire, y nadie se preocupa de la personalidad más que yo. Sólo una persona de cada cincuenta sospecha lo que es el sexo. Estoy harta de Freud y todo eso; pero es una porquería que todo ‘‘verdadero” amor en el mundo sea noventa y nueve por ciento de pasión y una leve sospecha de celos —terminó tan abruptamente como había empezado.
—Naturalmente, tienes razón —accedió Amory—. Es una fuerza bastante desagradable pero poderosísima que es parte de todo el mecanismo. Es como un actor que te permite ver sus trucos. Espera un momento que piense…
Se detuvo en busca de una metáfora. Habían dejado el acantilado y cabalgaban por la carretera, a unos quince metros a su izquierda.
—Todo el mundo tiene una capa con la que taparse. Los intelectos mediocres, la segunda clase de Platón, utilizan los residuos de la caballerosidad romántica mezclados con sentimientos Victorianos…, y nosotros que nos consideramos intelectuales, nos cubrimos con ellos pretendiendo que es otro aspecto de nuestro ser que nada tiene que ver con nuestros brillantes cerebros; y pretendemos además que el hecho de reconocerlo así nos absuelve de ser su presa. Pero la verdad es que el sexo está en el centro de nuestras más puras abstracciones, tan cerca que empaña la visión… Ahora te puedo besar y te… — sobre su silla se inclinó hacia ella, pero ella se apartó.
—No puedo, no puedo besarte en este momento. Soy demasiado sensible.
—Eres demasiado estúpida —declaró él con impaciencia—. La inteligencia no es más protección para el sexo que las convenciones…
—Cuál de ellas —exclamó Eleanor—, ¿La Iglesia Católica o las máximas de Confucio?
Amory la miró muy sorprendido por aquella salida.
—Esta es tu panacea, ¿no? —gritó ella—.Oh, tú también eres un viejo hipócrita. Miles de clérigos ceñudos que celan sobre los degenerados italianos o los analfabetos irlandeses, arrepentidos con sus sermones sobre el sexto y noveno mandamientos. No son más que capas, colorete espiritual y sentimental, panaceas. Te diré que no hay Dios, ni siquiera una abstracta y definida bondad; así que todo lo tiene que hacer el individuo y para el individuo que lleva en su blanca frente como la mía, y tú eres demasiado pedante para
admitirlo —soltó las riendas y levantó los puños hacia las estrellas—. Si hay un Dios, que me hiera, ¡que me mate!
—Estás hablando de Dios a la manera de los ateos —dijo Amory mordazmente. Su materialismo, una capa muy delgada, había quedado hecho pedazos por la blasfemia de Eleanor. Ella lo sabía, y a él le molestaba que lo supiera—. Y como la mayoría de los intelectuales que no encuentran la fe conveniente —continuó él fríamente—, cómo Napoleón y Osear Wilde y los demás de tu especie, clamarás por un sacerdote en tu lecho de muerte.
Eleanor detuvo en seco su caballo, y él se paró a su lado.
—¿Que haré yo eso? —preguntó ella con una extraña voz que le asustó—. ¿Que haré yo eso? ¡Mira! ¡Voy a saltar sobre el acantilado! —y antes de que pudiera impedirlo se había vuelto galopando a rienda suelta hacia el borde de la meseta.
Corrió tras ella, su cuerpo como el hielo, los nervios de punta. No había posibilidad de detenerla. La luna se había ocultado tras una nube y su caballo marchaba ciegamente. Entonces a unos tres metros del acantilado ella lanzó un grito y cayó de lado del caballo, dando vueltas hasta que se detuvo en unos matorrales en el mismo borde....

Índice

  1. A este lado del paraíso
  2. Copyright
  3. Chapter
  4. II
  5. LIBRO PRIMERO
  6. Un beso para Amory
  7. El código del joven ególatra
  8. Preparativos para la gran aventura
  9. El ególatra abatido
  10. Incidente con el bienintencionado profesor
  11. Incidente con la joven maravillosa
  12. En tono heroico
  13. La filosofía del trepador
  14. El gomoso o trepador
  15. El gran hombre
  16. Historia
  17. “Caricias”
  18. Descriptivo
  19. Isabelle
  20. Los niños en el bosque
  21. Carnaval
  22. Bajo el farol
  23. El superhombre se descuida
  24. Consecuencias de una acción
  25. Finanzas
  26. Primera aparición del término ‘‘personaje”
  27. El demonio
  28. En la calleja
  29. En la ventana
  30. Amory escribe un poema
  31. Santa Cecilia
  32. Amory, resentido
  33. El fin de muchas cosas
  34. Embarque nocturno
  35. LIBRO SEGUNDO
  36. Unas horas más tarde
  37. Kismet
  38. Un breve intermedio
  39. Agridulce
  40. Incidente acuático
  41. Cinco semanas después
  42. Alcoholizado todavía
  43. Amory y el problema laboral
  44. Un breve descanso
  45. Temperatura normal
  46. Inquietud
  47. Tom el censor
  48. Mirando atrás
  49. Otro final
  50. Septiembre
  51. El final del verano
  52. El hundimiento de varios pilares
  53. En las horas de desánimo
  54. Desarraigando todavía
  55. Monseñor
  56. El hombre grande de gafas
  57. Amory acuña una frase
  58. Más de prisa
  59. El pequeño cobra
  60. Sobre A este lado del paraíso