Nómada
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Nómada

  1. 26 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Información del libro

Nómada es una novela de corte rural del escritor Gabriel Miró. La historia gira en torno a la pérdida y el duelo, en este caso el que sufre un hidalgo de tercera categoría tras la pérdida de su mujer y su hija.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726508888
Categoría
Literature
Categoría
Classics

- VII -

Remataban el cabo peñascos monstruosos, infernales, de la color y rudeza del hierro. Llegaban verdes, anchas, las olas, de cumbres como torsos redondos y palpitantes; hacían un avance de fiereza humana; dentro de ellas chocaban rugidos espantables; se precipitaban y, alzándose, caían tronadoras sobre las rocas; y al separarse rendidas, se descubrían los abismos, las cavernosas raigambres del peñascal; y hervían, tejiendo blondas, las espumas, sonando como las mieses maduras.
Tendido en el hueco de un peñón saledizo, cavado por las aguas, sorbía con avidez don Diego la sal y el estruendo y la respiración untuosa de las entrañas del mar. Pasábale una ola, y el nómada besaba ambiente y espuma, y su barba y cabellera mojadas Y lacias; y enternecíale verlas como plantas marinas, goteando mar en las peñas, por cuyos surcos bajaban arroyos y trenzas de agua, con sus canturías y retozos, que hacen los buenos y dulces arroyos de las sierras, padres del césped.
Miró don Diego los costados del roquedal grietosos, mordidos, llagados por la devoración de as aguas. ¿Cuántos siglos tendrían las pobres rocas? ¿Tendrían dos siglos? Más. ¡Lo menos cinco! ¿Cinco siglos? No servía contar. La cifra, ante lo magnífico, no expresa... ¡Entonces las pobres rocas tenían siglos, siglos, siglos! Y desde que fueron, sólo allí habían estado; quizá siempre allí, sintiéndose ceñidas por brazos de oleaje. Y las corrientes de aguas, dejadas arriba por la ola, les caían como lágrimas que escaldaban y abrían sus mejillas.
Él tenía sesenta años, y había amado, había placido de la vida jubilosa, había llorado. Empobreció; cruzo tierras extrañas; resistió su aflicción los alborozos y faustos de los pueblos y el silencio y soledad de los paisajes; y entre tanto, las aguas rodaban por estas pobres rocas; cuando nació su hija, las aguas caían por ellas; cuando murieron sus amores, cuando abandonó Jijona, también las aguas se derramaban por las rocas...
¡Señor, cuánto, cuánto le había sucedido, le había pasado en sesenta años, y a este pobre peñascal tan sólo le había pasado y le pasaba el agua del mar, sin brotarle la alegría de una hierba!
Y don Diego se conmovió de lástimas que le lucieron retorcerse en la oquedad de su peña. Afligiose imaginando el bastión enorme de las rocas; se vio trozo de roca y le pareció que, siéndolo, era más de la Naturaleza... ¡Señor, sentirían, sentirían ellas, correría debajo del mundo, de todas las cosas, un infinito y delicadísimo sensorio y un alma universal!...
Y sonó en el cielo un grito, una quejumbre, y vio sobre su frente una gaviota que, asustada del hombre, retrocedió hacia el mar.
El nómada se alzó. Inmóvil, esparció sus ojos hasta el horizonte, perdido en un misterio de brumas y de tarde acabada.
Tornábase negro el acantilado. Era como una ingente basa de aquella estatua plasmada por el cincel del dolor.
Resplandeciente, rápido y fantástico como una isla alada, como un palacio leyendario, pasaba un transatlántico. Adivinó el hidalgo levantino alegrías y goces de viajeros, damas envueltas en fragancias, y hubo en su alma resurrección de ansiedades epicúreas, y luego tristeza lancinante y llorosa, fingiéndose abandonado de aquel bello barco de la dicha, que iba apagando la distancia...
Apartose del mar. Oíalo lejos y muy hondo. Miró a la altura constelada, y desde el faro, hosco mástil cuyo fanal relumbraba como un topacio enorme, descendiole un camino de polvo luminoso, blanco y leve, que atravesó la noche. Y al rodar otro destello, volvió a nacer el delgado cendal de luz, que tenía la pureza de esas lumbres que pinta la piedad desde el cielo a la frente de los ungidos por Dios.
Súbitamente, don Diego se anegó en dulcedumbres. Sobre él bajaba también la gracia del Señor. Sentía como la delicia que pudiera penetrar en un árbol sediento al ceñirle el riego.
Le parecía que por los senderos de la luz llegaba serena música de órgano, expandiéndose en el viento...
¿Cómo en aquel yermo sonaba un órgano? ¡Si no podía ser! Allí no había templo ni monasterio, ni otra mansión sino el faro terrible y negro, un índice de coloso. Y pues el nómada no sabía de Pitágoras y no sospechó nunca el ritmo o armonía del universo, y resonaban en ráfagas, limpios y religiosos, los acordes de órgano, órgano habría. Convencido de ello, don Diego avanzó, cayendo y arrastrándose por los agrios peñascos en busca del milagro de las melodías.
Llegaba a la torre cuando el armónium producía un trémolo celeste. Y se apagó brusco, roto. Entonces abriose la puerta del faro y perfilose la silueta de una mujer enlutada. Vio al nómada y cerró. Luego reapareció, seguida de un anciano que vestía blusa de mecánico, holgada y larga como una túnica.
Aunque las ropas del caballero daban barruntos de mendiguez, tenían hechura hidalga; y las sencillas palabras de salutación que balbució al levantarse del peldaño donde se postrara para escuchar, y el verlo viejo y empapado de olas, movieron el ánimo de la doncella y del torrero a ofrecerle descanso y abrigo.
No manifestaba el vestíbulo del faro indicio de lo que cautivara a don Diego en la soledad. Su menaje oficial; lo reluciente de los metales; un intenso olor de parafina y materias lubricantes; letreros técnicos de latitudes y altitud, y un hondo ruido de muela harinera que producía la rodadura de la lámpara, enfriaban el corazón romántico. Y sentíase al entrar lo que puede sentirse en los escritorios de una fábrica o en una oficina del Estado.
Crispose de indignación la boca de don Diego. ¿No era lástima que en paraje tan grandioso y fiero habitasen los hombres como en cualquier dependencia de la alcaldía de Jijona? Si él fuera de eso, de eso..., no se acordaba. ¿Cómo se llamarían los hombres que cuidan de los faros? Y lo preguntó.
El anciano de la blusa contestole que torreros o faristas.
-Es verdad. Pues, señor farista, si yo lo fuera quemaría estos trastos; y ese armónium que usted tiene oculto, lo pondría junto al portal para ver el mar, las montañas y el cielo mientras tocase.
El del faro, que debía de ser hombre impresionable, imaginativo, contempló con interés al nómada, el cual adolecíase entonces de un horrible quinqué, pendiente de la sopanda del tedio. Hacía la luz quietecita, humilde, de velón, como si supiera, cuitado, los pulcros esplendores del fanal que se esparcía en brazos amorosos por las inmensidades. Una misma substancia los nutría, y él sería siempre quinqué colgado, con sus míseros garabatos de hierro y su tubo flaco, de cintura de vieja irascible.
Esto también se lo habló al de la blusa, que miró sonriente y compasivo al quinqué humanizado por el forastero.
Pasaron a otro aposento, donde estaba el órgano. Era éste una caja inmensa de maderas rudas, vírgenes y de tuberías oxidadas. Pisó el nómada los fuelles, tundió su puño en las teclas, y se produjo una algarabía de voces nasales, como si hubiese espantado un nidal de gaviotas.
Don Diego les habló de los órganos de la Catedral de Colonia, de Nuestra Señora de París, de San Marcos de Venecia. Mentó a los maestros de la música que él viera y admirara. Y dijo de sí, de sus aventuras, y este nuevo Ulises prendió entusiasmos y lástimas en aquel buen Alcinoo de la blusa y en el pecho de aquella Nausicaa enlutada.
No le sentaron en silla de clavazón de plata ni le sirvieron regios manjares; pero le dieron con largueza vino calentado, cecina y sopada de leche, que ordeñó la doncella de una cabra blanca y velluda que balaba en el patio.
El torrero también cenó con el huésped. Intimaron. Él era el organista en aquel templo de la noche, y él quien en los ocios labrara el órgano y un piano que en otra pieza se veía con funda bordada. Desde su mocedad vivió en faros. Amó el servicio en islas y torres encumbradas, y su mirar profundo parecía hecho para apacentarse siempre por las soledades de las aguas. Fue en la última isla que habitó donde su mujer le había abandonado. Y desde ese retiro presenció cinco naufragios. Era fatídica la isla; una losa de roca brotaba de ella y se tendía submarina hasta lejanamente, y contra esta laja, agazapada en el mar, se estrellaban los buques. El último siniestro fue en tarde estival; las aguas tenían una paz azul. Era buque de emigrantes. Lo vio montar, encabritarse sob...

Índice

  1. Nómada
  2. Copyright
  3. Dedication
  4. Other
  5. - I -
  6. - II -
  7. - III -
  8. - IV -
  9. - V -
  10. - VI -
  11. - VII -
  12. - VIII -
  13. - IX -
  14. - X -
  15. - XI -
  16. - XII -
  17. - XIII -
  18. - XIV -
  19. Sobre Nómada