Los enterrados vivos
eBook - ePub

Los enterrados vivos

  1. 129 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Los enterrados vivos

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

"Los enterrados vivos" (1896) es una novela de género folletinesco de Eduardo Gutiérrez, continuación de "El asesinato de Álvarez". En el año 1865, los vecinos de Corrientes viven aterrorizados por la presencia de un hombre misterioso y extraño: el Negrero.-

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Los enterrados vivos de Eduardo Gutiérrez en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literature y Classics. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726642117
Categoría
Literature
Categoría
Classics

El Anfiteatro

Una noche del otoño de 1866, dos vigilantes golpeaban la puerta del Hospital de Mujeres, conduciendo á una pobre mujer, víctima de un fuerte ataque al corazón.
La noche era en estremo fría y lluviosa y los pocos viandantes que cruzaban la calle lo hacían con paso precipitado y envueltos en sus abrigos.
Los agentes de la autoridad esperaron un momento y viendo que no acudían á abrir la puerta y temiendo que lo crudo de la noche concluyera con el pucho de vida que aun quedaba á la enferma, volvieron á llamar de una manera más precipitada.
Poco después se dejaba oir el chancleteo soñoliento y perezoso del portero, que abrió, preguntando el clásico «qué se ofrece».
. —Esta mujer, respondió uno de los vigilantes; que ha sido atacada de una enfermedad violenta, y que el comisario nos manda dejemos aquí.
— ¿Y por qué no la llevan á su casa? preguntó con toda insolencia el San Pedro de aquel cielo de desventuras.
Es mucha amoladura esto de que á cada momento lo han de incomodar á uno con semejante noche, para recibir al primer haragan que se le ocurre enfermarse en la calle; que la lleven á su casa y se acabó la fiesta.
— Es que no tiene casa y si la tiene, no está en estado de dar las señas: déjese de renegar el ruin haragan y cumpla con su deber que para eso le pagan!
— Siquiera roventara! repuso entonces el estimable portero, franqueando el paso—esta chusma no sirve más que para dar trabajo!
La pobre mujer dejó oir un gemido y apenas halló la fuerza suficiente para llevar su mano hasta los ojos y enjugar sus lágrimas.
— Esto es lo que saben estas perdidas, gruñó el rebelde portero—vienen aquí á pasar cómodamente alguna morruda tranca, y se quejan si uno no las sirve al pensamiento, como si valieran mucho—miren que princesas estas!
Uno de los vigilantes, más desalmado que el compañero, soltó una ruidosa carcajada ante esta salida. El otro pór el contrario creyó que debía indignarse y dejando caer su mano veterana sobre el hombro del gallego, le dijo terminante y enérgicamente:
— Cumpla con su deber sin echarlo en cara, el muy canalla, si no quiere que dé cuenta y le haga perder el conchavo.
El gallego, dominado por el argumento del agente, recibió la mujer diciendo:
— ¡Vaya que ahora ni una broma se puede gastar! ¡ni que fuera uno á mancharlos!
— Es que son malas bromas, cuando se trata de pobres que á gatas pueden llevar un fardo de huesos. ¡Hay que ser más comedido con los pobres!
La pobre mujer miró á aquel raro vigilante, agradecida al interés que por ella se tomaba, y se dejó conducir por el portero.
Este cerró la puerta apresuradamente para verse libre de mayores recriminaciones, y aunque regañando y con el peor modo posible, guió á la recién llegada hasta donde se hallaba la hermana de guardia aquella noche.
La pobre mujer apenas se podía tener en pie: su debilidad debía ser extrema.
Mientras el portero iba á pasar aviso al practicante, que entonces lo era, según creemos, el doctor peron, la hermana condujo á la pobre enferma hasta la cama que debía ocupar.
Mucho tiempo debía hacer que aquella desventurada no se hallaba en contacto con una buena cama, á juzgar por el suspiro de infinita satisfacción que lanzó al hallarse entre aquel pobre y miserable lecho.
Iba á hablar, tal vez á agradecer á la buena hermana aquellos primeros cuidados, cuando fué acometida por un violento chucho.
Fué necesario arroparla y abrigarla prolijamente para que sus miembros ateridos cesaran de temblar y entraran en un calor leve.
Cuando el practicante la vió, media hora más tarde, declaró que ante todo era necesario atender á la debilidad extrema que la postraba: después pensaremos en la enfermedad, añadió, que por grave que sea, siempre lo será menos que esta debilidad que la está matando.
Un poco de caldo y una media copa de vino volvieron algo de sus fuerzas á aquel cuerpo moribundo.
Recién entonces pudieron darse cuenta de la extraña mujer que tenían por delante.
Entre sus facciones, terriblemente enflaquecidas y pálidas por el hambre y la vigilia, brillaban dos ojos negros, espléndidos, que parecían dos astros sumidos entre dos órbitas humanas.
Aquellos ojos, aunque apagados por la miseria y el espanto, eran todavía espléndidos, entre su cueva de huesos y pestañas.
Miraban con una suavidad arrobadora, iluminada de cuando en cuando por lampos de pasiones de otro mundo.
Eran dos ojos imponentes que atraían con una fuerza magnética irresistible.
El resto de las facciones, á pesar de su extraña flacura, era bello y aristocrático: se comprendía que aquella mujer debía haber sido de una belleza arrebatadora y pertenecido á una clase social muy distinta á la que aparentaba su miserable estado.
Su cuerpo era bello, de una belleza de formas que se sobreponía á la destrucción tremenda de su físico que el primer soplo de la muerte empezaba á helar.
Sus manos eran blancas y artísticas, cubiertas por una piel fiuísima que acusaba trasparentándola hasta la última articulación, hasta la más escondida venita.
¡Hermosa mujer! exclamó el practicante, mirando á la enferma y á la hermana, muy hermosa debe haber sido, cuando su estado miserable que acusa infinitas miserias no ha podido destruirla por completo.
La hermana de caridad creyó de su deber ponerse colorada ante la traviesa mirada del practicante, pero no pudo menos de exclamar con él: ¡muy bella debe haber sido!
La pobre mujer pareció reanimarse ante aquellos cuidados é inteligente asistencia: estuvo mirando un buen rato á la hermana y al practicante, cayendo poco después en una especie de letargo que poco á poco fué tomando el carácter de un sueño apacible.
— Es preciso dejarla reposar, dijo el practicante, pues este sueño ha de producir mejores resultados que todas las drogas juntas: es lo que necesita, y la naturaleza se encarga de venir en su socorro.
Hermana, si se despierta ó algo ocurre, no tiene más que mandarme llamar: esta enferma me ha interesado más que ninguna otra.
Y el practicante se retiró pensando en el mundo extraño que encerraban aquellos dos astros negros en forma de ojos.
Y pensando en la nueva enferma, no pudo conciliar el sueño.
La hermana, respetando el plácido sueño de la enferma, se retiró haciendo el menor ruido que le fué posible para no turbarlo, y se puso á observarla desde lejos.
Como al practicante, aquella enferma la había impresionado de una manera rara.
No podía olvidar el foco de aquellos dos ojos, y le parecía sentir su brillo á pesar de los párpados cerrados que los cubrían.
¿Quién sería aquella mujer, que á pesar de sus harapos tenía todo el perfume de una dama de primer rango social?
Aquel sueño tranquilo duró todo el resto de la noche y parte de la mañana.
Al día siguiente cuando el doctor Señorans empezaba su visita, la enferma despertó y abrió desmesuradamente sus grandes ojos, mirando con asombro á todas partes, como si quisiera darse exacta cuenta del paraje donde se hallaba.
A los pocos minutos de mirar la vasta sala, se dejó caer sobre las almohadas, con profundo desaliento y no pudo ocultar dos gruesas lágrimas que, antes de caer, temblaron sobre sus mejillas descoloridas.
Y un suspiro largo y tristísimo, pareció envolver este lamento:«estoy en el hospital!! ya no me falta más tramo que el osario general! cúmplase la voluntad de Dios!
Cuando el doctor Señorans llegó á la cama de la nueva enferma y la miró, quedó impresionado de la misma manera que lo había sido el practicante y la hermana que la recibió.
— Estraña mujer! exclamó—qué ojos espléndidos! parece uu cadáver que mira con dos soles.
Todo el personal del hospital de mujeres se hallaba preocupado con la recién venida.
La misma secular doña Plácida, hermana partera del hospital, había sentido deponer su génio de erizo; y su habitual humor endiablado, ante tan extraña enferma.
Probablemente por primera vez de su vida sintió compasión por un ser que sufre, si es que el espíritu pinchante de doña Plácida es capaz de sentir impresión por algo de esta vida.
Y todos rodearon la cama de la enferma que ocultó su rostro entre las ropas, huyendo á aquella curiosidad desmedida.
El doctor Señorans, con esa indiferencia clásica de los médicos del hospital, tomó el pulso á la enferma y empezó su reconocimiento.
Ella no hizo la menor resistencia, prestándose como automáticamente á la voluntad del distinguido profesor: se limitó á mirarlo simplemente, haciendo un movimiento como si hubiese querido tragarse el llanto que le subía á la garganta.
Cuando el médico terminó su exámen, Peron empezó el suyo,—aqui la enferma miró con estrañeza, pero no hizo la menor resistencia ni observación, prestándose al segundo, como se había prestado al primer exámen.
— ¡Quién es usted señora? preguntó Señorans con involuntario respeto, siendo tal vez la vez primera que daba este tratamiento en aquella sala.
La enferma se incorporó ligeramente y con una voz que parecía un sollozo, dijo:
—Yo no soy más que la sombra dolorosa de una existencia feliz, dijo y se volvió á dejar caer sobre la almohada.
Es la misma frase que hemos oido sonar dos años antes en el estudio del doctor O. defensor de pobres.
—¿Pero cómo se llama usted? agregó el médico dulcemente.
— Mi nombre no es necesario para nada—él ha sido olvidado por todos y yo no quiero resucitarlo entre las camas numeradas de un hospital—y mirando el número colocado á la cabecera de su cama, agregó:
— Aquí me llamaré la catorce ó el catorce— supongo que para ustedes seré lo mismo.
Y había un dolor infinito en el acento de aquella mujer desventurada.
— Sin embargo, observó Señorans—su nombre es necesario á los libros del establecimiento... ahora, si para darlo vá usted á hacerse violencia, ya buscaremos medio de subsanarla.
— Ninguna—qué violencia me he de hacer! mi nombre ha muerto para los vivos, de tal manera, que creo que ninguno ha de conocerlo!
Vea usted, yo soy Catalina Benavidez, la que en un tiempo feliz mereció el nombre de la Estrella del Norte, la viuda de Francisco Alzaga, el asesino de Alvarez!
Y después de un sollozo prolongado, dejó vagar por sus lábios secos y descoloridos, una sonrisa helada.
La incóguita estaba descubierta—el misterio que envolvía á la estraña enferma, había cesado de ser.
Y efectivamente, apesar de los embates del tiempo, la desventura y la miseria, solo la belleza insuperable de Catalina Benavidez podía haberse conservado reconcentrada en sus ojos.
Peron y Señorans quedaron absortos mirándola.
—Me asombro por muchas cosas, contestó Señorans francamente: á juzgar por su situación actual, usted debe haber sufrido de una manera tremenda, y á pesar de su sufrimiento se conserva usted hella.
No es éste un cumplimiento, porque no es éste el lugar ni la situación de hacerlo—es una verdad que no se puede retener al mirar sus ojos.
— Mis ojos! pobres mis ojos! ellos han llorado amargamente todas las desventuras de la vida si el llanto secara las pupilas como seca la fisonomía, yo sería ciega hace muchos años, pero el destino ha querido hacerme ver toda clase de miserias como sentir todo género de sinsabores.
Bella, bella á pesar de todo! y mis ojos se han hundido en sus órbitas, y mis huesos parece que quieren ya romper la piel, y las arrugas de mi frente indican las profundas cicatrices que en ella ha dejado el dolor.
Hubo un tiempo en que esa frase arrancaba una sonrisa á mi espíritu, porque había quien fuera feliz en contemplar esa belleza y en aspirar su perfume acariciante.
Hoy todo eso ha concluído, como ha concluído todo en mí, y esa frase no puede sonar á mi oído sinó como una sátira dolorosa.
Hasta la misma muerte huye de mí, como si tuviera horror al contacto de mi cuerpo marchito y enfermizo.
El destino se ha cebado conmigo con una crueldad estupenda— ha sido preciso que yo apure hasta el último horror, para tener al fin el derecho de descansar en paz.
¿Y en dónde se me concede ese reposo? en el osario general donde son arrojados aquellos que cruzan la existencia como unos párias sin tener quien acompañe su último sueño, ni quien distinga su fosa, aunque sea con este letrero: “aquí se pudre fulano.”
Aquí Catalina se puso á llorar de una manera imponente, como si aquella última herida del destino fuera superior á todo esfuerzo.
— ¿Quién cerrará mis hojos, sollozó con espanto, cuando el soplo de la muerte empañe la pupila helando el cuerpo?
Y sin embargo yo no hice nada para merecer este fin ...

Índice

  1. Los enterrados vivos
  2. Copyright
  3. El negrero
  4. La muerte civil
  5. El placer de la infamia
  6. Las miserias humanas
  7. La Estrella del Norte
  8. La fuerza del destino
  9. Dolores
  10. El Anfiteatro
  11. En el Ataud
  12. UN SABIO
  13. Sobre Los enterrados vivos