Entre los pastos
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Entre los pastos

  1. 236 páginas
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Entre los pastos

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Información del libro

"Entre los pastos" (1920) es una novela gauchesca de Víctor Pérez Petit. En el rancho no hay trabajadores que se soporten menos que Juan de Dios y Baudilia. Un día, los desprecios y las bromas llegan demasiado lejos y la culpa revela a Juan de Dios que en realidad no odia a su enemiga. Sin embargo, sus recién descubiertos sentimientos no evitarán la tragedia.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726681703
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

PRIMERA PARTE

1

Cuando salió del rancho, ceñida la cabeza y el busto por un viejo rebozo de lana, todavía estaba obscuro y las estrellas escintilaban en el firmamento. Hacía un frío húmedo y punzante, — ese frío denunciador de la próxima madrugada. La tierra, dura y opaca, estaba espolvoreada por el rocío de la noche. Al pisar las motas de césped que aquí y allá matizaban el patio de la estancia, Baudilia sentía la humedad del hielo penetrarle sus gruesos zapatones.
— ¡Brrrrr! ¡qué frío! ¡la gran perra! — hizo la moza, apretando los dientes y encogiéndose toda ella al salir de la tibia atmósfera del rancho y hallarse de pronto ante el relente de la noche que le mordía las carnes.
Entonces, con pasitos cortos y apresurados se encaminó a la cocina, donde debía encender el fuego. Al mismo tiempo, Juan de Dios, que venía del galpón de los peones, dispuesto ya para comenzar su habitual tarea de ordeñar las vacas, se cruzó con Baudilia.
— Güen día, — formuló ella.
Pero el otro, impasible y hosco, se metió en la cocina sin contestar al saludo.
— ¡Pucha que sos mal educao! — rezongó Baudilia; — ¿que no has oido que te he dao el güen día?
— No tengo gana de conversaciones, — replicó el mozo con brusquedad; y en seguida, sin parar mientes en la inconsecuencia lógica que cometía, agregó: — ¿No vistes mi cuchillo que anoche dejé por aquí?
— Buscalo con toda tu alma, sarnoso! — espetó la moza, malhumorada repentinamente con la grosería del peón.
— ¡Te viá a dar sarnoso!
— ¡Pegá, si te atrevés! — desafió ella, no sin encogerse ante el ademán amenazador; y luego, viéndole abandonar su actitud agresiva: — ¡pura palabrería!
Baudilia encendió un velón y a su luz temblequeante empezó sus habituales ocupaciones. La cocina, fría y obscura, estaba llena del vaho agrio que dejan la grasa y el humo en los lugares estrechos y cerrados. Apenas si se divisaban, a la incierta claridad del velón, los objetos que en ella había. Los dos jóvenes se desempeñaban entre las tinieblas más por adivinación y familiaridad con las cosas que por lo que con sus ojos veían. Un perro entró y meneando gozosamente la cola fué a hacerle fiestas a la muchacha.
— ¡Juera, Tigre!, — dijo Baudilia.
Mientras la moza quebraba cardos secos para encender el fuego, Juan de Dios revolvía por los rincones, buscando su cuchillo. Volteó una lata, se dió en el pecho con los estribos de un recado que se asentaba en un tirante, soltó el correspondiente juramento contra el recado y quien lo había puesto allí, y, encontrando por fin lo que buscaba, se volvió de nuevo hacia la muchacha para decirle, mientras ladeaba su busto al colocar el arma en la cintura:
— Bien podías tener prendido el juego a estas horas, dormilona. Aurita tendré que dirme a ordeñar sin chupar un miserable mate.
— ¡Ajajá! ¿te golvió el habla? — arguyó entonces la moza. Y encrespada otra vez: — Yo me levanto cuando se me da la gana, y si no hay mate, chúpate el dedo gordo, si te parece. ¡No faltaba más!
— ¡Tiñosa! — masticó Juan de Dios, saliendo de la cocina.
— ¡Abombao! — replicó Baudilia.
Rezongando como un mangangá, el peón se encaminó al tambo, que así denominaban a un pequeño corral donde dejaban por la noche a las lecheras que debían ser ordeñadas al amanecer. Un perro flaco y sucio le vino a los alcances para olfatearle amistosamente; pero el mozo, que no tenía el ánimo para fiestas, le alargó un puntapié. Decididamente, Juan de Dios se había levantado de mala vuelta.
Siguió su camino. Unos pasos más allá, al lado del grupo de talas que marcaban el arranque del camino a la cañada del bajo, una sombra desusada llamó la atención de Juan de Dios.
— ¡Oh? ¿y eso? — se dijo; y, torciendo el rumbo de sus pasos, fué a inquirir lo que sería aquél bulto informe que, en medio de la obscuridad reinante, trastornaba la silueta familiar de las cosas del paraje.
Al acercarse el peón, el bulto se movió, calmoso.
— ¡No dije! — prorrumpió entonces, al adivinar con sus ojos avisados el caballo de Faustino, que se había desatado del poste donde el chico lo dejara a soga y se había venido mansamente hasta los talas; — ¡cosas del gurí!
Cogió la cuerda, endurecida y húmeda por el rocío, que el animal arrastraba entre los pastos, y la ató al tronco de los espinosos árboles. Luego, restregándose las manos amoratadas por el frío, prosiguió su camino en dirección al tambo.
Una vez allí, dispuso sus tarros, se metió entre los animales; escogió la lechera que tenía por hábito ordeñar en primer lugar, y, como se hallara ésta algo apartada del sitio donde lo hacía siempre, le pegó una palmada en el anca.
— ¡Hala, Chorreada! — ordenó, haciendo claquear la lengua contra el paladar, para avivar el paso de la lechera.
Entonces, ésta, dócil por la fuerza de la costumbre, vino por sí misma a colocarse junto a los palos de la puerta del corral. Juan de Dios buscó a su alrededor, entre los tarros, el pedazo de soga y maneó con ella las patas traseras del animal. En seguida, fué a buscar el ternerillo de la vaca en el corral de al lado, donde encerraban aparte todos los críos por la noche.
A brincos, como un chivato, se vino el animalito para prenderse goloso a la ubre, y entonces empezó Juan de Dios su trabajo, en cuclillas, regateándole al ternero, vez a vez, las tetas de la madre, para hacer bajar la leche. Acumplida esta primer labor, separó el crío de la vaca, tironeando de él y fué a atarle a los palos, para volver luego a ordeñar la lechera.
El cielo empalidecia poco a poco, ahogando paulatinamente la grisácea claridad de las estrellas. Pero las sombras se amasaban todavía sobre la tierra. Los grupos de árboles más cercanos eran bultos informes que ponían una nota opaca en medio de la tiniebla. Las mantas de cardo borriquero que hollaba el mozo en su ir y venir, no tenían color y se confundían con el color uniforme y barroso de la tierra dura. Sólo las paredes blancas de la Estancia empezaban a destacarse con un tono grisáceo. En el cielo, hacia el occidente, persistía la negrura profunda de la noche y las estrellas parecían avivar inquietas sus últimos resplandores. En cambio, en el levante, la lechosa claridad que iba trepando sobre el borde del horizonte, se intensificaba cautelosamente.
Juan de Dios proseguía parsimoniosamente su trabajo. Ordeñada una vaca, dejaba que el crío mamara a su gusto, y la reemplazaba con otra. Así iba llenando de leche sus grandes tarros, que alineaba junto a la empalizada. De pronto, como un fantasma, surgió a su lado Faustino, medio soñoliento.
— Se me desató el caballo, Juan de Dios, — moduló el chico, apesadumbrado.
— ¿Y no li hallaste? — preguntó el aludido, con sorna.
— Juí hasta el bajo y no está.
— ¿No miraste encimita del ombú? Pue que se haiga subido allí.
El pobre muchacho no recogió la burla: antes bien suspiró quejumbrosamente:
— El patrón me va a dar unos chirlazos, Juan de Dios.
— Bien hecho, por zonzo. ¿Qué no apriendiste entuavía a atar un caballo pa que no se te suelte?
— Juan de Dios, me van a castigar, — repitió dolorosamente el chico, restregándose los ojos con sus puños amoratados por el frío.
— ¿Y qué querés que yo le haga?
Entonces, como Faustino enderezara hacia el cardal para buscar su matungo, el peón tuvo lástima de él:
— Por ai no, chancleta; rumbiá mejor pa los talas. Si tuvieras abiertos los ojos pue que ya te hubieras topado con él.
Salió corriendo Faustino, vuelta el alma al cuerpo, y Juan de Dios se aprestó para ordeñar las últimas vacas.
Ahora el día avanzaba de verdad. Del lado donde iba a surgir el sol, la claridad intensa del alba se iba dorando, manchándose de tintas anaranjadas, acusando franjas que serían de púrpura. Las últimas estrellas se desleían ya en la lechosa diafanidad del cielo: sólo Venus, la estrella de la mañana, temblaba rutilante, muy cerca del horizonte, como un prisma de cristal, resistiendo la invasora claridad. En la tierra, todos los objetos surgían de la sombra, cobraban sus formas familiares, se vestían poco a poco de su matiz particular. Había en el ambiente como una bruma blanquecina, que flotaba sobre los inmensos campos, que ceñía los grupos de árboles, que se intensificaba en las lejanías, ahogándolas y desvaneciéndolas. Las paredes de la Estancia se tornaban cada vez más blancas, se sonrosaban en el pretil de la azotea. Dos grandes ombúes, sobre una loma, que hasta hace un momento eran negros, se azulaban despacio.
Volvió Faustino con su caballo ensillado y empezó a cargar los tarros de leche que había de conducir al pueblo. Mientras cumplía esta tarea, empezó a hacerle un cuento a Juan de Dios.
— ¿Sabés, la gallina batará, la que tenía la pollada adentro de la cocina? Güeno, pues; anoche la mató una comadreja. Debe ser la mesma que estos días se ha estao comiendo los pollitos. Baudilia está apenada y la parda le va a pedir al patrón que ponga una trampa.
— Movete y dejate de cuentos, — repuso Juan de Dios, — mirá que ya es de día y te se hace tarde.
— ¡Y más ligero de lo que hago! — contestó el chico; — la culpa es del frío, que ha envarado las guascas.
— ¿Se levantó el patrón?, — dijo en esto el mozo, mientras se aprestaba para ordeñar el vaso de apoyo de misia Ramona.
— Cuando venía p’acá, lo ví cruzar por el guardapatio, con un freno en la mano.
— Güeno, montá y marchá, que de no nos vamos a ligar tuitos algún rezongo.
Se trepó, entonces, el chico sobre su cabalgadura, en medio de los tarros, y taloneando al matungo con sus pies descalzos, salió al galope por el camino de paraísos.
Ya era de día. Barras de oro y de púrpura alternaban en el oriente, que con aquellos esplendores ígneos parecía una fantástica fragua. Unas nubecillas blancas, muy blancas, algodonosas, con los bordes sonrosados, fluctuaban en lo alto sobre un piélago de oro. La tierra parecía palpitar bajo aquella inmensa caricia rubia y en la puntita de los pastos fulguraban las gotas de rocío como perlas de vidrio. El tono opaco de la tierra cobraba tonos calientes de siena natural y de bruno claro, como si brotaran mágicamente de la paleta de un artista. Toda la gama del verde, bajo la luz que crecía por instantes, cobraba sus valores reales, y mientras los trebolares ardían como una clara esmeralda, grupos de cinacinas se fundían en tonos de amatista, y el camino, festoneado de paraísos, se agravaba de azules metálicos, obscuros como záfiros. Los pájaros empezaban a cantar. Unos teros, invisibles, promovían extraordinaria algazara del lado del horno. El balido de las ovejas ponía una nota suave, un tintineo campestre en el ambiente húmedo y frío de la mañana. A lo lejos, el relincho de un potro agujereó el aire azul como una diana de victoria. Y, de pronto, enorme, dorado, refulgente, sin dañar todavía la vista, surgió el disco del sol entre un mar de nubecillas parduzcas, que parecían evaporarse en una vorágine de perlas. Se advertía su ascensión, su crecimiento. Era una bola de fuego, rutilante, de oro fundido, que se alzaba poco a poco sobre la línea remota del horizonte, que ardía ahora en un diluvio de sangre. Todo el oriente fulguró, inundado de saetas amarillas, hirviente de gérmenes, empapado de lumbre. Un rancho lejano, negro y terroso, se aureoló como con un enjambre de avispas anaranjadas. En la tierra, los colores se intensificaron alegremente, los árboles cobraron tintes fantásticos, los caminos arados por la rueda de los carros se diseñaron con relieves de tonos suaves y calientes. Entre tanto, las nubes empezaron a trocar sus colores, y violetas carmíneos alternaron con verdes de resedá. El oro del levante se desleía por minutos, rápidamente, en una blancura hialina, que iba avasallándolo todo. El cenit, límpido y sereno, era de un celeste claro, transparente, de una pureza y frescura virginal. En el corral mugió una vaca, y aquel mugido tenía como un aliento campesino, suave y oloroso, que hablaba de eglógicas dulzuras. El perfume de la tierra se alzaba penetrante, como el de una amante que se despereza en la inquietud del despertar. Desde la cocina de terrones que ahora vestía el sol con una oleada caliente de lumbre áurea, se alzó la voz grave del patrón. Al través del campo, rumbo a la manguera, cruzó a caballo el peón brasilero, y en sus labios cantaba una copla:
“O tatú foi incontrado
Lá, na serra de Bagé,
A cavallo d’um zorrillo
Campeando un boi yaguané. . .”
Juan de Dios se alzó, combó el pecho robusto, distendió ambos brazos y bostezó largamente en el aire puro de la mañana. Con el resurgir de la luz, toda la tierra despertaba alborozada, y había en el ambiente un indefinible perfume de arbustos y yuyos salvajes, húmedos y frescos, que dilataba los pulmones.
— Vamo a agenciar un amargo, — masticó el mozo, y se encaminó a las casas, despacito, con un rítmico balanceo del cuerpo.

II

La ojeriza que se tenían Baudilia y Juan de Dios era proverbial entre las gentes del pago de Buena Vista. Cuando se quería significar una rivalidad entre dos personas, no se decía que estaban reñidas “como perro y gato”, sino “como Baudilia y Juan de Dios”. Claro está que la sangre no llegaba al río, ni que nadie sospechara que tan honda divergencia iba a concluir con un desenlace dramático; todos sabían que aquel sentimiento era una antipatía muy marcada entre el mozo y la muchacha, que los traía sin segundo a las greñas, buscándose reyerta por la más mínima palabra, por el gesto más insignificante. Pero la misma diferencia de sexos excluía la posibilidad de una escena cualquiera de violencia, que tan fácilmente se hubiera producido a tratarse de dos hombres. Por otro lado, era Juan de Dios un muchachote bueno, honrado y trabajador; incapaz de buscar pleitos a nadie ni de cometer una acción reprobable. Sencillote, servicial, muy jaranista, chancero al extremo, en todas partes se captaba unánimes simpatías. En fiestas y velorios era el regocijo de la reunión. Cantaba con hermosa voz atenorada una cantidad de rel...

Índice

  1. Entre los pastos
  2. Copyright
  3. Dedication
  4. FALLO DEL JURADO
  5. Other
  6. PRIMERA PARTE
  7. SEGUNDA PARTE
  8. IX
  9. Sobre Entre los pastos
  10. Notes