El trueno dorado
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El trueno dorado

  1. 81 páginas
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Información del libro

En El trueno dorado, Ramón María del Valle-Inclán relata un supuesto asesinato cometido por jóvenes aristócratas durante el período de gobierno de la Reina Isabel II antes de la revolución "La Gloriosa" en 1868. Publicada por entregas en el diario madrileño Ahora, la historia se mueve entre el costumbrismo y la trama de intriga.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726495898
Categoría
Literatura

XIX

Una pepona de pintados rosicleres que cascaba avellanas en la escalera se alzó con efusivo aspaviento:
—¡Sofi!
Se abrazaron. Habían sido compañeras de juegos en el patio de costura en el taller, de novios en los bailes. Aborrascose la portera, celosa de sus fueros y premáticas:
—¡Cuidado que sois guarras! ¿No tenías otro sitio donde cascar las avellanas?
La Coloretes, escondiendo media cara, guiñó un ojo y sacó la lengua:
—No había reparado en el alfombrín.
—¡Ya estás tomando una escoba!
—A la vuelta será, que ahora subo con la Sofi.
—¡Maldita la falta que tú haces!
La Sofi ahogaba los sollozos en una punta del toquillón que le resbalaba por los hombros. La Coloretes se lo sostuvo:
—Sofi, desahoga, no te reprimas. ¡Desahoga!
Las vecinas, que de puerta a puerta cotilleaban en el corredor, se les juntaron. La Macaría tuvo aviso, y de brazos abiertos, toda encendida, salió dando voces. En la faltriquera le sonaba el socorro de las señoras de San Vicente:
—¡Que aquí pises! ¡Que tan sinvergüenza seas! ¿Qué mira es la tuya? Si por herencia vienes, aquí no tienes nada.
Tremoló un alarido la Sofi:
—¡Tengo a mi padre! ¡Tengo cuatro inocentes que son mi sangre!
—¡Ahora te acuerdas! ¡Nos conocemos! ¡Tú traes el ojo abierto por estos cuatro pingajos!
Se desgarró afligida la Sofi:
—¡Para mearme en ellos quiero yo sus pingajos!
Apaciguaron las vecinas:
—¡No hay por qué dar voces!
—¡Ni razón para ello!
—¡La Sofi nada pide!
—Entra, Sofi. Vamos, sácate de la puerta, Macaría.
Escupió la mujerona:
—¡Descarrilada!
Y advertida de que le cantaba la faltriquera, de un manotazo la apuñó sobre el anca. Entrose sin cerrar la puerta, y las comadruelas terciaron sus consejos en torno de la Sofi:
—¡Eres hija y tienes derecho!
—¡Habla el aguardiente!
—¡Serénate, criatura!
La empujaban para que entrase. La Sofi rechinaba los dientes. Se le caían las horquillas del moño y tenía los labios blancos. Respiraba con angustia. El olor de la cera la sobrecogía y atemorizaba, penetrándola de un sentimiento religioso; era como un hálito del padre difunto. Vacilante, entornada por las vecinas, llegó hasta la alcoba y, toda en clamores, se dobló sobre el camastro. Al difunto le habían puesto en las manos un rosario de alambrillo dorado y cubierto la cara con el borde de la sábana. Doña Paulita, una vieja lechuza y halduda, levantó el lienzo con oficiosa deferencia. Sollozó la Sofi:
—¡Concédeme tu perdón, padre del alma!
La vieja halduda, moviéndose en silencio, le entregó un ramito de oliva para que le echase un asperges. Y como, una vez cumplimentado el rito, intentase sacarla fuera, gimoteó la Coloretes:
—¡Déjela que se alivie de lágrimas!
Doña Paulita pudo, al fin, llevársela a su guardillote, donde también estaban acogidos los cuatro huérfanos, pues la vieja le tenía alquilada una alcoba al Don Fermín. Era viuda, con un hijo tipógrafo que cumplía condena por la impresión de ciertas proclamas revolucionarias. Cuando entró la hermana, los huérfanos jugaban bajo las miradas miopes de Don Fermín. La Sofi los abrazó zozobrante:
—¿Me recordabais?
Las criaturas hacían pucheretes, recogidas sobre el pecho de la hermana. Don Fermín se desvaneció sin ruido, como una sombra. La Sofi esparcía una mirada de duelo por aquel tabuco, que tenía las paredes decoradas con litografías de La Flaca. Los ojos se le anublaron, parados sobre el catre en esqueleto, con la colchoneta arrollada:
—¿Qué noticias hay de Lucio?
—¡Buenas! ¡Le falta un mes de condena!
La Sofi y el tipógrafo habían sido novios. Lucio era opuesto a que tomase lecciones de baile, y acabaron peleados. A la rubiales le habían levantado la cabeza con aquello de que podía ser una estrella. Después vino el proceso y la prisión del tipógrafo. Una noche, los aplausos, las luces, el copear para dar gusto a la parroquia, la trastornaron y se arregló con el pianista del cafetín. ¡Una mala hora! La Sofi, abrumada por aquel dolorido recordar, se abrazó con los huérfanos:
—¡Corazones!
Se limpió las lágrimas y los retuvo a su lado. Doña Paulita le trajo un vaso de agua:
—Bebe y serénate.
La Sofi lo recibió cavilosa, con la atención puesta en sus hermanos. Las cuatro criaturas pasmaban mirándole las sartas y los anillos:
—¿Me halláis muy cambiada?
Agapito, su predilecto, echósela encima con efusivo encomio:
—¡Muy maja!
La Sofi, toda encendida, se recogió en el toquillón, escondiendo la garganta y las manos:
—Si tu madre lo consintiese, te llevaba conmigo.
Agapito apretó los ojos, sacudiéndose los dedos:
—¡Contra! Puedo escaparme.
Los otros tres se arrugaron con pucheretes. La hermana pequeña le pegó la boca a la oreja:
—¡Quédate!
La Sofi juntó las cejas con expresión dura y contrariada:
—¡Tuvierais otra madre!
Los cuatro la asediaron con unánime lloriqueo:
—¡Quédate! ¡No te vayas!
La Sofi los apartó con ahogo histérico, puestas las palmas en las sienes:
—¡Me quitáis el aire!
Insistían los cuatro en retablo, como ánimas en pena:
—¡No te vayas! ¡Quédate!
La Sofi sintiose enajenada por una ráfaga de rencores:
—¡A comerme la herencia!
Doña Paulita, con el palo de la escoba desbarató el retablo:
—¡No le hagáis mala sangre! ¡Salios afuera!
La Sofi se tapó la cara:
—¡Qué negra estrella!
Doña Paulita se derrengó en una silla baja. Abierto el gran ruedo de las sayas y cruzada de brazos, quedose mirando a la Sofi:
—¡Vaya, mujer! ¿Tan mal te va en tu nueva vida?
La voz de la vieja descubría un pique de resentimiento. La Sofi la miró con ojos alocados:
—¡Mal es poco!
—¡Tú te lo has buscado!
Doña Paulita no le perdonaba el descarrío. La Sofi se recogía, reconcentrada y huraña:
—¡Ya no tiene remedio!
—¡Vaya un comportamiento que has tenido con Lucio!
Protestó, rencorosa, la Sofi:
—Lucio me había pospuesto a la política… Si otro se ha llevado el pan de higos, que no se queje.
Avinagrose la vieja:
—¡No pienses que se queje!
La rubiales le echó encima la exasperada locura de sus ojos verdes:
—No dirá nada, porque es el rey del orgullo.
Amoscose la doña Paulita:
—Pudiera ser que tú le ganases. Y ¿de qué fechoría acusan a tu consorte para que se lo hayan llevado los civiles?
—¡Pronto la han informado!
La Sofi, desgarrada y resentida, se levantó, ajustándose el toquillón al talle. Luego, luciendo los bajos, puso un pie sobre la silla para atarse el zapato. Doña Paulita la reconvino suspicaz:
—¿Tanta prisa tienes? ¿Quién te espera?
—No quiero bailar esta noche, y tengo que avisarlo con tiempo.
—Vuelve a sentarte, que todavía no te solté las cuatro verdades que te mereces… Desde aquí mandarás el aviso. ¡Pensar que has podido ser mi nuera! ¡Si llegan a mediar bendiciones, soy yo la que te mato! ¡Y mira que te quise! ¡Y te quiero! ¡No para nuera! ¡Y me da dolor verte en ese relajo de vida! ¡No eras tú para eso!
La Sofi se cruzó el toquillón con despechado suspiro:
—¡La cochina política!
—¡Y tu ceguera por el baile!
—Lucio, hasta que dejó de acompañarme por andar en el jaleo de las conspiraciones, nunca había sido opuesto.
Insistió, repispoleta, la doña Paulita:
—¡Tu mala cabeza!
—¡Y la perra vida que me daba la Maca! Lucio se enfrió con la política y me hallé más que abandonada.
—¡Has hecho tu desgracia! ¡Y si solamente fuese la tuya! Lucio nada dice; pero el pundonor que tiene, raro será que al verse libre no busque a tu moreno. Y todavía no me has dicho por qué se lo han llevado los civiles.
La Sofi hizo un gesto de fatalista indiferencia:
—¡Se me da tan poco por lo que sea!…
Insinuó con taimado goce la vieja:
—¡No le muestras mucha ley!
—¡Le aborrezco!
—Rompe esa cadena.
—¡Me quitaba la vida!
—Lo que a ese tuno le interesa es conservar el chupe de lo que ganas.
—No crea usted que no lo comprendo.
—¡Ir a caer con tal sinvergüenza!
La Sofi se abstrajo mirándose lo...

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