Mare Nostrum
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Mare Nostrum

  1. 448 páginas
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Información del libro

Mare Nostrum es una novela de corte bélico del autor Vicente Blasco Ibáñez. Reconocida como una de las obras cumbres de su producción, se articula en torno a la Primera Guerra Mundial, en la que el autor se posiciona de forma decidida a favor de los aliados. -

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726509342
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

VII

EL PECADO DE FERRAGUT
Al despertar Tòni todas las mañanas con las primeras luces del alba, experimentaba una sensación de sorpresa y desaliento.
—¡Todavía en Nápoles!—decía mirando por el venano de su camarote.
Luego contaba los días. Diez iban transcurridos desde que el Mare nostrum, terminadas sus reparaciones, había anclado en el puerto comercial.
—Veinticuatro horas más—añadía mentalmente el segundo.
Y reanudaba su vida monótona, paseando por la cubierta del buque, vacío y muerto, sin saber qué hacer, desesperándose á la vista de los otros vapores, que movían sus antenas de carga, tragándose cajas y fardos, y empezaban á lanzar por sus chimeneas el humo anunciador de su próximo viaje.
Sufría remordimientos al calcular lo que podía haber ganado el buque de hallarse navegando. El provecho era para el capitán, pero eso no evitaba que se desesperase por el dinero perdido.
La necesidad de comunicar á alguien sus impresiones, de protestar á coro contra esta inercia lamentable, le empujaba hacia los dominios de Caragòl. A pesar de la diferencia de categorías, el segundo trataba al cocinero con afectuosa familiaridad.
—¡Nos separa un abismo!—decía Tóni gravemente.
Este «abismo» era una metáfora sacada de sus lecturas de periódicos radicales, y hacía alusión á las creencias fervorosas y simples del viejo. Pero el cariño por el capitán, el ser todos de la misma tierra y el empleo del valenciano como lengua de la intimidad, les hacía buscarse á los dos instintivamente. Caragòl era para Tòni la persona más cuerda de á bordo... después de él.
Apenas se detenía en la puerta de la cocina, apoyando un codo en el quicio y obstruyendo con su cuerpo la entrada de la luz solar, el viejo echaba mano á la botella de caña, preparando un«refresco» ó un«caliente» en honor del segundo.
Bebían con lentitud, interrumpiendo el paladeo del líquido para lamentarse de la inmovilidad del Mare nostrum. Hacían cuentas, como si el buque fuese suyo. Mientras estaba en reparación había podido tolerarse la conducta del capitán.
—Los ingleses pagaban—decía Tòni—. Pero ahora no paga nadie, el barco está sin ganar, y gastamos todos los días... ¿qué es lo que gastamos?
Calculaban él y el cocinero detalladamente el costodel sostenimiento del vapor, asustándose al llegar al total. Un día de su inmovilidad representaba más que lo que ganaban los dos hombres en un mes.
—Esto no puede seguir—protestaba Tòni.
Su indignación le llevó varias veces á tierra, en busca del capitán. Temía hablarle, considerando una falta de disciplina el ingerirse en la dirección del buque, é inventaba los más absurdos pretextos para abordar á Ferragut.
Miró con antipatía al portero del albergo, porque siempre le contestaba que el capitán había salido. Este individuo con aire de alcahuete debía tener gran culpa en la inmovilidad del vapor: se lo avisaba el corazón.
Por no irse á las manos con él y porque no riese solapadamente al verle esperar horas y horas en el Vestíbulo, se apostaba en la calle, espiando las entradas y salidas de Ferragut.
Las tres veces que consiguió hablar con él obtuvo el mismo éxito. El capitán celebraba mucho el verle, como si fuese un aparecido del pasado al que podía comunicar la alegría de su exuberante felicidad.
Escuchaba á su segundo, alegrándose de que todo marchase bien en el buque. Y cuando Tòni, con voz balbuciente, se atrevía á preguntarle ra fecha de la partida, Ulises ocultaba sus vacilaciones bajo un tono de prudencia. Estaba á la espera de un cargamento valiosísimo. Cuanto más aguardasen, más dinero iban á ganar... Pero sus palabras no convencían á Tòni. Recordaba las protestas de su capitán, quince días antes, por la falta de buena carga en Nápoles y su deseo de salir sin pérdida de tiempo.
Al volver á bordo, el segundo buscaba á Caragòl, comentando ambos las transformaciones de su jefe. Tòni lo había visto hecho otro hombre, con la barba recortada, vistiendo lo mejor de su equipaje, delatando en el arreglo de su persona un esmero minucioso, una voluntad decidida de agradar. El rudo piloto hasta había creído percibir al hablarle cierto perfume femenil igual al de la visitante rubia.
Esta noticia era la más inaudita para Caragol.
—¡El capitán Ferragut perfumado!... ¡El capitán oliendo á... pulga!
Y elevaba los brazos, mientras sus ojos cegatos buscaban las botellas de caña y las alcuzas de aceite para hacerlas testigos de su indignación.
Los dos hombres estaban acordes al apreciar la causa de sus tristezas. Ella era la culpable de todo, ella la que iba á tener el buque encantado en este puerto, quién sabe hasta cuándo, con su poder i resistible de bruja.
—¡Ah, las hembras!... El diablo va como un perro faldero detrás de sus enaguas... Son la podredumbre de nuestra vida.
Y la iracunda castidad del cocinero seguía lanzando contra las mujeres injurias y maldiciones iguales á las de los primeros padres de la Iglesia.
Una mañana, los tripulantes que limpiaban la cubierta hicieron pasar un grito de la proa á la popa.«¡El capitán!»Lo veían aproximarse en un bote, y la voz se extendió por cámaras y corredores, dando nueva fuerza á los brazos, animando los rostros soñolientos. El segundo salió á la cubierta y Caragòl sacó la cabeza por la puerta de la cocina.
Desde su primera ojeada presintió Tòni que algo importante iba á ocurrir. El capitán tenía un aire animoso y alegre. Al mismo tiempo vió en la exagerada amabilidad de su sonrisa un deseo de seducir, de imponer dulcemente algo que consideraba de dudosa aceptación.
—Ya estarás contento—dijo Ferragut al darle la mano—. Pronto vamos á zarpar.
Entraron en el salón. Ulises miró su buque con cierta extrañeza, como si volviese á él después de un largo viaje. Lo encontraba con aspecto diferente; surgían ante sus ojos detalles que nunca habían atraído su atención.
Recapituló en una síntesis, que fué como un relámpago cerebral, todo lo que había ocurrido en menos de dos semanas. Pudo darse cuenta por primera vez del gran cambio de su vida desde que Freya había venido á buscarle en el vapor.
Se vió en su cuarto del hotel frente á ella, que iba vestida como un hombre y fumaba mirando el golfo.
—Yo soy alemana y...
Iba á explicarse de pronto su vida misteriosa, hasta en los detalles menos comprensibles.
Ella era alemana y servía á su país. La guerra moderna levanta las naciones en masa; no es, como en otros siglos, un choque de exiguas minorías profesionales que tienen por oficio el pelear. Tolos los hombres vigorosos iban á los campos de batalla; los demás trabajaban en los centros industriales convertidos en talleres de guerra. Y esta actividad general comprendía también á las mujeres, que dedicaban al servicio de la patria su labor en fábricas y hospitales ó su inteligencia más allá de las fronteras.
Ferragut, sorprendido por esta revelación brutal, quedó silencioso, y al fin se atrevió á formular su pensamiento.
—Según eso, ¿tú eres una espía?...
Ella acogió con desprecio la palabra. Era un término anticuado que había perdido su primitiva significación. Espías eran los que en otros tiempos, cuando sólo los soldados profesionales tomaban parte en la guerra, se mezclaban voluntariamente ó por interés en las operaciones, sorprendiendo los preparativos del enemigo. Ahora, con la movilización en masa de los pueblos, había desaparecido el antiguo espía de oficio, despreciable y villano, que arrostraba la muerte por dinero. Sólo existían patriotas ganosos de trabajar por su país, unos con las armas en la mano, otros valiéndose de la astucia ó explotando las cualidades de su sexo.
Ulises quedó desconcertado por esta teoría.
—¿Entonces, la doctora..?—volvió á preguntar, adivinando lo que podía ser la imponente dama.
Freya contestó con una expresión de entusiasmo y respeto. Su amiga era una patriota ilustre, una sabia, que ponía todas sus facultades al servicio de su país. Ella la adoraba. Era su protectora: la había salvado en los momentos más difíciles de su existencia.
—¿Y el conde?—siguió preguntando Ferragut.
Aquí la mujer hizo un gesto de reserva.
—También es un gran patriota... Pero no hablemos de él.
Había en sus palabras respeto y miedo. Se adivinaba su voluntad de no ocuparse de este altivo personaje.
Un largo silencio. Freya, como si temiese los efectos de la meditación del capitán, lo cortó de pronto con su charla apasionada.
La doctora y ella habían venido de Roma á refugiarse en Nápoles, huyendo de las intrigas y murmuraciones de la capital. Los italianos se peleaban entre ellos: unos eran partidarios de la guerra, otros de la neutralidad. Ninguno quería ayudar á Alemania, su antigua aliada.
—¡Tanto que les hemos protegido!—exclamó—. ¡Raza lalsa é ingrata!...
Sus gestos y sus palabras evocaron en la memoria de Ulises la imagen de la doctora increpando á la tierra ltaliana desde una ventanilla del vagón el primer día en que se hablaron.
Estaban las dos mujeres en Nápoles, entreteniendo su inútil espera con viajes á las poblaciones cercanas, cuando encontraron al marino.
—Yo guardaba un buen recuerdo de ti—continuó Freya—. Adiviné desde el primer instante que nuestra amistad iba á terminar como ha terminado...
Leyó en la mirada de él una pregunta.
—Sé lo que vas á decirme. Te extrañas de que te haya hecho esperar tanto, de que te hiciese sufrir con mis caprichos. Es que te amaba y al mismo tiempo quería alejarte. Representabas una atracción y un estorbo. Temí complicarte en mis asuntos... Además, yo necesito estar libre, para dedicarme al cumplimiento de mi misión.
Hubo otra larga pausa. Los ojos de Freya se fijaron en los de su amante con una tenacidad escrutadora. Quería sondear su pensamiento, darse cuenta de la madurez de su preparación, antes de arriesgar el golpe decisivo. Su examen fué satisfactorio.
—Y ahora que me conoces—dijo con una lentitud dolorosa—, ¡márchate!... Tú no puedes quererme; soy una espía como tú dices: un ser despreciable... Sé que no puedes seguir amándome después de lo que te he revelado. Aléjate en tu buque, como los héroes de las leyendas; ya no nos veremos más. Todo lo nuestro habrá sido un hermoso ensueño... Déjame sola. Ignoro qué suerte será la mía, pero lo que me importa es tu tranquilidad.
Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se dejó caer de bruces en el diván, ocultando el rostro entre los brazos, mientras un hipo de llanto estremecía las adorables sinuosidades de su dorso.
Ulises, conmovido por este dolor, admiró al mismo tiempo la perspicacia de Freya, que adivinaba todas sus ideas. La voz del buen consejo, aquella voz cuerda que hablaba en la mitad de su cerebro siempre que el capitán se veía en un momento difícil, había empezado á gritar escandalizada á las primeras revelaciones de esta mujer:
«Ferragut, ¡huye!... Estás metido en un mal paso. No te conviene el trato con tales gentes. ¿Qué tienes tú que ver con el país de esta aventurera? ¿Por qué arrostrar peligros por una causa que nada te importa?... Lo que deseabas de ella ya lo tienes. ¡Sé egoísta, hijo mío!»
Pero la voz de su otro hemisferio mental, aquella voz fanfarrona y loca que le impulsaba á embarcarse en los buques destinados al naufragio, á desafiar los peligros por el placer de poner á prueba su vigor, también le dió consejos. Era villano abandonar á una mujer. Sólo un miedoso podía hacerlo... ¡Tanto que parecía amarle esta alemana!...
Y con su exuberancia meridional, la abrazó y la levantó, apartando de su frente los bucles de la cabellera, que se había deshecho, acariciándola como á una niña enferma, bebiendo sus lágrimas con besos interminables.
¡No, no la abandonaría!... Es más: estaba dispuesto á defenderla de todos sus enemigos. El no sabía quiénes eran estos enemigos; pero si necesitaba un hombre, allí le tenía á él...
En vano la voz cuerda le insultó mientras formulaba tales ofrecimientos. Se comprometía ciegamente: tal vez esta aventura iba á ser la más terrible de su historia... Pero para acallar sus escrúpulos, la otra voz gritaba: «Eres un caballero, y un caballero no abandona por miedo á una mujer horas después de haber recibido el presente de su cuerpo. ¡Adelante, capitán!»
Una excusa de cobarde egoísmo emergió en su pensamiento, fabricado de una sola pieza. El era español, era un neutral, que nada tenía que ver en la contienda del centro de Europa. Su segundo le había hablado á veces de solidaridad de raza, de pueblos latinos, de la necesidad de acabar con el militarismo, de hacer la guerra para que no hubiese más guerras... ¡Simplezas de lector crédulo! El no era inglés ni francés. Tampoco era alemán; pero la mujer que él amaba lo era, y no iba á abandonarla por unos antagonismos que le resultaban sin interés.
Freya no debía llorar. Su amante afirmó repetidas veces que deseaba vivir siempre á su lado, que no pensaba abandonarla por lo que había dicho, y hasta empeñó su palabra de honor, como prueba de que la ayudaría en todo lo que considerase posible y digno de él.
Así decidió atropelladamente de su destino el capitán Ulises Ferragut.
Cuando su amante le llevó otra vez á la casa de la doctora, fué recibido por ésta lo mismo que si perteneciese á su familia. Ya no tenía por qué ocultar su nacionalidad. Freya le llamó simplemente FrauDoktor. Y ella, con un entusiasmo verbal de profesora, acabó de catequizar al marino, explicándole el derecho y la razón de su país al entrar en guerra con media Europa.
La pobre Alemania había tenido que defenderse. El kaiser era el hombre de la paz, á pesar de que durante muchos años había preparado metódicamente una fuerza militar capaz de aplastar á la humanidad entera. Todos le habían provocado, todos habían sido los primeros en agredirle. Los insolentes franceses, mucho antes de la declaración de guerra, enviaban nubes de aeroplanos sobre las ciudades alemanas, bombardeándolas.
Ferragut parpadeó de sorpresa. Esto era nuevo para él. Debía de haber ocurrido mientras estaba en alta mar. El autoritarismo verboso de la doctora no le permitió duda alguna... Además, aquella señora debía saber las cosas mejor que los que viven navegando.
Luego había surgido la provocación inglesa. Como un traidor de melodrama, el gobierno británico venía preparando la guerra desde larga fecha, no queriendo presentarse hasta el último momento. Y Alemania, amante de la paz, tenía que defenderse de este enemigo, el peor de todos.
—¡Dios castigará á Inglaterra!—afirmaba la doctora mirando á Ulises.
Y éste, para no defraudarla en sus esperanzas, movía la cabeza galantemente... Por él podía castigarla Dios.
Pero al expresarse de tal modo se sentía agitado por una nueva dualidad. Los ingleses habían sido buenos camaradas; recordaba agradablemente sus navegaciones como oficial á bordo de buques británicos. Al mismo tiempo le producía cierta irritación su poder creciente, invisible para los hombres de tierra adentro, monstruoso para los que viven en el mar. Se les encontraba como dominadores en todos los océanos ó sólidamente instalados en todas las costas estratégicas y comercìale...

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