El oficinista del corredor de bolsa
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El oficinista del corredor de bolsa

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El oficinista del corredor de bolsa

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Información del libro

Debido a una complicidad familiar, miles de libras esterlinas han sido explícitamente robadas tras el atraco a una oficina de corredores de bolsa. El caos, desespero y una gran incertidumbre se adueñaran de la sociedad inglesa tras el desafortunado incidente.El carismático personaje de Sherlock Holmes, protagonizado en la pantalla grande por Robert Downie Jr., tendrá que resolver con audacia y veracidad el misterioso robo cometido en la ciudad de Birmingham.¿Que tan recursivo se puede llegar a ser a la hora de descubrir un misterio?En una historia llena de intriga, corrupción, intentos de suicidios y la imposición de la ley a la fuerza, Holmes junto a su fiel compañero Watson intentaran descubrir el culpable a este misterioso suceso.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2020
ISBN
9788726462968
Poco después de mi matrimonio compré su clientela a un médico en el distrito de Paddington. El anciano señor Farquhar, que fue a quien se la compré, había tenido en otro tiempo una excelente clientela de medicina general; pero sus años y la enfermedad que padecía..., una especie de baile de San Vito..., la había disminuido mucho. El público, y ello parece lógico, se guía por el principio de que quien ha de sanar a los demás debe ser persona sana, y mira con recelo la habilidad curativa del hombre que no alcanza con sus remedios a curar su propia enfermedad. Por esa razón fue menguando la clientela de mi predecesor a medida que él se debilitaba, y cuando yo se la compré, había descendido desde mil doscientas personas a poco más de trescientas visitadas en un año. Sin embargo, yo tenía confianza en mi propia juventud y energía y estaba convencido de que en un plazo de pocos años el negocio volvería a ser tan floreciente como antes.
En los tres primeros meses que siguieron a la adquisición de aquella clientela tuve que mantenerme muy atento al trabajo, y vi, en contadas ocasiones, a mi amigo Sherlock Holmes; mis ocupaciones eran demasiadas para permitirme ir de visita a Baker Street, y Holmes rara vez salía de casa como no fuese a asuntos profesionales. De ahí mi sorpresa cuando, cierta mañana de junio, estando yo leyendo el Bristish Medical Journal, después del desayuno, oí un campanillazo de llamada, seguido del timbre de voz, alto y algo estridente, de mi compañero.
–Mi querido Watson –dijo Holmes, entrando en la habitación–, estoy sumamente encantado de verlo. ¿Se ha recobrado ya por completo la señora Watson de sus pequeñas emociones relacionadas con nuestra aventura del Signo de los Cuatro?
–Gracias. Ella y yo nos encontramos muy bien –le dije, dándole un caluroso apretón de manos.
–Espero también –prosiguió él, sentándose en la mecedora –que las preocupaciones de la medicina activa no hayan borrado por completo el interés que usted solía tomarse por nuestros pequeños problemas deductivos.
–Todo lo contrario –le contesté–. Anoche mismo estuve revisando mis viejas notas y clasificando algunos de los resultados conseguidos por nosotros.
–Confío en que no dará usted por conclusa su colección.
–De ninguna manera. Nada me sería más grato que ser testigo de algunos hechos más de esa clase.
–¿Hoy, por ejemplo?
–Sí; hoy mismo, si así le parece.
–¿Aunque tuviera que ser en un lugar tan alejado de Londres como Birmingham?
–Desde luego, si usted lo desea.
–¿Y la clientela?
–Yo atiendo a la del médico vecino mío cuando él se ausenta, y él está siempre dispuesto a pagarme esa deuda.
–¡Pues entonces la cosa se presenta que ni de perlas! –dijo Holmes, recostándose en su silla y mirándome fijamente por entre sus párpados medio cerrados –. Por lo que veo, ha estado usted enfermo últimamente. Los catarros de verano resultan siempre algo molestos.
–La semana pasada tuve que recluirme en casa durante tres días, debido a un fuerte resfriado. Pero estaba en la creencia de que ya no me quedaba rastro alguno del mismo.
–Así es, en efecto. Su aspecto es extraordinariamente fuerte.
–¿Cómo, pues, supo usted lo del catarro?
–Ya conoce usted mis métodos, querido compañero.
–¿De modo que usted lo adivinó por deducción?
–Desde luego.
–¿Y de qué lo dedujo?
–De sus zapatillas.
Yo bajé la vista para contemplar las nuevas zapatillas de charol que tenía puestas.
–Pero ¿cómo diablos?... –empecé a decir.
Holmes contestó a mi pregunta antes que yo la formulase, diciéndome:
–Calza usted zapatillas nuevas, y seguramente que no las lleva sino desde hace unas pocas semanas. Las suelas, que en este momento expone usted ante mi vista, se hallan levemente chamuscadas. Pensé por un instante que quizá se habían mojado y que al ponerlas a secar se quemaron. Pero veo cerca del empeine una pequeña etiqueta redonda con los jeroglíficos del vendedor. La humedad habría arrancado, como es natural, ese papel. Por consiguiente, usted había estado con los pies estirados hasta cerca del fuego, cosa que es difícil que una persona haga, ni siquiera en un mes de junio tan húmedo como este, estando en plena salud.
Al igual que todos los razonamientos de Holmes, este de ahora parecía sencillo una vez explicado. Leyó este pensamiento en mi cara, y se sonrió con un asomo de amargura.
–Me temo que, siempre que me explico, no hago sino venderme a mí mismo –dijo Holmes–. Los resultados impresionan mucho más cuando no se ven las causas. ¿De modo, pues, que está usted listo para venir a Birmingham?
–Desde luego. ¿De qué índole es el caso?
–Lo sabrá usted todo en el...

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