El vizconde de Bragelonne
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El vizconde de Bragelonne

Alexandre Dumas

  1. 368 páginas
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El vizconde de Bragelonne

Alexandre Dumas

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En esta novela de A.Dumas, continuación de "Veinte años después", el creador de los famosos Mosqueteros continúa narrándonos las últimas aventuras y las hazañas de sus 3 aventureros, al frente de los que ahora está su capitán D'Artagnan.Aunque a primera vista podría parecerlo, no es esta una novela de aventuras al uso, sino más bien una crónica histórica que se va desarrollando a lo largo de más de 2500 páginas y que está inspirada en personajes reales. En ella Dumas, con su habilidad para narrar y atrapar la atención del lector, al mismo tiempo que pone cuidado en la veracidad del aspecto histórico, logra engancharnos a través de las tramas de alcoba, las envidias y los celos, las rencillas políticas de la Europa en el siglo XVII y el poder del rey absoluto Luis XVI, conocido como el Rey Sol.Como telón de fondo aparecen siempre la siempre fidelidad y el valor de la amistad profunda de los 3 mosqueteros que ahora, con el paso de los años, habrán de enfrentarse también al siguiente capítulo de sus vidas: la muerte.El Vizconde de Bragelonne fue llevada al cine en 1954 en una coproducción Italo-francesa, en la que las hazañas de los mosqueteros constituyeron latrama principal mientras que las historias del vizconde quedaron relegadas a un segundo plano.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726672893

Capítulo LIII El rey

Pasado el primer movimiento de sorpresa, D’Artagnan leyó de nuevo el billete de Athos.
—Es raro —dijo—, que me haga llamar el rey.
—¿Por qué? —dijo Raúl—. ¿No suponéis que el rey deberá echar de menos un servidor como vos?
—¡Oh! ¡Oh! —murmuró el oficial riendo, can los labios fruncidos—. Linda cosa estáis diciendo, querido Raúl. Si el rey me echara de menos, no me hubiese dejado marchar. No, no; yo veo en esto algo mejor, o peor, si queréis.
—¡Peor! ¿Y qué?, señor caballero, tú eres joven, confiado... ¡Ojalá estuviera yo donde tú! Tener veinticuatro años, la frente tersa y cerebro vacío de todo, a no ser de mujeres, de amor o de buenas intenciones... ¡Oh! Raúl, mientras no hayas recibido las sonrisas de los reyes y las confidencias de las reinas; mientras no hayas tenido dos cardenales, muertos en tu época, tigre el uno, zorro el otro; mientras no hayas... Pero ¿a qué vienen esas niñerías? Es menester separarnos.
—¡Cómo me decís eso! ¡Qué aire tan serio!
—La cosa bien vale la pena... Escuchadme, tengo qué haceros una recomendación.
—Ya escucho, caballero D’Artagnan. —Avisaré a tu padre mi marcha. —¿Os marcháis?
—¡Diantre! Le dirás que he pasado a Inglaterra y qué voy a vivir a mi casita de recreo.
—¡A Inglaterra! ¡Vos...! ¿Y las órdenes del rey?
—Cada vez te hallo más cándido. ¿Te figuras tú que así, sin más ni más, voy a presentarme en el Louvre y ponerme a disposición de ese lobezno coronado?
—¡Lobezno el rey! Pero ¿estáis loco?
—Al contrario, nunca he sido más cuerdo. Tú no sabes lo que quiere hacer de mí, ese digno hijo de Luis el Justo... ¡Vive Dios! Esa es la política... Lo que quiere es embastillarme, pura y simplemente.
—¿Con qué propósito? —pregunto Raúl, asombrado de lo que oía.
—A propósito de lo que le dije un día en Blois... Estuve algo vivo y él se acordará.
—¿Qué le dijisteis?
—Que era un roñoso, un canalla, un miserable.
—¡Ah, Dios mío! —dijo Raúl—. ¿Es posible que hayan salido de vuestra boca semejantes palabras?
—Quizá no te haya dado precisamente la letra de mi discurso; pero al menos te he dado el sentido.
—¡Pero el rey os hubiera hecho arrestar al momento!
—¿Par quién? Yo era quien mandaba los mosqueteros, y le hubiera sido necesario mandarme a mí mismo que me condujese a la prisión; yo no hubiera consentido nunca, y me habría resistido a mí mismo. Hoy ha muerto o casi muerto el cardenal, saben que estoy en París, y me atrapan.
—Por tanto, el cardenal era protector vuestro.
—El cardenal me conocía y sabía de mí ciertas particularidades; también sabía yo dé él algunas cosas y nos apreciábamos mutuamente... El cardenal, al entregar su alma al diablo, habrá aconsejado a Ana de Austria que me haga habitar en sitio seguro. Ve, pues, en busca de tu padre, relátale el hecho, y adiós.
—Querido señor de D’Artagnan —dijo Raúl, muy conmovido, después de haber mirado por la ventana—, ni siquiera podéis, huir.
—¿Y, por qué?
—Porque permanece abajo un oficial de suizos que os espera. —¿Y qué?
—Que os arrestará.
D’Artagnan no pudo menos de soltar una carcajada de risa homérica.
—¡Oh! Sé muy bien que resistiréis, que combatiréis, y hasta que saldréis vencedor, pero eso es la rebelión, y vos, que sois también oficial, no ignoráis lo que es la disciplina.
—¡Diablo de niño! ¡Qué bien criado está y qué lógico es! —murmuró D’Artagnan.
—Aprobáis esto, ¿no es verdad?
—Sí. En lugar de pasar por la calle, donde me espera ese bienaventurado, voy a largarme bonitamente por el muro de atrás. Tengo un caballo en la cuadra que es excelente; lo reventaré, mis medios me lo permiten, y de caballo reventado en caballo reventado llegaré a Boulogne en once horas. Sé el camino... No digas más que una cosa a tu padre.
—¿Qué?
—Que... lo que él sabe está muy bien colocado en casa de Planchet, a excepción de un quinto, y que.
—Pero, señor de D’Artagnan, nota que si salís huyendo van a decir dos cosas.
—¿Cuáles, querido?
—Primero, que habéis sentido miedo.
—¡Oh! ¿Y quién dirá eso?
—El primero de todos el rey.
—Pues... dirá la verdad: siento miedo.
—Segundo, que os reconocéis culpable.
—¿Culpable dé qué?
—¡Toma! De crímenes que querrán imputaros.
—También eso es cierto... Así, pues, ¿me aconsejas que vaya a hacerme embastillar?
—El conde de la Fère os lo aconsejaría como yo.
—Lo sé muy bien —dijo D’Artagnan pensativo— tienes razón, no me salvaré. Pero ¿y si me meten en la Bastilla?
—Nosotros os sacaremos —dijo Raúl tranquilamente.
—¡Pardiez! —exclamó D’Artagnan tomándole una mano—. Has dicho eso de una manera— valiente, Raúl; la de Athos pura. Pues bien, parto. No olvides mi último encargo.
—A excepción de un quinto —dijo Raúl.
—Sí. Eres un guapo mozo, y deseo que añadas una cosa, a esa última. —Hablad.
—Esta: si no me sacáis de la Bastilla, y me muero en ella, lo cual se ha visto ya... seré un detestable prisionero, yo, que soy un hombre pasable... En ese caso, te doy los tres quintos, y el cuarto a tu padre.
—¡Caballero!
—¡Diantre! Si queréis, hacerme decir misas, sois libre en ello. Dicho esto descolgó su tahalí, ciñó la espada, caló el sombrero, en ya pluma era nueva, y tendió la mano a Raúl.
Una vez en la tienda, dirigió una ojeada a los mozos, que contemplaban la escena con orgullo y cierta inquietud, y, metiendo la mano en una caja de pasas de Corinto, se fue hacia el oficial, que aguardaba filosóficamente delante de la puerta de la tienda.
—¡Esas facciones...! ¿Sois vos, señor de Friedisch? —exclamó alegremente el mosquetero—. ¡Hola! ¡Así se arresta a los amigos!
—¡Arrestar! —murmuraron entre ellos los mozos.
—Yo soy —dijo torpemente el suizo—; buenos días, señor de D’Artagnan.
—¿He de daros la espada? Os prevengo que es muy larga y pesada: dejádmela hasta el Louvre. No puedo andar sin espada por la calle, y vos también andaríais mal llevando dos.
—El rey no ha dicho nada —replicó el suizo—; guardad, por tanto, vuestra espada.
—Eso es magnífico de parte del rey Marchemos al momento.
El señor de Friedisch no era hablador, y D’Artagnan tenía muchas cosas en que pensar para serio. Desde la tienda de Planchet al Louvre no mediaba mucha distancia, y llegaron en diez minutos, cuando ya era de noche.
El señor de Friedisch quiso entrar por el postigo.
—No —observó D’Artagnan—; par ahí perderíamos tiempo; tomad la escalerilla.
El suizo hizo lo que le recomendaba D’Artagnan, y lo condujo al vestíbulo del gabinete de Luis XIV.
Llegado allí saludó a su prisionero, y, sin decir más se volvió a su puesto. D’Artagnan no tuvo siquiera tiempo de preguntarse por qué no le quitaron
la espada, cuando se abrió la puerta del gabinete, y un ayuda de cámara llamó:
—¡Señor de D’Artagnan!
El mosquetero tomó su actitud de parada y entró con dos ojos extremadamente abiertos, la frente serena y el bigote alisado.
El rey estaba sentado a su mesa y escribía.
Pero no se movió cuando los pasos del mosquetero resonaron en el pavimento, y ni siquiera volvió la cabeza. D’Artagnan se adelantó hasta la mitad de la sala, y viendo que el rey no paraba la menor atención en él, comprendiendo además muy bien que aquello era afectación, como un preámbulo enfadoso para la explicación que se preparaba, volvió la espalda al príncipe y se puso a contemplar con todos sus ojos los frescos de la cornisa y las grietas del techo.
Esta maniobra fue acompañada de este monólogo tácito:
«¡Ah! Deseas humillarme, tú a quien he visto muy chiquito, tú a quien he salvado como hijo mío, a quien he servido como a mi Dios, es decir, por nada. ¡Espera, espera, vas a ver lo que puede hacer un hombre que ha silboteado la tonada del baile de los hugonotes en las barbas del señor cardenal, del verdadero cardenal!».
En aquel momento volvióse Luis XIV y dijo:
—¿Estáis ahí, señor de D’Artagnan? D’Artagnan vio el movimiento y lo imitó.
—Sí, Majestad —dijo.
—Bien, tened la amabilidad de esperarme.
D’Artagnan no respondió nada, pero se inclinó.
«Esto es muy delicado —pensó—, y nada tengo que decir».
Luis hizo un rasgo de pluma violento y la arrojó con cólera.
«Ea, enfádate para ponerte en punto —pensó el mosquetero—; también me pondrás a mis anchas y no estará de más lo que te dije el otro día en Blois».
Luis se levantó, pasó una mano por la frente, y; parándose luego delante de D’Artagnan, lo miró con aire imperioso y benévolo a la vez.
«¿Qué desea de mí? Veamos, que acabe», pensó el mosquetero.
—Caballero —dijo el rey—, sin duda, sabréis que el señor cardenal ha muerto.
—Tenía mis dudas, Majestad.
—Sabréis, por tanto, que soy el amo en mi casa.
—Esa no es cosa que date de la muerte del cardenal, Majestad; siempre es uno amo de su casa cuando quiere.
—Sí; mas os acordaréis de todo lo que me dijisteis en Blois.
Ya llegamos —pensó D’Artagnan—; no me he engañado. Vamos, tanto mejor; esto prueba que todavía tengo el olfato bastante fino.
—¿No me contestáis? —dijo Luis. —Majestad, creo que me acuerdo. —¿Solamente creéis?
—Hace tanto tiempo...
—Si no os acordáis, yo sí me acuerdo; mirad lo que dijisteis; escuchad atentamente.
—¡Oh! Escucho con todos mis oídos, Majestad, porque probablemente la conversación tomará un giro favorable para mí.
Luis miró de nuevo al mosquetero; éste acarició la pluma de su sombrero, luego el bigote y aguardó intrépidamente.
Luis XIV prosiguió:
...

Índice

  1. El vizconde de Bragelonne
  2. Copyright
  3. Capítulo I La carta
  4. Capítulo II El mensajero
  5. Capítulo III La entrevista
  6. Capítulo IV Padre e hijo
  7. Capítulo V Cropoli, Cropole y un notable pintor desconocido
  8. Capítulo VI El desconocido
  9. Capítulo VII Parry
  10. Capítulo VIII Cómo era Su Majestad Luis XIV a los veintidós años
  11. Capítulo IX El desconocido de la hostería «Los Médicis» revela su incógnito
  12. Capítulo X Las cuentas de Mazarino
  13. Capítulo XI La política del señor Mazarino
  14. Capítulo XII El rey y el teniente
  15. Capítulo XIII María Mancini
  16. Capítulo XIV Su Majestad y el teniente patentizan su respectiva memoria
  17. Capítulo XV El proscrito
  18. Capítulo XVI Remember!
  19. Capítulo XVII Búscase a Aramis y sólo se encuentra a Bazin
  20. Capítulo XVIII D’Artagnan busca a Porthos y sólo haya a Mosquetón
  21. Capítulo XIX Relátase lo que D’Artagnan iba a realizar en París
  22. Capítulo XX Se forma sociedad en «El pilón de oro» para explotar la idea del señor D’Artagnan
  23. Capítulo XXI Prepárase D’Artagnan a viajar por cuenta de la casa «Planchet y Compañía»
  24. Capítulo XXII Los soldados de D’Artagnan
  25. Capítulo XXIII Donde el autor se ve obligado, aunque a pesar suyo, a hacer un poco de historia
  26. Capítulo XXIV Un tesoro
  27. Capítulo XXV El pantano
  28. Capítulo XXVI Corazón y cabeza
  29. Capítulo XXVII El día siguiente por la mañana
  30. Capítulo XXVIII El contrabando
  31. Capítulo XXIX D’Artagnan teme haber puesto su dinero y el de Planchet en un negocio ruinoso
  32. Capítulo XXX Las acciones de la sociedad «Planchet y Compañía» pónense a la par
  33. Capítulo XXXI El golpe de Monk
  34. Capítulo XXXII
  35. Capítulo XXXIII Audiencia
  36. Capítulo XXXIV ¿Qué hacen con tanto capital?
  37. Capítulo XXXV En el canal
  38. Capítulo XXXVI D’Artagnan saca, como hubiera hecho un hada, una casa de recreo de un cajón de pino, como por encanto
  39. Capítulo XXXVII D’Artagnan arregla el pasivo de la sociedad antes que su activo
  40. Capítulo XXXVIII Donde se ve cómo el abacero francés se había ya rehabilitado en el siglo XVII
  41. Capítulo XXXIX El juego de Mazarino
  42. Capítulo XL Asunto de Estado
  43. Capítulo XLI El relato
  44. Capítulo XLII Mazarino de hace pródigo
  45. Capítulo XLIII Guénaud
  46. Capítulo XLIV Colbert
  47. Capítulo XLV Confesión de un hombre honrado
  48. Capítulo XLVI La donación
  49. Capítulo XLVII De cómo Ana de Austria dio un consejo a Luis XIV, y el señor Fouquet le dio otro
  50. Capítulo XLVIII Agonía
  51. Capítulo XLIX Primera aparición de Colbert
  52. Capítulo L Primer día del reinado de Luis XIV
  53. Capítulo LI Una pasión
  54. Capítulo LII La lección de D’Artagnan
  55. Capítulo LIII El rey
  56. Capítulo LIV Las casas de Fouquet
  57. Capítulo LV El abate Fouquet
  58. Capítulo LVI La galería de Saint Mandé
  59. Capítulo LVII Los epicúreos
  60. Capítulo LVIII Quince minutos de retraso
  61. Capítulo LIX Plan de batalla
  62. Capítulo LX La taberna «La imagen de Nuestra Señora»
  63. Capítulo LXI ¡Viva Colbert!
  64. Capítulo LXII
  65. Capítulo LXIII
  66. Capítulo LXIV Filosofía del corazón ya de la cabeza
  67. Capítulo LXV El viaje
  68. Capítulo LXVI
  69. Capítulo LXVII D’Artagnan continúa sus investigaciones
  70. Capítulo LXVIII
  71. Capítulo LXIX
  72. Capítulo LXX Procesión en Vannes
  73. Capítulo LXXI Su Ilustrísima el obispo de Vannes
  74. Capítulo LXXII Porthos comienza a enojarse por haber ido con D’Artagnan
  75. Capítulo LXXIII Donde D’Artagnan corre, Porthos ronca y Aramis aconseja
  76. Capítulo LXXIV Donde el señor Fouquet obra
  77. Sobre El vizconde de Bragelonne
Estilos de citas para El vizconde de Bragelonne

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Dumas, A. (2021). El vizconde de Bragelonne ([edition unavailable]). SAGA Egmont. Retrieved from https://www.perlego.com/book/2979707/el-vizconde-de-bragelonne-pdf (Original work published 2021)

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Dumas, Alexandre. (2021) 2021. El Vizconde de Bragelonne. [Edition unavailable]. SAGA Egmont. https://www.perlego.com/book/2979707/el-vizconde-de-bragelonne-pdf.

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Dumas, A. (2021) El vizconde de Bragelonne. [edition unavailable]. SAGA Egmont. Available at: https://www.perlego.com/book/2979707/el-vizconde-de-bragelonne-pdf (Accessed: 15 October 2022).

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Dumas, Alexandre. El Vizconde de Bragelonne. [edition unavailable]. SAGA Egmont, 2021. Web. 15 Oct. 2022.