El Estado equitativo
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El Estado equitativo

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El Estado equitativo

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"El Estado equitativo", subtitulado "Ensayo sobre la realidad argentina", es un ensayo de Leopoldo Lugones sobre filosofía política, poderes del Estado y sociedad, que publicó dos años después del golpe de Estado de 1930 en Argentina.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726641752

VII

LA ECONOMIA NACIONAL
Bajo la doble influencia del liberalismo constitucional de los Estados Unidos y del liberalismo económico inglés, al cual debimos nuestros primeros éxitos de país exportador en los sendos dominios del intercambio y del crédito, nuestros constituyentes de 1853 adoptaron con decisión la doctrina liberal de gobierno. Contribuyó a exagerar su prestigio, la circunstancia de ser sus adeptos más influyentes, proscritos que volvían de la expatriación impuesta o causada por el despotismo antiliberal de Rosas; mientras la ideología de la Revolución Francesa, preponderante en nuestra cultura jurídica desde el tiempo de la emancipación, orientaba su mente en igual sentido. Más de uno, y desde luego Alberdi, había pertenecido a la famosa Asociación de Mayo cuyo “credo” fué el “dogma socialista”, con bastante socialismo francés, por cierto.
Así extremaron el espíritu ecuménico de la Carta, que resultó en realidad un poema ideológico del extranjerismo, ya que se carecía de experiencia al respecto; pues la preocupación dominante de aquellos hombres, fué atraer al extranjero en cualquier forma. Comprendiendo que no podíamos ofrecerle las ventajas materiales de los Estados Unidos, diéronse a aumentarle las franquicias de residencia, hasta instituirle una situación privilegiada sobre la ciudadanía. Dimanaba esto, también, de un tácito menosprecio al pueblo criollo que acababa de ser el sostén de la tiranía y continuaba siéndolo del caudillaje, lo cual parecíales nativa inferioridad para la civilización de sus patrióticos desvelos. La experiencia y el estudio imparcial enseñáronnos después, que la inmigración no es un fenómeno político, sino una función del mercado interno; así como que la tiranía y el caudillaje tuvieron su buena parte de razón histórica. Tampoco ésta fué política, sino biológica, y Sarmiento lo percibió ya en el Facundo, aunque con sentido adverso; pues a mediados del siglo XIX, pensábase que la ideología política era, en todo, lo principal. Así llegó a crearse una conciencia pesimista sobre la inferioridad del criollo ante el extranjero privilegiado, sin advertir que por esta causa, y no en virtud de su pretendida calidad, lo aventajaba como productor.
Ese sistemático extranjerismo cuyas consecuencias sintetizaremos en el capítulo siguiente, para establecer el resultado de nuestra experiencia constitucional, dimanó, además, del predominio comercial de Buenos Aires, puerto centralizador y único: es decir órgano del comercio exterior. Mientras la producción argentina tuvo por principal objeto la exportación que constituía su mejor negocio, el gobierno económico del país debió corresponder al comercio; y éste, no sólo condicionó todo el transporte, bajo la forma de un mero acarreo longitudinal, hasta el puerto antedicho y los otros que fué requiriendo el mayor volumen de aquélla, sino todo el sistema de crédito y contribuciones; ya que reducida la circulación de la riqueza a esa sola función de tránsito, simplificada todavía por su aplicación a dos ramos solamente: ganadería y agricultura — tiene que resultar a su vez la principal fuente credencial y rentística. Por esto no existe acá el crédito agrícola especialmente organizado, ni el crédito ganadero de crianza y explotación en pie, a pesar de ser tan poderosas la ganadería y la agricultura; ya que la prenda agraria es, al fin de cuentas, crédito comercial. Y por esto, también, la administración tiene que costearse con la renta de aduana.
Por otra parte, la escasa población, el clima favorable, el precio, hasta poco ha remunerador, de los productos exportados, mantuvieron la monocultura extensiva, que es la causa del latifundio; de suerte que este último no se reducirá sino mediante la transformación de cultivo y cría, que no es de arbitrio legal, según creen socialistas y liberales, conforme a la ideología del siglo XIX, sino de evolución económica: vale decir efecto y no causa.
Organizadas la producción ganadera y agrícola casi exclusivamente para el consumo de unos pocos mercados extranjeros, su dependencia de estos últimos creónos una situación colonial, sobre todo respecto a la Gran Bretaña, dando importancia despótica a los intermediarios del comercio exterior y de las industrias de igual carácter como la frigorífica y la molinera: personas cuyo exiguo número facilita la combinación para explotar a los productores desunidos por toda clase de obstáculos materiales y morales; urgidos por deudas perentorias que la falta de crédito adecuado convierte en instrumento del explotador, a la vez que dominados por el grosero individualismo de una incultura reinante hasta en los palacios de la Capital, y por el optimismo jactancioso que exime de reflexión y cuidados: “El país es muy rico ché. El país dá para todo. Los gringos han de venir, no más, a buscar lo nuestro, porque lo necesitan. . .”
Mientras tanto, los mercados a término y los frigoríficos siguen fijando a su antojo los precios, es decir rebajándolos según les cuadra, además de otras maniobras deprimentes acá y afuera, sin que nadie se anime con ello, no obstante su escandalosa notoriedad; y ya veremos por qué. Pero la producción del país ha hecho mal que mal su camino. La bondad del suelo y del clima, la virtuosa tenacidad del trabajo, el incremento de población, la benemérita iniciativa industrial, modificaron gradualmente las cosas, hasta invertir su categoría, dando a la producción del país mayor importancia que a su comercio exportador. El mercado interno, única base inconmovible de estabilidad nacional, puesto que, según se ve, la constituye el país mismo, adquiere más importancia cada vez; y por una de esas felices circunstancias que definen a mi ver el destino de las naciones, ello coincide con la línea de orientación general en idéntico sentido, ofreciéndonos la oportunidad más favorable para abandonar el liberalismo, tal cual lo han hecho nuestros dos inspiradores de la época constitucional, bajo un criterio de patriótica conveniencia.
En nuestro caso, además, impónese por otro motivo: el comercio exportador será extranjero, aunque esté en manos de argentinos, lo que además no sucede; mientras que el trabajo y la producción de la tierra, serán nacionales, aun cuando los efectúen extranjeros. De igual suerte, todo capital extranjero invertido en ello, se nacionaliza por sí sólo, concurriendo al mismo resultado con ventajas evidentes para la formación de un país como el nuestro. Cuanto más capaz sea de bastarse la Nación, más dueña de sí misma habrá de sentirse. Y si se considera que esto comporta de suyo una mavor capacidad defensiva, fácil será descubrirle otra vinculación profunda con el designio militar de la sequridad, que reposa sobre el mismo concepto. No es el comercio, sino la producción y la industria, lo que suministra en caso de peligro nacional pertrechos y provisiones.
Consecuencia de esa total subordinación al comercio exportador que fija precios y clasifica a su antojo la misma producción de la cual vive y sin la cual nada sería, es el culto — pues constituye una verdadera religión — del crédito externo, que asegura a nuestro liberalismo su instrumento precioso y único de gobierno financiero y económico; su panacea infalible en todo apuro como en todo desacierto; su tapadera de cualquier abuso; su más rica veta de provecho personal: el empréstito. Recurso correspondiente, según es fácil advertir, a la rudimentaria producción monocultural, para exportar en masa y a granel, o casi en bruto, con su política económica que es el liberalismo, no menos cómodo y elemental: tratados de comercio reducidos a la cláusula de nación más favorecida; renta nacional consistente en la entrada aduanera; concepto del progreso sin fin aplicado a la oferta y a la demanda; crédito ilimitado, en consecuencia, para resolverlo todo, contratando empréstito sobre empréstito. . .
Este sistema de endeudarse interminablemente, que la misma Inglaterra, banca del mundo, no ha podido aguantar, según expresa declaración de Macdonald, pues tan malo es, al fin de cuentas, para la nación como para el individuo, sale peor si se lo adopta como método fiscal, según acá sucede; es decir para costear sueldos y gastos de la administración. Lejos de ser, entonces, colocación productiva de capital extranjero, desvía a este último de ese objeto que tanto nos interesa, sin embargo, ofreciéndole rédito más elevado y seguro, bajo la consabida fórmula de que arreen los de atrás; pues el individualismo liberal redunda en egoísmo desenfrenado. De tal suerte, el patriotismo y el gobierno carecen de aquel espíritu de continuidad que es el verdadero constructor de la Patria. Cada cual tira por su lado, sin otro fin dominante que su provecho personal. El patriotismo, que es el deber permanente de trabajar por el bien común, redúcese a una noción circunstancial de peligro, cuando no a una mera decoración festival: sendas manifestaciones de atraso. Vivir exclusivamente del comercio y para el comercio, conduce, hasta en lo económico, a la miseria fiscal y al servilismo mercantil.
Ahí es, precisamente, donde el ideal liberal de enriquecerse a toda costa, el ideal burgués por definición, desde que liberalismo y burguesía son sinónimos, resulta más nocivo al mundo entero; pues se trata de una corrupción tan general como el sistema cuya aplicación la ha causado.
En efecto, si frigoríficos, mercados a término, ferrocarriles y demás empresas explotadoras de la producción, ejercen su despotismo sin trabas, gobernando al gobierno, es porque combinados con los bancos que los respaldan como directores o como agentes — pues de todo hay — complican en sus actividades financieras a título de accionistas, letrados, asesores, o simplemente deudores, no pocas veces equívocos y de mero favor, que son, por cierto, los más fáciles de manejar, una cantidad de personas tituladas con tal fin “hombres de negocios”, pero que son en realidad políticos profesionales en los sendos campos de la representación y de la burocracia, donde se eternizan y prosperan favorecidos por la misma complicidad que habrán de mantener a costa del interés público. De aquí que toda medida y toda ley, tiendan realmente a sostener y fomentar, o lleguen siempre tarde para prever y corregir los abusos contra la producción, que dado nuestro sistema representativo, puramente numérico, no tiene defensa ni medio de romper ese círculo vicioso de intereses espurios, viéndose, así, obligada a mantenerlos con perjuicio de la población entera. Es uno de los tantos casos en que la representación mayoritaria se vuelve contra la conveniencia de la mayoría, para satisfacer realmente la de una minoría parásita formada por sus políticos. Así, cada nueva administración entroniza el consabido favorito de la aparcería o del parentezco, a quien empresas y bancos tienen que designar representante o asesor, cuando no lo es ya el muy listo, soldando así un nuevo eslabón a la cadena de los abusos que la producción debe arrastrar sin término, para costear, ellos mediante, el gasto y el rendimiento de ese verdadero soborno. Nada extrañó, pues, que los políticos usen el mismo sistema de interesar a sus electores, cargando la cuenta al presupuesto, es decir a las contribuciones de la producción y consumo, por aquello de que “el país es muy rico, ché; el país dá para todo”. Así explícase también la exaltación con que nuestros políticos defendían el regreso a la normalidad constitucional y la integridad de las “conquistas” liberales que ya habremos de pagar con más carestía y más despilfarro, para que siga disfrutando el pueblo la deliciosa libertad de elegir sus explotadores . . .
La misma lógica suicida en cuya virtud se jacta nuestro liberalismo de haber perdido vastas zonas de territorio nacional por sostener el principio de arbitraje — como si hubiese principio más alto que la integridad de la Patria — conduce a la doctrina no menos liberal de ahorrar sobre el hambre y la sed de los argentinos con el objeto de servir la deuda externa: como si para un gobernante hubiese propósito superior al bienstar de su pueblo! Mas, el dogma del crédito exterior, condición del empréstito sacrosanto con que gobernará el liberalismo, está sobre el pueblo y también sobre la verdad.
Así, para no citar más que un caso, la estadística oficial publica como siempre el balance del comercio exterior, reduciendo a pesos oro el monto a papel en que realmente consiste, pero sin tener en cuenta la depresión sufrida por este último hasta cerca del cuarenta por ciento bajo el tipo de conversión; es decir con el aumento ficticio de semejante diferencia. (5) Dicho método logra transformar lo contrario en favorable, por más que la añagaza resulte ineficaz para sus destinatarios de afuera; mas, la ilusión comercial mantiene su prestigio sobre el pueblo de los liberales: el eterno soberano papanatas de los cuentos, a quien siempre ha de embaucar el mago ladino.
El brujo, en este caso, es el banquero, sumo sacerdote del liberalismo, puesto que según Alberdi, su profeta máximo acá, “la fe no ha muerto en este siglo: ha cambiado de objeto y de domicilio. La fe está en la Bolsa, no en la Iglesia”.
Ya hemos visto cómo los bancos y las empresas explotadoras de la producción gobiernan al gobierno. La presente crisis mundial enséñanos lo que valen realmente la religión y el sacerdocio de la Bolsa: es el más completo y descomunal fracaso bancario. En los Estados Unidos, o sea en la Meca de esa famosa religión, los bancos han quebrado y siguen quebrando a centenares, mientras el desatinado crédito comercial — el crédito bancario por excelencia — causó la crisis que los azota. No supieron calcular los efectos de la sobreproducción, a pesar de advertencias tan graves como el dumping ruso; ni la inminencia de la crisis británica, aunque era casi un fenómeno doméstico; ni la insostenible falacia de aquel rédito alemán al ocho por ciento; ni siquiera la capacidad consumidora de su propio país. . .
Ambas cosas son fáciles de explicar. Un banco es una casa de comercio como cualquier otra; y si bien se mira, de más sencillo manejo, porque opera con una sola mercancía: el dinero cuyo único objeto comercial es el rédito. Materia y función tan elementales, reducen, pues, la inteligencia necesaria del operador a las proporciones reveladas por los antedichos desaciertos. Mas, el hecho de ser aquella mercancía la moneda, el ídolo del templo “alberdiano”, crea a la banca el prestigio de que disfruta, hasta convertirla en un pequeño super-Estado. Nada, sinembargo, tan dependiente de este último; no sólo porque la mercancía de su especialidad es la moneda, cosa de Estado, si las hay, por la doble razón del orden público y del bienestar común que el Estado debe garantir, sino porque ello excluye la libertad de comercio, hasta dentro del propio liberalismo. Dicha libertad, sinónima, pues, de abuso bancario, es una perversión; de suerte que el gobierno de los bancos, abandonado por el liberalismo hasta volverse esclavo suyo a su vez, es un imprescriptible deber de Estado.
El segundo consiste en sostener y fomentar de preferencia el crédito interno, lo que es decir el mercado inte...

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