El yermo de las almas
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El yermo de las almas

  1. 65 páginas
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El yermo de las almas

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Información del libro

El yermo de las almas es una obra de teatro escrita por Ramón María del Valle-Inclán a raíz de su cuento Octavia Santino. La historia se desenvuelve alrededor de su protagonista, Octavia, una mujer atrapada entre el deseo carnal y la posibilidad de salvación de su alma. Su ordalía personal será presenciada por el sacerdote Rojas, aunque pronto descubriremos que no se trata de un observador imparcial...-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2020
ISBN
9788726495904
Categoría
Literatura

SEGUNDO EPISODIO

(LA ESTANCIA es perfumada y tibia. El nido de una enferma muy blanca, que tose y se muere lentamente. Olvidadas en un vaso, se marchitan las flores que cortó la enferma la última tarde que bajó al jardín. Ahora, reposa tendida en un diván, y a su lado, conversadora y risueña, está una dama que tiene esos movimientos vivos y gentiles de los pájaros que beben al sol en los arroyos. En la penumbra aparece el grupo de las dos amigas.)
MARIA ANTONIA.— ¿Y no te hará daño la conversación?
OCTAVIA.— No... Hoy me encuentro muy bien.
MARIA ANTONIA.— Tu podrás estar enferma, pero la cara no es de eso.
OCTAVIA.— No digas, si parezco una muerta. ¡Cuánto te agradezco tu visita! He perdido todas mis amistades de otro tiempo... ¡Estoy tan sola! ¿Y tus hermanas?
MARIA ANTONIA.— ¡Ay, hija de mi alma, insoportables! A esas también les ha dado ahora por la moralidad y la rigidez de principios. En cuanto se enteren de que estuve en tu casa, van a querer devorarme. ¿De manera que no ves a nadie?
OCTAVIA.— A nadie...
MARIA ANTONIA.— Después de todo, si tú quieres a ese hombre y él te quiere, no echaréis de menos a la gente. Lo malo es que el amor cuanto más grande, menos dura. Yo, desgraciadamente, en eso soy una sabia y en fuerza de ciencia me voy defendiendo. ¡Ay, de otro modo ya hubiera hecho, lo mismo que tú, la gran locura! Pero tengo la triste experiencia de otros casos de amor eterno. ¡El primero de todos fué mi marido!
OCTAVIA Tú sabes que a mí me casaron siendo una niña con un hombre casi viejo... Yo, hasta ahora no había querido a nadie. ¡Es mi único amor, mi verdadero y último amor!
MARIA ANTONIA
.— ¡Ay hija, nunca se sabe cuándo es el último!...
(MARIA Antonia tiene un mohín de cómica aflicción al mismo tiempo que sus ojos de pajarillo parlero ríen alegres y desvergonzados. La enferma la mira con ingenua mirada de asombro, un dulce gesto de niña grande que se muestra incrédula.)
OCTAVIA.— Si no me lo dijese el corazón, me lo dirían estos mechones blancos.
MARIA ANTONIA.— Son unos embusteros.
OCTAVIA.— Le quiero con toda clase de cariños: Unas veces parezco su hermana mayor, otras soy como una madre.
MARIA ANTONIA.— También conozco eso. Romanticismo que cuesta muchas lágrimas. Créeme á mí, nada de madres ni de hermanas mayores: Ser lo que una es. Yo no conozco mucho a éste, pero conozco la clase, y todos son iguales.
OCTAVIA.— Pedro no es como los demás.
MARIA ANTONIA.— ¡Naturalmente! Es de una fabricación especial.
OCTAVIA.— ¡Es un niño!...
MARIA ANTONIA.— Y tú una niña.
OCTAVIA.— No... Yo desgraciadamente no soy una niña. ¡Mi pena es que seré vieja mucho antes que él!
MARIA ANTONIA.— Una mujer enamorada siempre es joven.
OCTAVIA.— ¡Qué frase tan bonita!
MARIA ANTONIA.— Para una tarjeta postal, verdad? No es invención mía, me lo ha escrito un poeta de quince años. El hijo de una amiga, que se ha enamorado furiosamente de mí. ¡Para eso he quedado en el mundo!
OCTAVIA.— ¡Qué graciosa eres!
MARIA ANTONIA.— Estoy indignada. ¡Ya ves, hasta los niños me faltan al respeto!...
(SE PONE en pie con garbo de real moza, y se inclina besando a la enferma, con una risa animadora y halagüeña que parece alejar las penas. Después sus manos se deslizan por las caderas para estirarse la falda. Las caderas son pujantes y las manos tan blancas que parecen de leche. El velo moteado del sombrero pone en el oro de sus pestañas un misterio de coquetería.)
OCTAVIA.— ¿Ya te vas?
MARIA ANTONIA.— Mi marido está en una luna de celos, y no quiero tardar.
OCTAVIA.— ¿Celos del niño?
MARIA ANTONIA.— No, de su sombra.
(MARIA ANTONIA queda con los ojos fijos en la puerta, donde acaba de aparecer Pedro Pondal. Le saluda con una sonrisa, y su mirada tiene esa malicia curiosa con que las mujeres juzgan á los hombres amados por sus amigas, y precian los goces que pueden ofrecer.)
MARIA ANTONIA.— ¡Adiós, Pedro!
PEDRO.— ¡Adiós, María Antonia!
OCTAVIA.— Acompáñala, Pedro.
MARIA ANTONIA.— Quédese usted.
PEDRO.— De ninguna manera.
MARIA ANTONIA.— Octavia, renuncio á él. ¡Caballero! ¡Señora!
OCTAVIA.— ¿Cuándo vas a volver?
MARIA ANTONIA.— En cuanto tenga una tarde libre.
OCTAVIA.— ¡Que estoy sola, sola, sola!... ¡No me olvides!
MARIA ANTONIA.— No te olvido.
(SE DESPIDE desde la puerta, enviando un beso a su amiga, y sale. El taconeo de sus pasos tiene toda la gracia y la voluptuosidad de un baile. Cuando se extingue, la enferma, repentinamente triste, suspira y se queja.)
PEDRO.— ¿Qué te contó María Antonia?
OCTAVIA.— ¡Tantas cosas!
PEDRO.— ¿Qué cosas?
OCTAVIA.— Tonterías de ella...
PEDRO.— ¿No se pueden saber?
OCTAVIA.— Ya las he olvidado...
PEDRO.— ¿Estás triste?
OCTAVIA.— ¡Estoy enferma, Pedro! ¡Estoy enferma!
PEDRO.— ¡Qué daño me hacen tus quejas!
OCTAVIA.— ¿Tengo yo la culpa de estar mala y de morirme?
PEDRO.— ¡Si no te quiere la muerte!... ¡Si no te quiere nadie mas que yo!... Dentro de pocos días nos iremos a una aldea, en la orilla del mar...
OCTAVIA.— ¡Una aldea toda blanca!...
PEDRO.— Toda blanca, con un arenal dorado...
OCTAVIA.— Yo, cuando niña, estuve en una aldea así... Aún recuerdo que en las redes los pescados me parecían de plata. Eran como joyas...
PEDRO.— Las joyas fabulosas de una reina, que tuviese su palacio en el fondo del mar azul.
OCTAVIA.— En aquella aldea, los marineros tocaban un caracol que tenía un mugir de toro. A mí me daba miedo... Sin embargo, es un recuerdo alegre... Me parece que no fueron días los que estuve allí, sino una tarde toda dorada y muy larga, muy larga... ¡Ay, si pudiese llevarme ahora conmigo a la hija de mi alma!...
PEDRO.— ¡A tu hija! ¿Pero cómo?
OCTAVIA
.— Ya veríamos. ¿Tú crees que mi marido quiere a la niña? Es un hombre que no quiere á nadie... Y la niña está siempre con mi madre.
PEDRO.— Sí, si...
OCTAVIA.— No me digas sí, sí... Me parece que estás pensando en otra cosa. Como yo tuviese a mi hija me ponía buena en seguida... ¡Pero tú la aborreces!...
PEDRO.— No, Octavia, no. ¡Y si pudiese traerla un día a tus brazos!...
OCTAVIA.— ¿La traerías?
PEDRO.— ¿Lo dudas? Pero ellos no lo consentirían.
OCTAVIA.— ¿A quien llamas tú ellos?
PEDRO.— ¡Ellos!... Tu madre, tu marido...
OCTAVIA.— ¿Pero qué importa? Se la robamos. ¿Tampoco eso puede ser?
PEDRO.— Si, si…
OCTAVIA.— No me digas sí, sí... Me pones nerviosa.
PEDRO.— ¡Cómo estás, pobre amor mío!
OCTAVIA.— ¡Déjame!
PEDRO.— ¡Qué niña mimosa!
(OCTAVIA suspira y calla. Pedro Pondal se sienta lejos de ella, y con los ojos fijos contempla el péndulo de un reloj, que viene y va, lento, monótono, en un vuelo dorado. Tiene un aire de grave cansancio, casi de abatimiento, y en la boca los ajenjos de una sonrisa. El menudo golpe del reloj, como la carcoma del tiempo, resuena en el silencio, y en un vaso se desmayan las rosas que cortó la enferma la última tarde que bajó al jardín. Cansado de contemplar el péndulo del reloj, hipnotizado por el áureo volar, el amante cierra los ojos y permanece así largo tiempo. Octavia, a quien el silencio enerva y es penoso, se cubre el rostro llorando con el llanto nervioso de las actrices.)
OCTAVIA.— ¡Pedro!...
PEDRO.— ¿Qué?
OCTAVIA.— Vas á jurarme lo que te pida.
(EL AMANTE se levanta procurando dar al rostro una expresión serena, y se acerca a la enferma, que a través de las lágrimas le sonríe. Él quiere dis...

Índice

  1. El yermo de las almas
  2. Copyright
  3. PERSONAJES
  4. PRÓLOGO
  5. PRIMER EPISODIO
  6. SEGUNDO EPISODIO
  7. TERCER EPISODIO
  8. Ramón María del Valle-Inclán
  9. Om El yermo de las almas