Los montoneros
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Los montoneros

Eduardo Gutiérrez

  1. 160 páginas
  2. Spanish
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Los montoneros

Eduardo Gutiérrez

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"Los montoneros" (1884) es la continuación de la novela biográfica "El Chacho", sobre el líder federal Ángel "Chacho" Peñaloza. En la secuela de esta crónica militar se suceden los acontecimientos enmarcados en las guerras civiles argentinas.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726642230
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

EL ASESINATO

La provincia de San Juan ha sido siempre especial como provincia de motines. Allí no se andan con muchas vueltas para quitar de en medio a un gobernador, y hace muy poco tiempo que hemos tenido de ello una buena prueba.
El general Benavídez, concluido su período, había entregado el mando al gobernador Gómez, de que era ministro general el doctor Laspiur. Pero a Benavídez en San Juan le sucedía lo que al Chacho en La Rioja, conservaba su influencia personal al extremo de que el gobierno venía a ser una segunda persona que el pueblo miraba como dependiente del general. Pero Benavídez no se metía para nada en las cosas del gobierno, ni en la política que se enredaba sensiblemente. Querido por ambos partidos, puede decirse, se había retirado a la vida privada, a gozar de aquellas buenas comodidades que su fortuna le permitía.
Los federales lo respetaban y lo temían, habituados a ver en él el caudillo omnipotente, y de los unitarios nada tenía que temer. ¿Qué iba a temer de ellos, él que los había servido siempre en cuanto había podido, e impedido que sus autoridades subalternas los persiguieran, en cuanto le había sido posible? ¿Quién había acudido a él pidiéndole un servicio que no se lo hubiera prestado en el acto, como a Sarmiento y muchos que en iguales situaciones se habían hallado? Muchos le habían prevenido que no se fiara de los unitarios pero él había respondido siempre que de ellos no tenía nada que temer.
-Si cuando yo podía incomodarlos -decía-, nada han intentado contra mí, menos lo han de intentar ahora que no les puedo hacer mal alguno, porque no estoy en el gobierno, ni lo está mi partido.
Otros le habían dicho que no se fiara de los federales, porque resentidos éstos con que no les había dejado el gobierno, se habían de vengar matándolo. Pero también respondía él que de los federales no tenía el menor recelo, porque ellos no podrían olvidar nunca todo cuanto le debían, y porque tenía una fe ciega en el cariño del pueblo, de su buen pueblo sanjuanino, como él le llamaba.
Así se reía de los temores abrigados por sus amigos y se negaba a tomar la menor medida para seguridad de su persona. La única guardia, la única fuerza que tenía a sus órdenes era un asistente, el indio Ruarte, en quien tenía más confianza que en un ejército, porque para llegar a su persona era preciso eliminar al indio y esto no se conseguía sin grandes dificultades.
La historia de aquel indio era sumamente curiosa y novelesca. En Los Colorados, estancia del Dr. Gordillo, hoy propiedad del respetable don Timoteo Gordillo, había varios puestos, distantes un par de leguas unos de otros, donde vivían las familias de los pobladores. A Los Colorados iba a buscar leche una tal María, con el objeto de hacer quesadillas para aquellas familias, por el interés de que le dieran algunos pedazos de carne y queso para ella y sus dos hijos. Estos dos hijos de la María, eran dos pergenios de cuatro a cinco años, que se perdían de vista de puro traviesos. Desnudos, completamente desnudos, por la miseria en que vivía la madre, los dos chiquilines huían de la gente, escondiéndose detrás de la madre y disparando si alguno les dirigía la palabra, como si dispararan de algún animal feroz. La María vivía así recibiendo la poca limosna que podían hacerle aquellas familias, y durmiendo en Los Colorados como Dios le ayudaba.
Como tenía alguna familia en Patquia, tan pobre y miserable como ella misma, solía irse hasta allí a compartir con ella sus mendrugos y sus huesos, pero nunca tardaba más de dos o tres días, volviendo a Los Colorados en busca de alimentos. Un día la pobre mujer salió de Los Colorados, con una buena provista de quesos y mendrugos de todas clases, y no volvió a aparecer más. En vano se la esperó, pasaron ocho y diez días sin que se le volviera a ver más la cara. Era imposible que a la María no le hubiera sucedido alguna desgracia, cuando en tanto tiempo no había venido a buscar alimentos para ella y sus hijos.
Cerca de Los Colorados había una especie de cueva entre las sierras, cueva que la María había declarado su domicilio; y era allí donde se metía ella con sus dos hijos, para guarecerse de los rigores de la intemperie.
Alarmados con la ausencia de la María y suponiendo que le hubiera sucedido alguna desgracia, la familia del Dr. Gordillo envió un peón a Patquia, para que se informase lo que de ella había sido. Pero el peón volvió diciendo que la familia no tenía noticias de la María hacía dos semanas, y que también estaban allí alarmados con su ausencia. Se resolvió entonces mandar a la cueva que le servía de refugio, y allí encontraron el espectáculo más triste que pueda imaginarse. En el suelo desnudo, sin abrigo de ningún género y en completa descomposición estaba el cadáver de la pobre mujer, lo que indicaba que la muerte se había producido por lo menos diez días atrás. Al aproximarse la gente, los hermanos Ruarte, que por ese nombre eran conocidos los dos chiquilines, salieron disparando de la cueva, perdiéndose bien pronto entre las sierras. En vano se les buscó para traerlos a la población y socorrerlos, que no se les pudo hallar; sin duda se habían metido en alguna otra de las tantas cuevas que abundaban en las sierras. El cadáver de la María fue sepultado en las inmediaciones, y los peones regresaron a Los Colorados, esperándose allí que acosados por el hambre vendrían los hermanos Ruarte en busca de un alimento que estaban seguros de hallar. Pero pasaron los días y los meses sin que se tuviera de ellos la menor noticia, llegándose a pensar que habían muerto de necesidad, o a manos de algún animal feroz. Se campeó por todos los alrededores, tratando de hallar siquiera los cadáveres, pero ninguna pesquisa dio el menor resultado; los Ruarte no aparecieron ni vivos ni muertos. Se habían perdido hasta sus rastros.
Ocho o diez años después de esto, y cuando la triste historia de la María se refería como un cuento de fantasía, se celebró una gran fiesta con motivo de ser día del Santo de La Rioja. Los paisanos se habían agrupado en Patquia, de que era autoridad un comandante Vera, y se entregaban a sus juegos predilectos. Se corría la sortija, se bailaba sin descanso, y el bombo y el triángulo no dejaban de sonar un momento, en prueba del mayor regocijo público.
Allí son raras y escasas las fiestas, por la misma pobreza extrema en que viven en las poblaciones más apartadas. Las festividades más solemnes tienen lugar cada cuatro o cinco años, en que a la autoridad se le ocurre reunir los paisanos y hacerlos bailar o correr un poco.
El comandante Vera, hombre de genio alegre, y a quien gustaba enormemente hacerse popular entre el gauchaje, había reunido aquel día toda la paisanada, siendo él la primer pierna en las más entusiastas zambas y chacareras. Después del baile y como descanso de éste, la concurrencia se agrupaba alrededor del fogón, donde tomaban la palabra los más famosos contadores de cuentos, que referían a los asombrados oyentes las leyendas más fantásticas y asombrosas que hubieran jamás escuchado. Eran los predilectos los cuentos de brujas y aparecidos que hacían parar el pelo en las cabezas más maduras y temblar a los más bravos, cuyo valor terminaba allí donde empezaba un cuento que se refiriese a cosas de otro mundo.
Porque pelear en los combates era una cosa y otra muy distinta hombrearse con aparecidos y con los mismos diablos como decían algunos haberlo hecho.
No podía haber una prueba de valor más descomunal, que el haber tenido amistad con una bruja, pero eran muy pocos los que podían referir hazañas de esta naturaleza, porque los mentirosos no abundan mucho, y los paisanos eran crédulos e inocentes sobre toda ponderación.
El cuento de la tía María fue entonces referido con gran asombro de los que no lo conocían, dando lugar a los más famosos comentarios sobre la suerte que habrían corrido los hermanos Ruarte. Uno que otro mentiroso de aquellos fabulosamente audaces, aseguraba haberlos visto cruzar por los espacios, a caballo y enancados en una escoba, acompañados de una bruja feroz, y con cara de vicuña, o que se les habían aparecido a medianoche en un carro de oro, acompañados de muchachas lindísimas y de santos con trajes de estupenda pedrería. Y estos grandes soltadores de guaram se complacían profundamente ante la enorme boca que abrían los que escuchaban aquellos cuentos fabulosos y aterradores. El comandante Vera reía alegremente, tratando de pasar por el más famoso de los creyentes.
Fue entonces cuando uno de los paisanos presentes, rastreador famoso y hombre de verdad, refirió cómo él sospechaba el paradero de los hermanos Ruarte, que unos suponían muertos y otros aseguraban haberlos visto en compañía de brujas y de vírgenes.
-Yo -dijo hablando con el comandante Vera, lo que daba más visos de verdad a sus palabras- al cruzar por la aguada de Los Colorados y de las Achiras, he visto rastros extraños que no me he detenido a seguir, porque siempre pasé muy apurado, y para hablar verdad, porque no he dejado de tener mi poco miedo. Un día me bajé a estudiar esos rastros, y aquí fue donde mi confusión me puso en apreturas.
"Aquellos rastros que acusaban la presencia de dos personas, eran de gente joven y que andaba descalza, no podía caberme la menor duda, y entonces aquellos rastros no podían ser de otros que de los hermanos Ruarte. Pero cuando me bajé del mulo y vi bien los rastros, observé que aquellos pies estaban vestidos de pelo largo y entonces no podían ser de hombres sino de algún animal feroz y desconocido.
"Tuve intención al principio de seguir los rastros pero después me dio miedo, sabe Dios con qué clase de animales iba a encontrarme. Si yo hubiera llevado conmigo armas de fuego, tal vez, tal vez me hubiera animado, pero no traía más que mi cuchillo y esto, para pelear con dos animales desconocidos era muy poca cosa.
"Desde entonces, siempre que he pasado por aquellas aguadas he hallado los mismos rastros, más o menos frescos, pero siempre viniendo de la misma dirección y acusando que aquellos animales se detenían allí mucho tiempo."
El narrador era mirado por sus oyentes con infinito asombro; un hombre, que se había topado con rastro de animales que tenían pies como gente, era algo definitivamente fabuloso que lo colocaba en la categoría de un descubridor. Los comentarios empezaron a hacerse más o menos razonablemente. Casi todos opinaban que no podían ser sino los hermanos Ruarte, pero ¿y aquellos pelos de los pies? ¿Cómo podría explicarse semejante fenómeno?
-Desengáñense ustedes -dijo un viejo cuentista con sus puntos y ribetes de brujo-, aquellos pies peludos y con forma de gente, no pueden ser sino del diablo, entonces es indudable que un casal de diablos anda por esas inmediaciones.
Un estremecimiento poderoso recorrió todos los cuerpos, y no pocos oyentes se persignaron, llamando en su ayuda a todos los santos del cielo.
El comandante Vera, hombre práctico y que poco creía en aparecidos, resolvió dar una batida por los alrededores hasta encontrar a los dueños de tan famosos rastros.
-Es preciso buscar a esos hombres, animales o diablos -dijo- y traerlos para que digan quiénes son y qué quieren, pues me supongo que desde que tienen pies de gente también han de saber hablar.
¡Con qué asombro miraron todos entonces al comandante Vera! Nunca habían visto un hombre de un valor tan tremendo y de una resolución tan espantable.
-Diga -preguntó al que había hecho el descubrimiento-, ¿sería usted capaz de volver a hallar los rastros y seguirlos hasta su punto de partida?
-¡Ya lo creo que sí! Yo soy capaz de rastrear al diablo en las mismas calles y campos del infierno hasta llegar a su nido, pero siempre que me acompañen, porque solo, francamente, no me animo ni a la cuarta parte.
¡Los vivos poco miedo me meten, pero a los muertos y a los diablos hay que respetarlos, yo no me animo a ir a buscarlos a sus guaridas!
-Está bien, se te acompañará con gente bien armada, aunque desde ya te garanto que no pueden ser otros que los hermanos Ruarte.
-¿Y los pelos de los pies? ¿Ha visto alguna gente que tenga pelos en los pies?
-Es que puedes haberte equivocado y confundido tal vez con pelos algún calzado de paja.
El rastreador sonrió, y no sin cierta soberbia repuso:
-¡Yo no me equivoco nunca! Aquellos son pies con pelo, con mucho pelo, y puedo asegurar que en un paraje donde aquellos hombres han estado sentados, se ve claramente que tienen también pelo, y bastante largo, en las asentaderas y en las piernas.
Aquella afirmación era ya una cosa tremenda, que pasaba el límite de la fantasía. En La Rioja no había monos, ni se sospechaba los hubiese de aquel tamaño en ninguna parte del mundo. ¿Qué podía ser aquello?
-No hay remedio -exclamó Vera-; es preciso buscarlos, y ahora estoy más resuelto que nunca. Yo te acompañaré a la cabeza de todos los que vayan -dijo-, y te garanto que, hombres o diablos, los hemos de traer con nosotros. -Y se convino en que al otro día, muy de madrugada, harían la expedición.
Vera se ocupó en buscar ocho o diez hombres de probadísimo valor, para que infundieran ánimo a los demás, y sobre todo al rastreador, que era el punto más importante, pues si aquél se les asustaba, no había pesquisa posible. Y muy de madrugada, tomaron el camino del punto conocido por la Aguada del Carrizal, donde dijo el rastreador que era fácil que lo encontraran. Y con su mayor o menor miedo, todos se pusieron en marcha, bastante alegremente, puesto que el peligro aún estaba lejos.
Eran por todo unos veintiséis hombres, a cuyo frente iba el comandante Vera, con sus hombres elegidos para infundir ánimo a los demás. Todos iban perfectamente armados, y decididos a meterle un chumbo al mismo demonio si les salía al camino, aunque era voz general que al demonio no le entraban las balas.
Aquella noche camparon cerca de la Aguada del Carrizal, y por consiguiente cerca del más peludo de los peligros. Excusado es decir que nadie durmió, esperando ver al diablo a cada momento, o a los hermanos Ruarte, dándose un corte por los aires y jineteando en un palo de escoba. Y cada uno hacía mentalmente sus proyectos de defensa, admirados del valor intrépido del comandante Vera, que había tenido el coraje de acostarse a dormir en medio de tan tremendo peligro. Y el rastreador agigantaba su fábula de la noche anterior, señalando a los pies dimensiones espantables, y asegurando que aquellos pies tenían que pertenecer a una persona cinco veces más grande que el hombre más corpulento.
Al otro día, muy de madrugada, volvieron a ponerse en camino, recomendando Vera que en caso de encontrar lo que buscaban, nadie había de hacer fuego sin su orden expresa. No habían andado media legua en dirección a la Aguada del Carrizal, cuando el rastreador dio la voz de alto y señaló triunfante una huella que había estampada hacia la derecha. Todos se aglomeraron allí y constataron la presencia de un rastro humano señalado hacia la Aguada. Estudiado bien, resultó ser como el rastreador lo había dicho, el rastro de dos personas, cuyo pie era bastante peludo. Todos se echaron a temblar, pero Vera y los suyos infundieron buen ánimo al resto, y se siguió la marcha, esta vez sobre el rastro hallado.
-Este va para la Aguada del Colorado -dijo el baqueano- y es rastro fresco, tal vez allí los encontremos.
-Cuidado, cuidado entonces con hacer fuego hasta antes que yo lo mande -volvió a decir Vera, y como siempre se puso a la cabeza de la expedición, llevando al rastreador a su lado.
De pronto éste alzó la cabeza lleno de satisfacción y exclamó:
-No deben estar lejos, las pisadas son aquí muy frescas.
Avanzaron más y ya próximos a la Aguada todos lanzaron un grito; acababan de ver levantarse de la Aguada dos hombres de la más rara estampa y catadura. Eran dos hombres de regular estatura, bastante gruesos, completamente desnudos y con la piel llena de pelo tan largo como la barba. El cabello de la cabeza les llegaba hasta debajo de los hombros, y en las piernas y pies el pelo era más largo que en el resto del cuerpo.
Aquellos dos extraños personajes, en cuanto vieron la gente que a ellos se aproximaba, prorrumpieron en gritos desaforados que nada tenían de humanos, y echaron a correr dando saltos prodigiosos. Era curioso ver aquellos dos seres de forma humana y con todo el aspecto de animales desconocidos, huyendo a saltos de peña en peña, como el cabrito más práctico.
"¡El diablo!" gritaron algunos echando a correr en sentido opuesto, pero el comandante Vera logró detener el pánico en los demás, asegurando que eran los hermanos Ruarte, y poniéndose él en su persecución seguido del rastreador y de los ocho hombres de confianza que había llevado.
Pero cuando ellos se pusieron en camino, ya los Ruarte o los diablos habían desaparecido detrás de las hermosas colinas, perdiéndose entre las sierras. Era materialmente imposible seguirlos, mucho menos a caballo por entre aquellas asperezas y precipicios. ¿Qué podía hacerse entonces? Nada más que esperar pacientemente y tomar alguna medida que les permitiera sorprender a aquellos dos salvajes, cuya guarida no podía estar lejos. Se detuvieron allí y acamparon preparándose a pasar la noche.
Con lo que habían visto y con lo que Vera les había dicho, los paisanos habían perdido algo del miedo descomunal que los dominaba convenciéndose que se trataba de dos hombres, hombres que huían temerosos de la gente, mostrando el terror que ésta les inspiraba, por los terribles alaridos que todos habían escuchado. ¿Qué temor podían tener entonces, cuando veían claramente que eran ellos los que inspiraban miedo a aquellos dos seres desarmados y que ninguna resistencia podían oponer?
Perdido un poco el temor, escucharon con más tranquilidad la palabra del comandante Vera, pues les explicaba razonablemente y al alcance de sus entendederas, que aquellos dos hombres peludos no podían ser otros que los hermanos Ruarte.
-¿Pero y los pelos -preguntaban intrigadísimos-, y los pelos? Los Ruarte no eran peludos.
-Esos pelos se lo habrá hecho salir la intemperie a que han estado sometidos durante tantos años; por aquí no hay ninguna raza de hombres peludos, los indios no lo tienen, entonces no hay más que convencerse de que son los hermanos Ruarte, y ya lo verán ustedes.
-Pues, entonces -dijo el rastreador que los había guiado hasta allí-, para agarrarlos, no hay más que tomar las aguadas más cercanas, yo las conozco todas, ellos tendrán que venir a beber y entonces los agarramos.
Una dificultad se presentaba, y era la manera cómo los habrían de tomar sin que se viesen necesitados a herirlos o matarlos, porque era natural suponer que aquellos seres extraños se defenderían de una manera terrible y desesperada.
-Hay un medio muy sen...

Índice

  1. Los montoneros
  2. Copyright
  3. EL CURA CAMPOS
  4. EL CAUDILLO GENERAL
  5. UNA AVENTURA DE SARMIENTO
  6. EL ASESINATO
  7. LA MUERTE DE UN LEÓN
  8. UN CURA DE AVERÍA
  9. LOS MONTONEROS
  10. DE SORPRESA EN SORPRESA
  11. LA GUERRA DE RECURSOS
  12. EL CAUDILLO INVENCIBLE
  13. EL ENEMIGO INVENCIBLE
  14. EL PUESTO DE VALDÉS
  15. EL LIMOSNERO HIDALGO
  16. LA CHACHA EN CAMPAÑA
  17. NUEVAS HAZAÑAS
  18. UNA CARNADURA DE BRUJO
  19. LA DESESPERACIÓN DE LA IMPOTENCIA
  20. LA PUÑALADA DE MUERTE
  21. Sobre Los montoneros