Lucía Jerez (Amistad funesta)
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Lucía Jerez (Amistad funesta)

  1. 72 páginas
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Lucía Jerez (Amistad funesta)

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Información del libro

"Lucía Jerez" (publicada la primera vez bajo el título "Amistad funesta") es la única novela conocida de José Martí. Esta novela corta se publicó por entregas a lo largo de 1885. La historia muestra la mayor parte del tiempo las luchas internas de los personajes: Lucía, Sol y Juan, construyendo una trama que muchos consideran reflejo de la vida de su autor.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726679557
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

CAPÍTULO III

¿De qué ha de estar hablando toda la ciudad, sino de Sol del Valle? Era como la mañana que sigue al día en que se ha revelado un orador poderoso. Era como el amanecer de un drama nuevo. Era esa conmoción inevitable que, a pesar de su vulgaridad ingénita, experimentan los hombres cuando aparece súbitamente ante ellos alguna cualidad suprema. Después se coligan todos, en silencio primero, abiertamente luego, y dan sobre lo que admiraron. Se irritan de haber sido sorprendidos. Se encolerizan sordamente, por ver en otro la condición que no poseen. Y mientras más inteligencia tengan para comprender su importancia, más la abominan, y al infeliz que la alberga. Al principio, por no parecer envidiosos, hacen como que la acatan: y, como que es de fuertes no temer, ponen un empeño desmedido en alabar al mismo a quien envidian, pero poco a poco, y sin decirse nada, reunidos por el encono común, van agrupándose, cuchicheando, haciéndose revelaciones. Se ha exagerado. Bien mirado, no es lo que se decía. Ya se ha visto eso mismo. Esos ojos no deben ser suyos. De seguro que se recorta la boca con carmín. La línea de la espalda no es bastante pura. No, no es bastante pura. Parece como que hay una verruga en la espalda. No es verruga, es lobanillo. No es lobanillo, es joroba. Y acaba la gente por tener la joroba en los ojos, de tal modo que llega de veras a verla en la espalda, ¡porque la lleva en sí! Ea; eso es fijo: los hombres no perdonan jamás a aquellos a quienes se han visto obligados a admirar.
Pero allá, en un rincón del pecho, duerme como un portero soñoliento la necesidad de la grandeza. Es fama que, para dar al champaña su fragancia, destilan en cada botella, por un procedimiento desconocido, tres gotas de un licor misterioso. Así la necesidad de la grandeza, como esas tres gotas exquisitas, está en el fondo del alma. Duerme como si nunca hubiese de despertar, ¡oh, suele dormir mucho! ¡Oh, hay almas en que el portero no despierta nunca! Tiene el sueño pesado, en cosas de grandeza, y sobre todo en estos tiempos, el alma humana. Mil duendecillos, de figuras repugnantes, manos de araña, vientre hinchado, boca encendida, de doble hilera de dientes, ojos redondos y libidinosos, giran constantemente alrededor de portero dormido, y le echan en los oídos jugo de adormideras, y se lo dan a respirar, y se lo untan en las sienes, y con pinceles muy delicados le humedecen las palmas de las manos, y se les encuclillan sobre las piernas, y se sientan sobre el respaldo del sillón, mirando hostilmente a todos lados, para que nadie se acerque a despertar al portero: ¡mucho suele dormir la grandeza en el alma humana! Pero cuando despierta, y abre los brazos, al primer movimiento pone en fuga a la banda de duendecillos de vientre hinchado. Y el alma entonces se esfuerza en ser noble, avergonzada de tanto tiempo de no haberlo sido. Solo que los duendecillos están escondidos detrás de las puertas, y cuando les vuelve a picar el hambre, porque se han jurado comerse al portero poco a poco, empiezan a dejar escapar otra vez el aroma de las adormideras, que a manera de cendales espesos va turbando los ojos y velando la frente del portero vencido; y no ha pasado mucho tiempo desde que puso a los duendes en fuga, cuando ya vuelven estos en confusión, se descuelgan de las ventanas, se dejan caer por las hojas de las puertas, salen de bajo las losas descompuestas del piso, y abriendo las grandes bocas en una risa que no suena, se le suben agilísimamente por las piernas y brazos, y uno se le para en un hombro, y otro se le sienta en un brazo, y todos agitan en alto, con un ruido de rata que roe, las adormideras. Tal es el sueño del alma humana.
¿De qué ha de estar hablando toda la ciudad, sino de Sol del Valle?
De ella, porque hablan de la fiesta de anoche: de ella, porque la fiesta alcanzó inesperadamente, a influjo de aquella niña ayer desconocida, una elevación y entusiasmo que ni los mismos que contribuyeron a ello volverían a alcanzar jamás. Tal como suelen los astros juntarse en el cielo, ¡ay! para chocar y deshacerse casi siempre, así, con no mejor destino, suelen encontrarse en la tierra, como se encontraron anoche, el genio, y ese otro genio, la hermosura.
De fama singular había venido precedido a la ciudad el pianista húngaro Keleffy. Rico de nacimiento, y enriquecido aun más por su arte, no viajaba, como otros, en busca de fortuna. Viajaba porque estaba lleno de águilas, que le comían el cuerpo, y querían espacio ancho, y se ahogaban en la prisión de la ciudad. Viajaba porque casó con una mujer a quien creyó amar, y la halló luego como una copa sorda, en que las armonías de su alma no encontraban eco, de lo que le vino postración tan grande que ni fuerzas tenía aquel músicoatleta, para mover las manos sobre el piano: hasta que lo tomó un amigo leal del brazo, y le dijo «Cúrate», y lo llevó a un bosque, y lo trajo luego al mar, cuyas músicas se le entraron por el alma medio muerta, se quedaron en ella, sentadas y con la cabeza alta, como leones que husmean el desierto, y salieron al fin de nuevo al mundo en unas fantasías arrebatadas que en el barco que lo llevaba por los mares improvisaba Keleffy, las que eran tales, que si se cerraban los ojos cuando se las oía, parecía que se levantaban por el aire, agrandándose conforme subían, unas estrellas muy radiosas, sobre un cielo de un negro hondo y temible, y otras veces, como que en las nubes de colores ligeros iban dibujándose unas como guirnaldas de flores silvestres, de un azul muy puro, de que colgaban unos cestos de luz: ¿qué es la música sino la compañera y guía del espíritu en su viaje por los espacios? Los que tienen ojos en el alma, han visto eso que hacían ver las fantasías que en el mar improvisaba Keleffy: otros hay, que no ven, por lo que niegan muy orondos que lo que ellos no han visto, otros lo vean. Es seguro que un topo no ha podido jamás concebir un águila.
Keleffy viajaba por América, porque le habían dicho que en nuestro cielo del Sur lucen los astros como no lucen en ninguna otra parte del cielo, y porque le hablaban de unas flores nuestras, grandes como cabeza de mujer y blancas como la leche, que crecen en los países del Atlántico, y de unas anchas hojas que se crían en nuestra costa exuberante, y arrancan de la madre tierra y se tienden voluptuosamente sobre ella, como los brazos de una divinidad vestida de esmeraldas, que llamasen, perennemente abiertas, a los que no tienen miedo de amar los misterios y las diosas.
Y aquel dolor de vivir sin cariño, y sin derecho para inspirarlo ni aceptarlo, puesto que estaba ligado a una mujer a quien no amaba; aquel dolor que no dormía, ni tenía paces, ni le quería salir del pecho, y le tenía la fantasía como apretada por serpientes, lo que daba a todo su música un aire de combate y tortura que solía privarla del equilibrio y proporción armoniosa que las obras durables de arte necesitan; aquel dolor, en un espíritu hermoso que, en la especie de peste amatoria que está enllagando el mundo en los pueblos antiguos, había salvado, como una paloma herida, un apego ardentísimo a lo casto; aquel dolor, que a veces con las manos crispadas se buscaba el triste músico por sobre el corazón, como para arrancárselo de raíz, aunque se tuviera que arrancar el corazón con él; aquel dolor no le dejaba punto de reposo, le hacía parecer a las veces extravagante y huraño, y aunque por la suavidad de su mirada y el ardor de su discurso se atrajese desde el primer instante, como un domador de oficio, la voluntad de los que le veían, poco a poco sentía él que en aquellos afectos iba entrando la sorda hostilidad con que los espíritus comunes persiguen a los hombres de alma superior, y aquella especie de miedo, si no de terror, con que los hombres, famélicos de goces, huyen, como de un apestado, de quien, bajo la pesadumbre de un infortunio, ni sabe dar alegrías, ni tiene el ánimo dispuesto a compartirlas.
Ya en la ciudad de nuestro cuento, cuya gente acomodada había ido toda, y en más de una ocasión, de viaje por Europa, donde apenas había casa sin piano, y, lo que es mejor, sin quien tocase en él con natural buen gusto, tenía Keleffy numerosos y ardientes amigos; tanto entre los músicos sesudos, por el arte exquisito de sus composiciones, como entre la gente joven y sensible, por la melodiosa tristeza de sus romanzas. De modo que cuando se supo que Keleffy venía, y no como un artista que se exhibe sino como un hombre que padece, determinó la sociedad elegante recibirle con una hermosísima fiesta, que quisieron fuese como la más bella que se hubiera visto en la ciudad, ya porque del talento de Keleffy se decían maravillas, ya porque esta buena ciudad de nuestro cuento no quería ser menos que otras de América, donde el pianista había sido ruidosamente agasajado.
En la «casa de mármol» dispusieron que se celebrase la gran fiesta: con un tapiz rojo cubrieron las anchas escaleras; los rincones, ya en las salas, ya en los patios, los llenaron de palmas; en cada descanso de la escalera central había un enorme vaso chino lleno de plantas de camelia en flor; todo un saloncito, el de recibir, fue colgado de seda amarilla; de higares ocultos por cortinas venía un ruido de fuentes. Cuando se entraba en el salón, en aquella noche fresca de la primavera, con todos los balcones abiertos a la noche, con tanta hermosa mujer vestida de telas ligeras de colores suaves, con tanto abanico de plumas, muy de moda entonces, moviéndose pausadamente, y con aquel vago rumor de fiesta que comienza, parecía que se entraba en un enorme cesto de alas. La tapa del piano, levantado para dar mayor sonoridad a las notas, parecía, como dominándolas a todas, una gran ala negra.
Keleffy, que discernía la suma de verdadero afecto mezclada en aquella fiesta de la curiosidad y sentía desde su llegada a América como si constantemente estuviesen encendidos en su alma dos grandes ojos negros; Keleffy a quien fue dulce no hallar casa, donde sus últimos dolores, vaciados en sus romanzas y nocturnos, no hubiesen encontrado manos tiernas y amigas, que se las devolvían a sus propios oídos como atenuados y en camino de consuelo, porque «en Europa se toca —decía Keleffy—, pero aquí se acaricia el piano»; Keleffy, que no notaba desacuerdo entre el casto modo con que quería él su magnífico arte, y aquella fiesta discreta y generosa, en que se sentía el concurso como penetrado de respeto, en la esfera inquieta y deleitosa de lo extraordinario; Keleffy, aunque de una manera apesarada y melancólica, y más de quien se aleja que de quien llega, tocó en el piano de madera negra, que bajo sus manos parecía a veces salterio, flauta a veces, y a veces órgano, algunas de sus delicadas composiciones, no aquellas en que se hubiera dicho que el mar subía en montes y caía roto en cristales, o que braceaba un hombre con un toro, y le hendía el testuz, y le doblaba las piernas, y lo echaba por tierra, sino aquellas otras flexibles fantasías que, a tener color, hubieran sido pálidas, y a ser cosas visibles, hubiesen parecido un paisaje de crepúsculo.
En esto, se oyó en todo el salón un rumor súbito, semejante al que en días de fiestas nacionales se oye en la muchedumbre de las plazas cuando rompe en un ramo de estrellas en el aire un fuego de artificio. ¡Ya se sabía que en el Instituto de la Merced había una niña muy bella! que era Sol del Valle; ¡pero no se sabía que era tan bella! Y fue al piano; porque ella era la discípula querida del Instituto y ninguna como ella entendía aquella plegaria de Keleffy, «¡Oh, madre mía!», y la tocó, trémula al principio, olvidada después en su música y por esto más bella; y cuando se levantó del piano, el rumor fue de asombro ante la hermosura de la niña, no ante el talento de la pianista, no común por otra parte; y Keleffy la miraba, como si con ella se fuese ya una parte de él; y, al verla andar, la concurrencia aplaudía, como si la música no hubiera cesado, o como si se sintiese favorecida por la visita de un ser de esferas superiores, u orgullosa de ser gente humana, cuando había entre los seres humanos tan grande hermosura.
¿Cómo era? ¡Quién lo supo mejor que Keleffy! La miró, la miró con ojos desesperados y avarientos. Era como una copa de nácar, en quien nadie hubiese aun puesto los labios. Tenía esa hermosura de la aurora, que arroba y ennoblece. Una palma de luz era. Keleffy no la hablaba, sino la veía. La niña, cuando se sentó al lado de la directora, casi rompió en lágrimas. La revelación, la primera sensación del propio poder, lisonjea y asusta. Se tuvo miedo la niña, y aunque muy contenta de sí, halagada por aquel rumor como si le rozasen la frente con muy blandas plumas, se sintió sola y en riesgo, y buscó con los ojos, en una mirada de angustia a doña Andrea, ¡ay! a doña Andrea que, conforme iban pasando los años, se hundía en sí misma, para ver mejor a don Manuel, de tal manera que ya, si sonreía siempre, apenas hablaba. Se conversaba apresuradamente. Todos los ojos estaban sobre ella. ¿Quién es? ¿Quién es? Las mujeres no la celebraban, se erguían en sus asientos para verla; movían rápidamente el abanico, cuchicheaban a su sombra con su compañera; se volvían a mirarla otra vez. Los hombres, sentían en sí como una rienda rota; y algunos, como un ala. Hablaban con desusada animación. Se juntaban en corrillos. La median con los ojos. Ya la veían de su brazo ostentándola en el salón, y le estrechaban el talle en el baile ardiente y atrevido; ya meditaban la frase encomiástica con que habían de deslumbrar al ser presentados a ella. «¿Conque esa es Sol del Valle?». «¿En qué casas visita?». «¿Va a casa de Lucía Jerez?». «Juan Jerez es amigo de la señora». «Allí está Juan Jerez; que nos presente». «Yo soy amigo de la directora: vamos». «¿Quién nos presentará a ella?». ¡Pobre niña! Su alcoba no la vio nunca como la dejaron aquellos curiosos. No es para la mayor parte de los hombres una obra santa, y una copa de espíritu la hermosura; sino una manzana apetitosa. Si hubiera un lente que permitiese a las mujeres ver, tales como les pasean por el cráneo los pensamientos de los hombres, y lo que les anda en el corazón, los querrían mucho menos.
Pero no era un hombre, no, el que con más insistencia, y un cierto encono mezclado ya de amor, miraba a Sol del Valle, y con dificultad contenía el llanto que se le venía a mares a los ojos, abiertos, en los que se movían los párpados apenas. La conocía en aquel momento, y ya la amaba y la odiaba. La quería como a una hermana; ¡qué misterios de estas naturalezas bravías e iracundas! y la odiaba con un aborrecimiento irresistible y trágico. Y cuando un caballero apuesto y cortés, que saludaba mucha gente a su paso, se acercó, por lo mismo que vivía en esfera social más alta, más que a saludar, a proteger a Sol del Valle, cuando Juan Jerez llegó al fin al lado de la niña, y Lucía Jerez, que era quien de aquella manera la miraba, los vio juntos, cerró los ojos, inclinó la cabeza sobre el hombro como quien se muere; se le puso todo el rostro amarillo; y solo al cabo de algún tiempo, al influjo del aire que agitaban sus compañeras con los abanicos, volvió a abrir los ojos, que parecían turbios, como si hubiera cruzado por su pensamiento un ave negra.
Y Keleffy en aquellos instantes tenía subyugada y muda a la concurrencia. Allí sus esperanzas puras de otros tiempos; sus agonías de esposo triste; el desorden de una mente que se escapa; el mar sereno luego; la flora toda americana, ardiente y rica; el encogimiento sombrío del alma infeliz ante la naturaleza hermosa; una como invasión de luz que encendiese la atmósfera, y penetrase por los rincones más negros de la tierra, y a través de las ondas de la mar, a sus cuevas de azul y corales; una como águila herida, con una llaga en el pecho que parecía una rosa, huyendo, a grandes golpes de ala, cielo arriba, con gritos desesperados y estridentes. Así, como un espíritu que se despide, tocó Keleffy el piano. Jamás pudo tanto, ni nadie le oyó así segunda vez. Para Sol era aquella fantasía; para Sol, a quien ni volvería a ver nunca, ni dejaría de ver jamás. Solo los que persiguen en vano la pureza, saben lo que regocija y exalta el hallarla. Solo los que mueren de amor a la hermosura entienden cómo, sin vil pensamiento, ya a punto de decir adiós para siempre a la ciudad amiga, tocó aquella noche en el piano Keleffy. Pero tocó de tal manera que, aun para la gente inculta, es todavía aquel un momento inolvidable. «Nos llevaba como un triunfador», decía un cronista al día siguiente, «sujetos a su carro. ¿Adónde íbamos? nadie lo sabía. Ya era un rayo que daba sobre un monte, como el acero de un gigante sobre el castillo donde supone a su dama encantada; ya un león con alas, que iba de nube en nube; ya un sol virgen que de un bosque temido, como de un nido de serpientes, se levanta; ya un recodo de selva nunca vista, donde los árboles no tenían hojas, sino flores; ya un pino colosal que, con estruendo de gemidos, se quebraba; era una grande alma que se abría. Mucho se había hecho admirar el apasionado húngaro en el comienzo de la fiesta; mas, aquella arrebatadora fantasía, aquel desborde de notas; ora plañideras, ora terribles, que parecían la historia de una vida, aquella, que fue su última pieza de la noche, porque nadie después de ella osó pedirle más, vino tan inmediatamente después de la aparición de la señorita Sol del Valle, orgullo desde hoy de la ciudad que todos reconocimos en la improvisación maravillosa del pianista el influjo que en él, como en cuantos anoche la vieron, con su vestido blanco y su aureola de inocencia, ejerció la pasmosa hermosura de la niña. Nace bien esta beldad extraordinaria, con el genio a sus plantas».
Dos amigas están sentadas a la sombra de la magnolia, nuestra antigua conocida. En un sillón está sentada Lucía. Otras sillas de mimbre esperan a sus dueñas, que andan preparando dulces por los adentros de la casa, o con Ana, que no está bien hoy. Está muy pálida. No se espera gente de afuera aquella tarde; Juan Jerez no está en la ciudad: fue el viernes a defender en el tribunal de un pueblo vecino los derechos de unos indios a sus tierras, y aun no ha vuelto. Lucía hubiera estado más triste, si no hubiera tenido a su amiga a su lado. Juan no puede venir. Ferrocarril no hay hoy. A caballo, es muy lejos. A los pies de Lucía, en una banqueta, con los brazos cruzados sobre las rodillas de la niña, ¿quién es la que está sentada, y la mira con largas miradas, que se entran por el alma como reinas hermosas que van a buscar en ella su aposento, y a quedarse en ella; y la deja jugar con su cabeza, cuya cabellera castaña destrenza y revuelve, y alisa luego hacia arriba con mucho cuidado, de modo que se le vea el noble cuello? A los pies de Lucía está Sol del Valle.
Desde la noche de la fiesta de Keleffy, Lucía y Sol se han visto muchas veces. ¿De conocerla, cómo había de librarse, en estas ciudades nuestras en que todo el mundo se conoce? Aquella misma noche, y no fue Juan por cierto, Lucía, muy adulada por la directora del Instituto de la Merced, de donde había salido tres años antes, se vio en brazos de Sol, que la miraba llena de esperanza y ternura. Se levantó la directora y llevó a Sol de la mano a donde Lucía estaba, taciturna. Las vio venir, y se echó atrás.
—¡Vienen a mí, a mí! —se dijo.
—Lucía, aquí te traigo una amiga, para que te la pongas en el corazón, y me la cuides como cosa de tu casa. En tus manos la puedo dejar: tú no eres envidiosa.
Y a Sol se le encendía el rostro, sin saber qué decir, y a Lucía se le desvanecía el color, buscando en balde fuerzas con que mover la mano y abrir los labios en una sonrisa.
—Pero esto no ha de ser así, no.
Y la directora puso el brazo de Sol en el de Lucía, y acompañadas de miradas celosas, se refugió por algunos momentos con ellas en un balcón, cuya baranda de granito estaba oculta bajo una enredadera florecida de rosas salomónicas. El balcón era grande y solemne; la noche, ya muy entrada, y el cielo, cariñoso y locuaz, como se pone en nuestros países cuando el aire está claro, y parece como que platican y se hacen visitas las estrellas.
—Y ante todo, Lucía y Sol, dense un beso.
—Mira, Lucía —dijo la directora juntando en sus manos las de las los niñas y hablando como si no estuviese Sol con ellas, quien se sentía las mejillas ardientes, y el pecho apretado con lo que la maestra iba diciendo, tanto, que por un instante vio el cielo todo negro, y como que desde su casita la estaba llamando doña Andrea—. Mira, Lucía, tú sabes cómo entra en la vida Sol del...

Índice

  1. Lucía Jerez (Amistad funesta)
  2. Copyright
  3. A ADELAIDA BARALT.
  4. Prólogo inconcluso del autor
  5. CAPÍTULO I
  6. CAPÍTULO II
  7. CAPÍTULO III
  8. Sobre Lucía Jerez (Amistad funesta)