La simiente
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La simiente

  1. 300 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Información del libro

"La simiente" (1919) es una novela de José María Vargas Vila, secuela de "Rosas vespertinas". Leonardo Bauci es un escritor y político desterrado de su país que a los cuarenta años pierde a su hijo y emprende un viaje a los infiernos en el que entrecruza caminos con la esteta Laura Laurie, Elbina Valderend, la antigua amante de su hijo, y Sofnia, devoradora de estéticas.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726680539
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

*

La noche era negra y roja, pesada de electricidad;
la armonía artística de un duelo inmenso, parecía haber dibujado los tintes de ese cielo; óxidos violentos teñían el límite del horizonte, conglomerado de rayos ocres, bermejos, con amarilleces de cinabrio, que hacían pensar en la piel de una cebra inmensa, tendida sobre la playa negra: un dibujo a tinta china, hecho por Borrell;
la Plaza del Odéon estaba casi desierta; su cuadrilátero negro, parecía engrandecerse desmesuradamente con el reflejo de los reverberos, que comenzaban a encenderse; bajo los portales de las galerías, los libreros se apresuraban a recoger y encerrar sus libros, con dolor de los últimos bibliófilos peripatéticos, que vagaban aún bajo las arcadas, hojeando los volúmenes, con caricias de dedos voluptuosos y ternuras de ojos ávidos;
la calle Monsieur le Prince, extendía ante él la línea ondulosa de sus tenduchas sombrías, y el rumor gozoso de sus posadas de estudiantes, mientras la calle Casimir Delavigne, se mostraba a la izquierda, con una negrura eclesiástica, prolongándose hasta la masa dentellada de la Escuela de Medicina; y, a la derecha, como continuando la arquitectura basáltica del Teatro, la calma soñadora de las arboledas del Luxembourg, extendían su verdura húmeda, tras de las rejas negras, en una dulce quietud de sueño vegetal;
el viento soplaba fuertemente, y Leonardo Bauci, perseguido por él, pensó, hacia dónde se dirigiría;
tenía horror al Boul Mich, tan deshonrado hoy por el snobismo estudiantil y la alegría macabra y enfermiza de los descendientes degenerados de Murger;
el espectáculo de aquellos estudiantes cosmopolitas, trajeados y pomadeados como cocottes, salidos como un modelo de las manos de los costureros de la Avenne de l’Opéra o de los grandes Bulevares, donde viejas horizontales y burguesas histéricas, pagan las cuentas de don Juanes soñadores de conquistas sin estocadas y asaltos sin peligro;
la vista de los souteneurs, que hechos falsos estudiantes, infestan el quartier y otean la presa para sus robos y sus asesinatos, desde el Luxembourg hasta el Sena; el escuadrón de hetairas envejecidas y degradadas, hechas a marchitar en sus brazos tantas adolescencias; las modistillas chirles, empeñadas en ser sentimentales, y preocupadas únicamente de perseguir el franco, con la anemia lasciva de sus cuerpecillos ambiguos y viciosos; todo ese espectáculo de Cafés y Brasseries, pestilentes de vicio y necedad, lo enervaba y lo disgustaba hasta la náusea;
la sola idea de encontrarse con él, en esta hora miserable de su corazón, le era tan dolorosa, como si hubiese entregado su cuerpo desnudo, a las inclemencias del cielo, en una estepa granizante;
y, le pareció que por una colusión sarcástica y profanadora, todas aquellas manos se posaban insolentes, sobre la llaga profunda y recatada de su dolor;
enamorado de lo absoluto en todo, lo amaba hasta en su pena; su tenaz voluntad de aislamiento, permanecía firme en esta hora; y en su implacable dominación sobre sí mismo, cuidaba con admirable seguridad, de que su vaso de angustias, no rebosase, no se vertiese, sobre el alma profana de los otros;
la espantosa disciplina moral de sus sentimientos, le hacía conservar intactas en esta hora todas las fuerzas dominatrices sobre sí mismo, el raro privilegio de posesión fría de su yo, el dominio de su espíritu libre, esa palabra helada, que según Nietzsche, a todo da calor y fuerza;
la acuidad y el poder de su visión interior, intensificaban el cruel escozor de su propia pesadumbre y le daban la triste voluptuosidad de verse sufrir a título de experiencia, y analizaba las fases multicolores de su pena, como habría presenciado la autopsia de su hijo, shubiese muerto al lado suyo;
con su facultad visual superior, que convertía su cerebralidad, en una especie de cualidad óptica, él asistía a su propio dolor, con una apreciación total y refinada de su intensidad, como un noble artista neroniano, viendo en el Circo la belleza salvaje del león devorando la belleza núbil de su esclava preferida
así su alma compleja y contradictoria, llena de anfractuosidades luminosas, para la cual el espectáculo de su vida interior, con sus ilogismos aparentes, y la discontinuidad superficial de sus matices, era la más bella visión que podían abarcar sus ojos espirituales, de analista voraz;
su alma de excepción, singularmente rica en fuerzas agresivas, entablaba el duelo interno con su débil sensibilidad, y la vencía;
no quería sufrir, y su enorme fuerza moral iba toda a ese fin; a la supresión de esa conmoción dolorosa, por la reflexión y el análisis;
la vida no es más que una apariencia, y nada resiste al estudio detenido de la irrealidad completa de los fenómenos físicos y morales, que nos rodean;
amamos porque no pensamos; sufrimos poique no inquirimos;
creatura de exceso y de excepción, él se dedicaba a matar su dolor, con un refinamiento orgulloso, como había matado en su vida el amor, por el deseo obscuro, y la curiosidad devoradora del análisis, y, a eso se dirigía todo su esfuerzo, ahora, que pasado el primer choque de la sensación dolorosa, la inteligencia volvía a tomar su predominio frío, y la conciencia reaccionaba, con todas sus energías, en la integralidad de su mundo interior;
él, no había sido nunca un sentimental, ni siquiera un sensitivo; la atrofia de su corazón era casi completa, pero, había amado y había sufrido;
nadie se libra de la vida; la vida es eso: un dolor profundo;
el mal está en la vida, como la muerte; es imposible vivir sin ellos; se les sufre siempre; pero, se les debilita, se les desarma, se les vence, con la enorme y firme voluntad de analizarlos; la mirada profunda los paraliza; y, puesto que nada es real en la vida, ¿por qué la omnipotencia del dolor pudiera serlo? no sufrir voluntariamente, es un deber; exaltar su dolor es la demencia; hay anestésicos morales que lo duermen y lo anonadan; la reflexión es uno de ellos. ¡Matad vuestro dolor! la Eternidad no es una cosa de la tierra;
así pensaba Leonardo Bauci, retrocediendo bruscamente en su camino, para evitar el Boulevard Saint Michel, en el cual le parecía ver todos aquellos ojos y aquellas manos, posarse sobre su corazón doloroso;
su gran corazón enfermo palpitaba en la enormidad de la noche, como si su imperio hubiese sido estrecho a la seguridad de su victoria;
y, el ardiente soplo de su vida heroica pasó en el silencio ardiente de su alma, como una música marcial, llamándolo a la gran batalla despiadada; gloriosamente, maravillosamente, como una salutación del Triunfo;
y, su dolor palideció, como una rosa, en el ánfora de su corazón;
atravesó la Plaza del Odéon en sentido inverso; se dirigió por la Rue Condé hacia el Boulevard Saint Germain; ganó por Saint Germain des Prés, la Rue Bonaparte y por el puente de Saints-Pères, atravesó el río;
bajo el cielo acerado, de un gris sucio de óxido, las líneas rectas del Louvre, parecían dormidas en un ritmo de reposo, en una como lúgubre discreción de sus secretos violentos;
en el triunfo nocturno desaparecían las líneas geométricas del edificio, y las luces eléctricas lo envolvían en una como germinación de ópalos;
entró bajo los pórticos, y atravesó la Place du Carrousel, donde la estatua de Gambetta, diseñaba su gesto enfático, bajo la lividez del cielo verdealga, y el fondo ondulante del jardín, en cuyos árboles la lluvia reciente había dejado una como irisación de perlas;
la Place de la Comèdie, blanca en la sombra nocturnal, era como una gran concha marina, iluminada por una luna hiperbórea;
en un centelleo luminoso de sardonia la Avenue de l’O péra, se extendía como infinita, perspectiva irreal a las líneas severas del Teatro, que la lejanía hacía alzarse como un dije imperial, bajo un cielo de calcedonia, hecho profundo;
en una opacidad de matices misteriosos, la Rue de Saint Honorat se veía a su izquierda, mientras a su frente la Rue de Richelieu, estrecha y negra, se extendía como una serpiente hacia los grandes bulevares;
en aquel flujo y reflujo humano, que engrandecía lentamente, se sintió como serenado; se palpó solo, en una como soledad triunfal, en aquel océano envolvente de humanidad difusa, en aquel hormigueamiento de debilidades y hostilidades, que era como formas de huracán; todo el huracán del crimen desencadenado;
el aire, creador de bestias gigantescas en las nubes, soplaba frío, bajo las escuadras luminosas de los reverberos, en el ahogamiento obtuso de las penumbras lejanas;
¿a dónde ir? ¿a dónde refugiarse contra la intemperie? él, era un habituado de Vaufour, pero no tenía aún apetito, y la idea de hallarse allí con conocidos suyos, que pudieran acaso adivinar su dolor, o que le preguntaran por Germán, pues todos lo conocían; lo hizo desistir de orientarse hacia el Palais-Royal; amaba la soledad soberana de su corazón;
no tenía amigos; no tenía querida; ningún sentimiento espontáneo lo llevaba hacia los otros seres;
su soledad, su gran soledad llena de melodía lírica de su verbo, lo llenaba todo, y lo aislaba de todos; él, no amaba la sociedad, los placeres, el ruido, que devoran y disipan la energía del genio y matan o envilecen el sentimiento alto y heroico de la vida; detestaba las coteries, agencias nimias de difamación a domicilio: él, no amaba los gestos cortos, las frases sin elocuencia, que se desarrollan en aquella atmósfera de boudoir; selva de sierpes sonoras; su gran gesto apostólico pedía la majestad del ágora; su verbo bíblico, pedía para no atronar, las cimas del Sinaí; ¿qué haría él, entre las parvadas domésticas del dilettantismo preciosista y estéril? el solo movimiento de sus alas, bastaría para espantarlas;
él, no sabía embriagarse de esa sensación fácil y pérfida del aplauso intelectual; sabía bien la envidia lívida que pasa, como la sombra de la muerte, en el fondo de esas almas; no amaba sino el aplauso violento, caluroso, cuasi brutal de las masas populares; él, las sabía inconstantes; sabía que ese mismo gesto de apoteosis, se tornaría en gesto de muerte, si un viento de pasión mala, pasaba por el corazón de la muchedumbre; pero, asimismo la amaba, como un beluario ama sus leones;
la gran pasión de su vida, era la sinceridad: era por eso que amaba las multitudes, porque las sabía sinceras; ¿cómo hallar, cómo encontrar, esa gran pasión viril de la sinceridad, en las almas afinadas, complicadas, detracadas o atrofiadas de la mayoría de aquellos que se dan al trabajo obscuro de pensar? así, huía de ellos, temeroso de aquel contagio de inercia, de subtilidades, de refinamientos, que se traducían por un temor acre a la vida, un ascetismo o, mejor dicho, una reclusión de arte, estéril y suicida, un odio ciego a la acción, al tumulto, a la lucha, a las cosas altas, grandes y sonoras de la Vida; en el fermento de sus innumerables energías, él no buscaba y no amaba sino los motivos de acción;
exegeta tormentoso del pensamiento revolucionario, era de ese arte rojo y nutrido, que sabía los secretos convulsos y maravillosos; y, el pensamiento de la Justicia por hacer, había devastado como una muerte, el jardín de sus quimeras;
esa, triste miseria del Arte por el Arte, se le hacía odiosa; esa teoría cobarde y hermética que hacía del Arte, un. Ugolino delicuescente, devorando sus propios hijos, le era de una espectralidad repugnante, que se oponía a todas sus teorías de vida fuerte y fecunda, a todos sus sueños tumultuarios de acción y redención; nada podía velar a sus ojos el esplendor de su sueño inmisericorde;
con una ebriedad de orgullo, que era como el fondo de su carácter, miraba con un acre desdén, ese arte, de subtilidades y refinamientos, que para guardar el deslumbramiento de su propia luz y escapar a la bajeza ambiente, se aísla en la soledad de sus visiones, como en el seno maravilloso de los crepúsculos, lejos del espectáculo portentoso de las multitudes estridulantes, en cuyo fondo, vasto y profundo, canta la vida como un mar...
sumergido en la lucha, como si hubiese fijado el sol de sus sueños, entre esas dos inmensidades: la Libertad y el Pueblo, le parecía extraña y vil, toda forma de Arte, que no concurriese a la realización de ese sueño utópico y vago, como el vuelo azorado de un pájaro, en la vastitud de los cielos;
¡el Arte! ¿qué vale él, qué significa él fuera de la audacia orgullosa, la fiereza obstinada, la voluntad tesonera de la lucha? ¡cortinajes de oro y seda, telas ornamentales, cálices y orfebrerías, hechas para el altar y el sacerdocio, de un culto estéril y magnífico! ¿qué valen?;
el dolor colectivo, el gran dolor humano, al cual cada corazón es un altar, el dolor torrencial y miserando, de la grande alma humana que grita en los desheredados de la tierra, ese dolor tumultuoso y afrentoso, cuyo lamento llena el mundo como el ruido de mares infinitos en la noche... ¿quién lo canta? ¿qué vasos de oro, robados al templo de la Piedad, se ponen bajo esos ojos anónimos e inagotables, para recoger sus lágrimas, que son la condenación inapelable de los dioses y de los hombres?;
¡el dolor de los miserables de la tierra! ¿dónde recibe culto? ¿qué asclépidas se juntan para auscultar su enorme corazón en duelo? ¿sobre qué altar de entusiasmos, se vendan y se ungen, con el óleo aromal de las misericordias, sus llagas portentosas? ¿qué almas pecadoras vienen a besar sus pies? ¿qué cabelleras de oro los enjugan, como caricias de aurora fulgurante? ¿dónde están los labios y las liturgias, que cantan el ¡hosanna! de ese verbílocuo peripatético que va por los montes y los valles cantando su dolor, cuyo nacimiento sólo fué anunciado por la estrella de las desolaciones, lívida como un astro muerto, y por el rugido de los leones exangües, que guardan en su boca negra, el misterio de los grandes veredictos?;
a ese dolor, hecho carne y llamado: el Pueblo; a ese mito hecho de cicatrices y de harapos, con las manos atadas por la iniquidad de todas las leyes, hechas en su nombre, y l...

Índice

  1. La simiente
  2. Copyright
  3. PREFACIO PARA LA EDICIÓN DEFINITIVA
  4. *
  5. LA SIMIENTE
  6. *
  7. *
  8. *
  9. *
  10. *
  11. *
  12. *
  13. *
  14. *
  15. *
  16. *
  17. *
  18. Sobre La simiente