Historia de la vida del buscón
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Historia de la vida del buscón

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Historia de la vida del buscón

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Información del libro

Obra nunca reconocida por Quevedo por miedo a las represalias de la Inquisición, Historia de la vida del buscón es una novela picaresca cuya autoría le pertenece indiscutiblemente. Narra las aventuras y sobre todo desventuras de un pobre diablo perteneciente a la casta inferior del pueblo, y sus intentos por ascender en el escalafón.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726485523
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

LIBRO TERCERO

Capítulo I:

De lo que le sucedió en la Corte luego que llegó hasta que amaneció.
Entramos en la Corte a las diez de la mañana; fuímonos a apear, de conformidad, en casa de los amigos de don Toribio. Llegó a la puerta; llamó; abrióle una vejezuela muy pobremente abrigada, rostro cáscara de nuez, mordiscada de facciones, cargada de espaldas y de años. Preguntó por los amigos, y respondió, con un chillido crespo, que habían ido a buscar. Estuvimos solos hasta que dieron las doce, pasando el tiempo él en animarme a la profesión de la vida barata, y yo en atender a todo.
A las doce y media entró por la puerta una estantigua vestida de bayeta hasta los pies, punto menos de Arias Gonzalo, que al mismo Portugal empalagara de bayetas. Habláronse los dos en germanía, de lo cual resultó darme un abrazo y ofrecérseme. Hablamos un rato, y sacó un guante con diez y seis reales, y una carta, con la cual, diciendo que era licencia para pedir para una pobre, los había allegado. Vació el guante y sacó otro y doblólos a usanza de médico. Yo le pregunté que por qué no se los ponía y dijo que por ser entrambos de una mano, que era treta para tener guantes.
A todo esto, noté que no se desarrebozaba, y pregunté como nuevo para saber la causa de estar siempre envuelto en la capa, a lo cual respondió:
—Hijo, tengo en las espaldas una gatera, acompañada de un remiendo de lanilla y de una mancha de aceite; que en mi hato, aunque caminéis a cualquiera parte, nunca saldréis de la Mancha, que parece que hago caravanas para lechuza u que retozo con algunos candiles. Este pedazo de arrebozo lo disimula todo.
Desarrebozóse y hallé que debajo de la sotana traía gran bulto. Yo pensé que eran calzas, porque eran a modo de ellas, cuando él, para entrarse a espulgar, se arremangó, y vi que eran dos rodajas de cartón que traía atadas a la cintura y encajadas en los muslos, de suerte que hacían apariencia debajo del luto, porque el tal no traía camisa ni gregüescos, que apenas tenía qué espulgar según andaba desnudo. Entró al espulgadero y volvió una tablilla como las que ponen en las sacristías, que decía: «Espulgador hay», porque no entrase otro. Grandes gracias di a Dios viendo cuánto dio a los hombres en darles industria, ya que les quitase riquezas.
—Yo —dijo mi buen amigo— vengo del camino con mal de calzas, y así me habré menester recoger a remendar.
Preguntó si había algunos retazos, que la vieja recogía trapos dos días en la semana por las calles, como las que tratan en papel, para acomodar jubones incurables, ropillas tísicas y con dolor de costado de los caballeros. Dijo que no y que por falta de harapos se estaba, quince días había, en la cama, de mal de zaragüelles, don Lorenzo Iñíguez del Pedroso.
En esto estábamos, cuando vino uno con sus botas de camino y su vestido pardo, con un sombrero prendidas las faldas por los dos lados. Supo mi venida de los demás y hablóme con mucho afecto. Quitóse la capa, y traía (¡mire V. Md. quién tal pensara!) la ropilla de pardo paño la delantera, y la trasera de lienzo blanco, con sus fondos en sudor. No pude tener la risa, y él, con gran disimulación, dijo:
—Haráse a las armas, y no se reirá. Yo apostaré que no sabe por qué traigo este sombrero con la falda presa arriba.
Yo dije que por galantería y por dar lugar a la vista.
—Antes por estorbarla —dijo—; sepa que es porque no tiene toquilla, y que así no lo echan de ver.
Y, diciendo esto, sacó más de veinte cartas y otros tantos reales, diciendo que no había podido dar aquellas. Traía cada una un real de porte, y eran hechas por él mismo. Ponía la firma de quien le parecía, escribía nuevas que inventaba a las personas más honradas y dábalas en aquel traje cobrando los portes. Y esto hacía cada mes, cosa que me espantó ver la novedad de la vida.
Entraron luego otros dos, el uno con una ropilla de paño, larga hasta el medio valón y su capa de lo mismo, levantando el cuello porque no se viese el anjeo, que estaba roto. Los valones eran de chamelote, mas no era más de lo que se descubría, y lo demás de bayeta colorada. Este venía dando voces con el otro, que traía valona por no tener cuello, y unos frascos por no tener capa, y una muleta con una pierna liada en trapajos y pellejos por no tener más de una calza. Hacíase soldado, y habíalo sido en los alojamientos y hasta la mar. Contaba extraños servicios suyos, y a título de soldado entraba en cualquiera parte. Decía el de la ropilla y casi gregüescos:
—La mitad me debéis, o por lo menos mucha parte, y si no me la dais, ¡juro a Dios…!
—No jure a Dios —dijo el otro—, que en llegando a casa no soy cojo, y os daré con esta muleta mil palos.
Si daréis, no daréis, y en los mentises acostumbrados, arremetió el uno al otro y asiéndose se salieron con los pedazos de los vestidos en las manos a los primeros estirones y no fue mucho. Metímoslos en paz, y preguntamos la causa de la pendencia. Dijo el soldado:
—¿A mí chanzas? ¡No llevaréis ni medio! Han de saber V. Mds. que estando hoy en San Salvador, llegó un niño a este pobrete, y le dijo que si era yo el alférez Joan de Lorenzana, y dijo que sí, atento a que le vio no sé qué cosa que traía en las manos. Llevómele, y dijo, nombrándome alférez: «Mire V. Md. qué le quiere este niño». Yo que luego entendí la flor, acepté. Recibí el recado y con él doce pañizuelos, y respondí a su madre, que los inviaba a algún hombre de aquel nombre. Pídeme ahora la mitad. Yo antes me haré pedazos otra vez que tal dé. Todos los han de romper mis narices.
Juzgóse la causa en su favor. Solo se le contradijo lo del sonar con ellos, mandándole que los entregase a la vieja, para honrar la comunidad haciendo de ellos unos cuellos y unos remates de mangas que se viesen y representasen camisas, que el sonarse estaba vedado en la orden, si no era en el aire, u de saetilla a coz de dedo.
Era de ver llegada la noche cómo nos acostamos en dos camas, tan juntos que parecíamos herramienta en estuche. Pasóse la cena de en claro en claro. No se desnudaron los más, que con acostarse como andaban de día, cumplieron con el precepto de dormir en cueros.

Capítulo II:

En que prosigue la materia comenzada y cuenta algunos raros sucesos.
Amaneció el Señor y pusímonos todos en arma. Ya estaba yo tan hallado con ellos como si todos fuéramos hermanos (que esta facilidad y dulzura se halla siempre en las cosas malas). Era de ver a uno ponerse la camisa de doce veces, dividida en doce trapos, diciendo una oración a cada uno como sacerdote que se viste. A cuál se le perdía una pierna en los callejones de las calzas y la venía a hallar donde menos convenía asomada. Otro pedía guía para ponerse el jubón, y en media hora se podía averiguar con él.
Acabado esto, que no fue poco de ver, todos empuñaron aguja y hilo para hacer un punteado en un rasgado y otro. Cuál, para culcusirse debajo del brazo, estirándole, se hacía L. Uno, hincado de rodillas, arremedando un cinco de guarismo, socorría a los cañones. Otro, por plegar las entrepiernas, metiendo la cabeza entre ellas, se hacía un ovillo. No pintó tan extrañas posturas Bosco como yo vi, porque ellos cosían y la vieja les daba los materiales, trapos y arrapiezos de diferentes colores, los cuales había traído el soldado.
Acabóse la hora del remedio (que así la llamaban ellos) y fuéronse mirando unos a otros lo que quedaba mal parado. Determinaron de irse fuera, y yo dije que antes trazasen mi vestido, porque quería gastar los cien reales en uno, y quitarme la sotana.
—Eso no —dijeron ellos—; el dinero se dé al depósito, y vistámosle de lo reservado. Luego señalémosle su diócesis en el pueblo adonde él solo busque y apolille.
Parecióme bien; deposité el dinero y en un instante, de la sotanilla me hicieron ropilla de luto de paño, y acortando el herreruelo quedó bueno. Lo que sobró de paño trocaron a un sombrero viejo reteñido; pusiéronle por toquilla unos algodones de tintero muy bien puestos. El cuello y los valones me quitaron y en su lugar me pusieron unas calzas atacadas, con cuchilladas no más de por delante, que lados y trasera eran unas gamuzas. Las medias calzas de seda aun no eran medias, porque no llegaban más de cuatro dedos más abajo de la rodilla, los cuales cuatro dedos cubría una bota justa sobre la media colorada que yo traía. El cuello estaba todo abierto de puro roto; pusiéronmele, y dijeron:
—El cuello está trabajoso por detrás y por los lados. V. Md., si le mirase uno, ha de ir volviéndose con él, como la flor del sol con el sol; si fueren dos y miraren por los lados, saque pies, y para los de atrás traiga siempre el sombrero caído sobre el cogote, de suerte que la falda cubra el cuello y descubra toda la frente, y al que preguntare que por qué anda así respóndale que porque puede andar con la cara descubierta por todo el mundo.
Diéronme una caja con hilo negro y hilo blanco, seda, cordel y aguja, dedal, paño, lienzo, raso y otros retacillos, y un cuchillo; pusiéronme una espuela en la pretina, yesca y eslabón en una bolsa de cuero, diciendo:
—Con esta caja puede ir por todo el mundo, sin haber menester amigos ni deudos; en esta se encierra todo nuestro remedio. Tómela y guárdela.
Señaláronme por cuartel para buscar mi vida el de San Luis; y así, empecé mi jornada, saliendo de casa con los otros, aunque por ser nuevo me dieron, para empezar la estafa, como a misacantano, por padrino el mismo que me trujo y convirtió.
Salimos de casa con paso tardo, los rosarios en la mano; tomamos el camino para mi barrio señalado. A todos hacíamos cortesías; a los hombres, quitábamos el sombrero, deseando hacer lo mismo con sus capas a las mujeres hacíamos reverencias, que se huelgan con ellas y con las paternidades mucho. A uno decía mi buen ayo: «Mañana me traen dineros»; a otro: «Aguárdeme V. Md. un día, que me trae en palabras el banco». Cuál le pedía la capa, quién le daba prisa por la pretina; en lo cual conocí que era tan amigo de sus amigos, que no tenía cosa suya. Andábamos haciendo culebra de una acera a otra por no topar con casas de acreedores. Ya le pedía uno el alquiler de la casa, otro el de la espada y otro el de las sábanas y camisas, de manera que eché de ver que era caballero de alquiler, como mula.
Sucedió, pues, que vio desde lejos un hombre que le sacaba los ojos, según dijo, por una deuda, mas no podía el dinero. Y porque no le conociese, soltó de detrás de las orejas el cabello, que traía recogido, y quedó nazareno, entre ermitaño y caballero lanudo; plantóse un parche en un ojo y púsose a hablar italiano conmigo. Esto pudo hacer mientras el otro venía, que aún no le había visto, por estar ocupado en chismes con una vieja. Digo de verdad que vi al hombre dar vueltas alrededor, como perro que se quiere echar; hacíase más cruces que un ensalmador, y fuese diciendo:
—¡Jesús!, pensé que era él. A quien bueyes ha perdido…, etc.
Yo moríame de risa de ver la figura de mi amigo. Entróse en un portal a recoger la melena y el parche, y dijo:
—Estos son los aderezos de negar deudas. Aprendé, hermano, que veréis mil cosas de estas en el pueblo.
Pasamos adelante y, en una esquina, por ser de mañana, tomamos dos tajadas de alcotín y agua ardiente, de una picarona que nos lo dio de gracia, después de dar el bienvenido a mi adestrador. Y díjome:
—Con esto vaya el hombre descuidado de comer hoy; y, por lo menos, esto no puede faltar.
Afligíme yo, considerando que aún teníamos en duda la comida, y repliqué afligido por parte de mi estómago. A lo cual respondió:
—Poca fe tienes con la religión y orden de los caninos. No falta el Señor a los cuervos ni a los grajos ni aun a los escribanos ¿y había de faltar a los traspillados? Poco estómago tienes.
—Es verdad —dije—, pero temo mucho tener menos y nada en él.
En esto estábamos, y dio un reloj las doce; y como yo era nuevo en el trato, no les cayó en gracia a mis tripas el alcotín y tenía hambre como si tal no hubiera comido. Renovada, pues, la memoria con la hora, volvíme al amigo y dije:
—Hermano, este de la hambre es recio noviciado; estaba hecho el hombre a comer más que un sabañón y hanme metido a vigilias. Si vos no lo sentís, no es mucho, que criado con hambre desde niño, como el otro rey con ponzoña, os sustentéis ya con ella. No os veo hacer diligencia vehemente para mascar, y así, yo determino de hacer la que pudiere.
—¡Cuerpo de Dios —replicó— con vos! Pues dan agora las doce ¿y tanta prisa? Tenéis muy puntuales ganas y ejecutivas, y han menester llevar en paciencia algunas pagas atrasadas. ¡No, sino comer todo el día! ¿Qué más hacen los animales? No se escribe que jamás caballero nuestro haya tenido cámaras, que antes, de puro mal proveídos no nos proveemos. Ya os he dicho que a nadie falta Dios. Y si tanta prisa tenéis, yo me voy a la sopa de San Jerónimo, adonde hay aquellos frailes de leche como capones, y allí haré el buche. Si vos queréis seguirme, venid, y si no, cada uno a sus aventuras.
—Adiós —dije yo—, que no son tan cortas mis faltas que se hayan de suplir con sobras de otros. Cada uno eche por su calle.
Mi amigo iba pisando tieso y mirándose a los pies, sacó unas migajas de pan que traía para el efecto siempre en una cajuela, y derramóselas por la barba y vestido, de suerte que parecía haber comido. Ya yo iba tosiendo y escarbando, por disimular mi flaqueza, limpiándome los bigotes, arrebozado y la capa sobre el hombro izquierdo, jugando con el decenario, que lo era porque no tenía más de diez cuentas. Todos los que me veían me juzgaban por comido, y si fuera de piojos, no erraran.
Iba yo fiando en mis escudillos aunque me remordía la conciencia el ser contra la orden comer a su costa quien vive de tripas horras en el mundo. Yo me iba determinando a quebrar el ayuno, y llegué con esto a la esquina de la calle de San Luis, adonde vivía un pastelero. Asomábase uno de a ocho tostado, y con aquel resuello del horno tropezóme en las narices, y al instante me quedé del modo que andaba como el perro perdiguero con el aliento de la caza, puestos en él los ojos. Le miré con tanto ahínco que se secó el pastel como un aojado. Allí es de contemplar las trazas que yo daba para hurtarle; resolvíame otra vez a pagarlo. En esto me dio la una. Angustiéme de manera que me determiné a zamparme en un bodegón de los que están por allí. Yo que iba haciendo punta a uno, Dios que lo quiso, topo con un licenciado Flechilla, amigo mío, que venía haldeando por la calle abajo, con más barros que la cara de un sanguino y tantos rabos que parecía chirrión con sotana, pulpo graduado o mercader que cargaba para Italia. Arremetió a mí en viéndome, que, según estaba, fue mucho conocerme. Yo le abracé; preguntóme cómo estaba; díjele luego:
—¡Ah, señor licenciado, qué de cosas tengo que contarle! Sólo me pesa de que me he de ir esta noche y no habrá lugar.
—Eso me pesa a mí —replicó—, y si no fuera por ser tarde, y voy con prisa a comer, me detuviera más, porque me aguarda una hermana casada y su marido.
—¿Que aquí está mi señora Ana? Aunque lo deje todo, vamos, que quiero hacer lo que estoy obligado.
Abrí los ojos oyendo que no había comido. Fuime con él y empecéle a contar que una mujercilla que él había querido mucho en Alcalá sabía yo dónde estaba, y que le podía dar entrada en su casa. Pegósele luego al alma el envite, que fue industria tratarle de cosa de gusto. Llegamos tratando en ello a su casa. Entramos; yo me ofrecí mucho a su cuñado y hermana, y ellos, no persuadiéndose a otra cosa sino a que yo venía convidado por venir a tal hora, comenzaron a decir que si lo supieran que habían de tener tan buen huésped que hubieran prevenido algo. Yo cogí la ocasión y convidéme, diciendo que yo era de casa y amigo viejo, y que se me hiciera agravio en tratarme con cumplimiento.
Sentáronse y sentéme; y porque el otro lo llevase mejor, que ni me había convidado ni le pasaba por la imaginación, de rato en rato le pegaba yo con la mozuela, diciendo que me había preguntado por él y que le tenía en el alma y otras mentiras de este modo, con lo cual llevaba mejor el verme engullir, porque tal destrozo como yo hice en el ante no lo hiciera una bala en el de un coleto. Vino la olla y comímela en dos bocados casi toda, sin malicia, pero con prisa tan fiera, que parecía que aun entre los dientes no la tenía bien segura. Dios es mi padre, que no come un cuerpo más presto el montón de la Antigua de Valladolid, que le deshace en veinte y cuatro horas, que yo despaché el ordinario; pues fue con más prisa que un extraordinario el correo. Ellos bien debían notar los fieros tragos del caldo y el modo de agotar la escudilla, la persecución de los huesos y el destrozo de la carne. Y si va a decir verdad, entre burla y juego, empedré la faltriquera de mendrugos.
Levantóse la mesa, apartámonos yo y el licenciado a hablar de la ida en casa de la dicha. Yo se lo facilité mucho. Y estando habla...

Índice

  1. Historia de la vida del buscón
  2. Copyright
  3. LIBRO PRIMERO
  4. LIBRO SEGUNDO
  5. LIBRO TERCERO
  6. Sobre Historia de la vida del buscón