El doctor Centeno
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El doctor Centeno

  1. 60 páginas
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El doctor Centeno

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El doctor Centeno es una novela de Benito Pérez Galdós. Narra las vicisitudes de un muchacho de provincias que viaja a Madrid para estudiar medicina. -

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726495737
Categoría
Literatura

Tomo II

—5→

- IV -

En aquella casa

- I -

Acuérdate, lectorcillo, de cuando tú y yo y otras personas de cuenta vivíamos en casa de Doña Virginia, y considera cómo el rodar de los tiempos, dando la vuelta de veinte años, ha cambiado cosas y personas. La casa ya no existe; Doña Virginia y su marido, o lo que fuera, Dios sabe dónde andan. Ni les he vuelto a ver ni tengo ganas de encontrármeles por ahí. Aquellos guapos chicos, aquellos otros señores de diversa condición, que allí vimos entrar, permanecer y salir, en un período de dos años, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto bullicioso estudiante, qué de tan variada gente?
En la marejada de estos veinte años, muchos —6→ se han ido al fondo, ahogados en el olvido o muertos de veras. Los pocos que sobrenadan son: Zalamero, que ha llegado a ser ministro, cosa que entonces nos habría parecido inconcebible; Poleró, que estudiaba para Caminos y después pasó a la Armada, en la que ocupa excelente puesto; Arias Ortiz, que es hoy Ingeniero jefe de una gran empresa minera, y tiene canas y cuatro hijos, de los cuales uno es nada menos que bachiller; Cienfuegos, que es médico de un pueblo... En cambio, el pobre Sánchez de Guevara, que estudiaba Estado Mayor, pereció, siendo comandante del cuerpo, en las calles de Valencia, combatiendo una sublevación. Pues y el bendito Miquis, ¿qué se hizo?... ¿y el Señor delos prismas, de misteriosa condición y oficio no comprendido?... ¿y el infelicísimo eautepistológrafos?... ¿y el sesudo D. Basilio Andrés de la Caña a quien nunca humanos ojos vieron en otro estado que en el de la formalidad y seriedad más imponentes?... Estos y otros que no nombro, ¿do están?, ¿viven?, ¿se salvaron o se sumergieron para siempre?
Detente, memoria, deja a un lado las tristezas y prueba a referir lo pasado y pintar el teatro de tan grandes sucesos y notables personas, sin interrumpir tu narración con ayes lastimeros. Procura reproducir, si para ello tienes poder bastante, aquel largo pasillo, con tres vueltas, parecido a una conciencia llena de malicias y traiciones, —7→ aquella estera rota, tan peligrosa para el que andaba un poco de prisa, aquellos cuartos que al angosto pasillo se abrían, aquella sala y gabinete donde se aposentaban los huéspedes de campanillas, aquel olor de fritanga que desde la cocina se esparcía por toda la casa saliendo hasta la escalera para dar el quién vive a todo el que entraba.
Repite, memoria, la persona y hermosura de la gallarda Virginia, ama de tal cotarro; ayúdate, si es posible, de algún histórico papel para que puedas decir ahora qué casta de pájaro era la tal, de dónde había venido, por qué andaba en aquellos trotes hospederiles, y en fin, cuál era su verdadero estado... No olvides a aquel señor, marido suyo, o cosa así, pintor de heráldica, holgazán de profesión todos los días, y los más de ellos consumado borracho, a quien llamábamos Alberique, sin más nombre de pila; ten presente aquel perro humilde que no ladraba nunca y que, a la hora de comer, iba de cuarto en cuarto avisando a los huéspedes, animal comedido, modesto y meditabundo, a quien llamaban, no sé por qué, Julián de Capadocia.
De los antecedentes de Virginia, nada debemos decir. Todo es oscuridad en esta parte de la historia patria, y las distintas versiones que corrían en lenguas de los estudiantes no tienen la suficiente autoridad para ser estampadas como —8→ verdades inconcusas. Algún atrevido sostenía haberla visto, años atrás, en tratos peores que los de Argel; pero ¿con qué pruebas corrobora esta declaración impertinente? Con ninguna. Mucho cuidado con las indiscreciones en lo que atañe a la buena fama de las personas; y antes se ha de romper la pluma que usarla para llevar al papel versiones maliciosas, no depuradas por una crítica severísima. Sobre que era guapetona, no cabe vacilación. Y más lo fuera si el constante trabajar y lo mal que vestía no disimularan un tanto su belleza. Representaba más de treinta años y tenía el cutis blanquísimo, los dientes perfectos, el seno alto, el pelo negro, el genio irascible y pronto, las manos perdidas del trabajo, el habla dulce y castellana fina, el corazón ya duro ya fundente, según las circunstancias, la voluntad fuerte y activa. No se explicaba su unión con aquel tagarote de Alberique que se pasaba la vida en el comedor, delante de una chica o grande de Baviera, leyendo papeles políticos, y que, las rarísimas veces que trabajaba, más era tormento que alivio de su mujer, porque no se le podía sufrir y estaba todo el día riñendo con la criada, con Julián de Capadocia, con los huéspedes. Y todo, ¿por qué? Porque le echaban a perder sus trabajos, porque la ensuciaban las vitelas, porque le habían perdido el rojo, porque le habían quitado el vaso de agua. Hombre —9→ más inaguantable no ha existido en el mundo. Siempre con su gorro turco o Fez, la negra pipa en la boca, pletórico, harto y un poco asmático, parecía la imagen del sensualismo y de la brutalidad. Se pasaba el día enredando, haciendo y deshaciendo, echando pestes y pintando aquellas monerías insustanciales y desabridas de la heráldica. Por aquí cuartelillos, por allá animalejos. Sus trabajos no se acababan nunca. Su taller era la mesa del comedor, y cuando, llegada la noche, había necesidad de quitar los chismes pictóricos para poner los manteles, tenía que oír... Todo era echar maldiciones y decir a cada instante su interjección favorita: ¡Verbo!... Allí, ¡Verbo!, no entendían trabajos tan delicados. El Sr. de Alberique, ¡Verbo!, se marcharía de la casa y se iría a donde supieran apreciar el mérito de los artistas. Era de tierras de Levante, un morazo, un cartaginés o sabe Dios qué, resultado de la mescolanza de razas africanas, o de la degeneración arábiga. Tenía facha berberisca, y no le faltaba más que el alquicel para estar con toda propiedad. Eran sus facciones bastas, su color retinto, su fuerza muscular cual la de un caballo, su ánimo cobarde, como no fuera para echar maldiciones. Y sin embargo, las manos de aquel bárbaro tenían delicadeza y pulso para hacer miniaturas y pequeñeces que se debían mirar con microscopio. El oso es un animal hábil.
—10→

- II -

Puesta la mesa y llegada la hora, iban entrando los huéspedes y cada cual ocupaba su sitio. Hubo temporada en que se reunieron veinte, la mayor parte jóvenes. Siempre había tres o cuatro señores graves que daban respetabilidad a la mesa y a la casa. Entre los jóvenes distinguíanse los estudiantes, y no faltaba algún empleado o pretendiente. De los señores que se denominaban fijos, merece principal mención uno que habitaba la casa desde que la estableciera Doña Virginia. Su fijeza era ya proverbial, su persona y circunstancias dignas de estudio. Había sin duda misterio en aquel señor tan circunspecto y prudente, que nunca decía esta boca es mía, sequito, canoso, correcto y urbano. No molestaba a nadie y se pasaba la vida en su cuarto escribiendo y leyendo cartas; no salía jamás como no fuera para ir al correo, ni recibía más visitas que la de un cierto sujeto, apoderado de la familia, que venía una vez al mes a pagar el hospedaje y a enterarse de sus necesidades. Se llamaba D. Jesús Delgado, y cuando decían «a comer» era el primero que franqueaba la puerta del comedor, y se paseaba un rato esperando a que vinieran los demás. Rara vez se le oía el metal —11→ de voz, y cuando este sonaba era para preguntar a la criada o a Virginia si había venido el cartero. Contrastaba con este señor, en lenguaje y modales, un D. Leopoldo Montes, andaluz, medio empleado y medio pretendiente, medio literato, medio propietario, medio agradable y medio antipático, hombre que de todo hacía un poco y de todo nada, que a veces parecía acomodado, a veces más pobre que las ratas, fachendoso, verboso, ampuloso, y que, por contera de su huero carácter, tenía la flaqueza de suponerse amigo de cuantos personajes crió Dios. También observábamos en la vida de D. Leopoldo algo de misterio, porque no se le conocía empleo, y sin embargo solía decir: «hoy, al salir de la oficina...» y otras cosas que ponían en grande confusión a los que lo escuchábamos. A este le llamaban el Señor delos prismas, porque en su lenguaje petulante, hablando de cuanto hay que hablar, usaba de continuo la frase: «mirando tal o cual cosa bajo el prisma». En toda discusión política de las que un día y otro se trababan en la mesa, salían a relucir tantos prismas, que a poco más se vuelven prismáticos la mesa y los huéspedes.
Merece otro lugar aquí D. Basilio Andrés de la Caña, persona mayor, de suma importancia, de un peso tal que se podría creer que a todos les hacía favor en estar allí y que, por descuido de —12→ la fortuna, no se sentaba en la poltrona de un ministerio. Lo que decía en las disputas de la mesa, considerábalo él mismo como la cifra y resumen de la sabiduría, y no debía ser puesto en duda. Era hombre de edad y sin familia o apartado de ella, redactor de un periódico en la parte más difícil y áspera de cuanto contiene la prensa, que es el ramo de Hacienda. Para atar cabos, conviene decir que este señor era el mismo a quien Felipe Centeno había visto por la ventana de la redacción, admirándole como un ser superior, comprensivo de toda la humana ciencia. Era el mismo que en la memorable noche de febrero, cuando Alejandro Miquis trajo a Felipe a su casa y le dio ropas y comida, había pronunciado las palabras aquellas sentenciosas y solemnísimas, que no sé si recordarán los que esto han leído: «concluirá en San Bernardino».
Había otros de fisonomía moral y física menos caracterizada, y que además no tenían residencia constante en la casa. Un sujeto, que estuvo bastantes años en Filipinas, ocupaba un gabinete sólo por temporadas, pues su residencia habitual era Illescas. Había dos propietarios de la Alcarria que venían alternativamente a negocios y se alojaban en la sala; y además otros que se han desvanecido en la memoria, y si quisiéramos traerlos aquí ocuparían término muy lejano —13→ en esta galería de verdad, presidida por la excelsa Doña Virginia, teniendo a sus pies la modesta imagen canina de Julián de Capadocia.
Vamos ahora con la juventud que daba carácter, ruido, alegría y ser y espíritu a la casa. Entre estos descollaba Zalamero, ofreciendo la singularidad de ser un estudiante ordenadísimo, puntual en todo, lo mismo en asistir a clase que en pagar su hospedaje. Estudiaba Leyes, y sólo con su asistencia se ganaba las notas de sobresaliente que era un primor. Su cuarto era el más arreglado de la casa. Tenía la ropa muy bien cepillada, muy bien distribuida en perchas o cajones de cómoda; no conocía deudas, iba a misa los domingos, no alborotaba, no entraba tarde, ni se estaba las mañanas durmiendo, como tantos gandules. Observad ahora las pasmosas armonías que hay en la naturaleza humana. Era Zalamero un buen mozo, de facciones bonitas y correctas, rubio, con el pelo ensortijado, dividido en dos desde el occipucio a la frente por una raya que parecía pintada. Tenía barbita dorada rubia, muy mona. En su hablar era el mismo comedimiento.
Sánchez de Guevara, el de Estado Mayor, era bastante parecido a Miquis en el carácter pronto y revuelto, pero más desordenado aún que el joven manchego. El cuarto del cadete tenía que ver. Por el suelo yacía el uniforme abrazado —14→ con la toalla. Se acostaba a dormir, en las noches de invierno, con el ros puesto, y después de leer un rato en la cama, apagaba la luz con la espada. Era guapo chico, muy pundonoroso; se pasaba las noches en vela, engolfado en las matemáticas, haciendo funcionar a muy alta presión esa energía intelectual y volitiva que los alumnos de estas carreras difíciles han llamado potencia empollatriz.
Poleró, catalán tan castellanizado que apenas se le notaba el acento, era también bravo joven, estudiante de Caminos, con poca afición a la carrera; de buena figura, atlético, estudioso por pundonor más que por gasto. Se distraía mucho del estudio y porque se pasaba las horas muertas en los cuartos de sus compañeros charlando de teatros, chicas, política y música. En la mesa se divertía buscando camorra al de los prismas, y tornándole las vueltas para que se enredase en sus propios embustes. Se burlaba con frecuencia de D. Basilio Andrés de la Caña, haciéndole creer que todos respetaban su opinión y que le conceptuaban hombre de gran seso, cuando en realidad le tenían por el mayor majadero del mundo. Era agresivo, pendenciero; gustaba de llevar la contraria, y si, por ejemplo, se hacía en la mesa política progresista, que era lo más común, salía él, como un rehilete, defendiendo el espadón de Narváez. Si por el contrario, —15→ alguien abominaba de la revolución, ya la tenían ustedes sacando a relucir las famosas llagas y el padre Claret oClarinete, que eran la comidilla más salada y gustosa de aquellos días. Espíritu activo, indagador, controversista, Poleró estaba destinado a ser hombre de provecho, como en efecto lo ha sido.
Arias Ortiz, alumno de Minas, era un andaluz serio (ave rara), apasionado de su carrera y de la metalurgia, mas con cierto desorden y falta de método en aquella cabeza, que felizmente han ido desapareciendo más tarde. Le faltaba una rueda, como suele decirse; mas el tiempo y el estudio han completado la máquina de su cerebro, y hoy no tiene más desvarío que el inocente de cultivar la música en sus ratos perdidos, que son pocos. Por las noches compone polkas y toca el piano, como recurso contra la soledad en que vive. Era en aquellos tiempos tan enfermizo, que se retrasaba en sus estudios más de lo que él quisiera; pero ahora, con los aires de Barruelo, con el polvo, el humo y con las polkas se ha fortalecido tanto, que da gusto verle.
A Cienfuegos ya le conocemos. Era hijo de viuda, y seguía la carrera de médico con grandes escaseces y humillaciones. Lo que el infeliz padecía y la hiel que tragaba por esta nefanda ley de relación entre las necesidades y el dinero, no se puede contar brevemente. A veces parecía que — 16→ desmayaba, y hacía propósito de ahorcar los libros y ponerse a cavar en Barajas de Melo, su patria; pero secreta energía le aguijaba y volvía al remo del estudio, despreciando obstáculos y arrostrando los vejámenes de la pobreza con ánimo estoico. Llegó a adquirir con esto cierta rudeza glacial que algunos tomaban por cinismo. Su sereno desprecio de ciertas conveniencias era más bien como una actitud de defensa contra la desgracia, o bien el egoísmo del combatiente que en nada repara para evitar un golpe. No condenemos a este gladiador de la vida sin admirar antes su fortaleza y sufrimiento, y aquella calma solapada tras la cual se escondía pasmosa agilidad de espíritu.

- III -

Sentados a la mesa, cual hemos dicho, los quince o más huéspedes, y servida aquella sopa de arroz, siempre tan igual a sí propia, que la de hoy parecía la misma de ayer, empezaba el alboroto. Tal como se ponía aquel comedor algunas noches, la torre de Babel resultaría, en parangón suyo, lugar de recogimiento y devoción. En pocas épocas históricas se ha hablado tanto de política c...

Índice

  1. El doctor Centeno
  2. Copyright
  3. - I -
  4. - II -
  5. - III -
  6. Tomo II
  7. Sobre El doctor Centeno