Dos mujeres
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Dos mujeres

  1. 258 páginas
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Información del libro

"Dos mujeres" (1842-43) es la segunda novela de Gertrudis Gómez de Avellaneda. En ella la autora denuncia el maltrato sistemático que la sociedad decimonónica infringe a cualquier tipo de mujer: ya sea complaciente o independiente. Luisa y Catalina se enamoran de Carlos, quien provoca la infelicidad de ambas debido a su indecisión.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726679625
Categoría
Letteratura
Categoría
Classici

Tercera parte

I

—¡Tres meses! ¡Tres meses cumplen hoy que no lo veo! —decía la triste Luisa, apoyando su rubia cabeza sobre sus manos, sentada delante de un veladorcillo en el cual se veían esparcidas varias cartas de Carlos—. ¡Y no habla de volver! —prosiguió, dejando de repente su primera postura y buscando entre las cartas la última que había recibido—. ¡Nada! ¡Nada dice aquí que pueda darme esperanzas!
Y volvió a tomar la carta que comentaba a medida que leía:
«Querida Luisa: Lo que me dices del estado de nuestra respetable madre me causa el mayor dolor, y siento no poder compartir contigo los cuidados que prodigas a la querida enferma».
—¡Lo siente!, ¿y por qué no viene? ¡Dios mío! ¡Valen todas las riquezas de la tierra el dolor de estar tres meses separado de lo que se ama!
«Aún no he terminado completamente el negocio que me retiene en Madrid, porque las cuentas del difunto se hallaban tan embrolladas que toda mi actividad y la de los albaceas no han bastado aún para aclararlas.»
—¡Y sin embargo hace un mes que me decía que muy pronto estaría todo terminado!
»En días pasados tomé la resolución de volverme a ésa y se la comuniqué a los albaceas de mi tío, ofreciéndoles que apenas llegase diría a mi padre nombrase un apoderado más propio que yo para este negocio. Pero después de dos días de reflexión, conocí que no era racional abandonarle a manos mercenarias, después de haber venido y que acaso mi padre no lo aprobaría…
»En fin, volví a presentarme a los albaceas para decirles que había desistido de mi primera resolución.
—¡Oh, qué fácil le fue desistir!…, ¡pero el temor de disgustar a nuestro padre!… Y, sin embargo, ¡es tan bueno! Sí, él hubiera perdonado. Quiero hablarle hoy mismo de esto, quiero echarme a sus pies para suplicarle que permita a mi esposo volver a nuestro lado. Lo haré, estoy resuelta. ¡Pues qué!, ¿nunca he de tener valor para decir que soy desgraciada?
Y la pobre niña lloró por muchos minutos con amargos sollozos.
Fuese casualidad o intención, aquellos sollozos se aumentaron de tal modo en el instante en que don Francisco, saliendo del aposento de su hermana, atravesaba una galería contigua al gabinete en que se encontraba Luisa, que, oyéndola el buen caballero, entró precipitado y llamándola con sobresalto:
—¡Luisa!, ¡Luisa!, ¿dónde estás?
—Aquí… —respondió balbuciente—. Aquí… estoy.
—¡Hija mía!, ¿qué tienes?, ¿qué te aflige? —exclamó su tío acercándose con paternal cariño y levantándola la cabeza, para contemplar su lindo rostro bañado en lágrimas.
—¿Qué me aflige?… —tartamudeó ella haciendo un gesto infantil con el cual quería decir—. ¡Bien lo sabe Ud.!
—¿Qué te escribe Carlos, hija mía?, ¿te ha dado algún motivo de queja? Habla, Luisita, es tu padre quien te lo suplica.
Y el anciano, sentándose junto a ella, la atraía sobre sus rodillas.
—¡Queja! No, no es de él de quien debo formar queja…
—¿Pues de quién, niña mía? ¿Quién te ha ofendido?, ¡quién ha podido ofenderte!
—Nadie…, pero él no puede venir sin orden de Ud… y Ud. no da esa orden… y ya hace tres meses que no lo veo: ¡tres meses!… ¡y pasarán otros tantos!, ¡pobre de mí!…
Y el llanto y los sollozos comenzaron de nuevo, y fue cosa imposible para el buen caballero hacerlos cesar, por más que prodigaba caricias y mimos.
—¡Ud. No me quiere! —le respondía Luisa a intervalos, y no salía de este tema.
Por fin, don Francisco acertó a tomar la carta que ella había leído por vigésima vez un momento antes, y al llegar al párrafo en que su hijo hablaba de no haber dejado la corte por el temor de disgustarle, el orgullo paternal le hizo olvidar por un momento las lágrimas de Luisa.
—¡Así!… —exclamó— ¡hizo muy bien! Esto prueba que no han sido perdidos mis desvelos. Carlos es un hijo respetuoso y sumiso, como hay pocos en el día. De eso debo tener orgullo. Por más que mi hermana porfíe en que si es bueno es por su índole natural y no por la educación que yo he sabido darle; siempre sostendré que ninguna tierra, por buena que sea, da los mejores frutos sin un esmerado cultivo.
—Pero si él es un buen hijo, Ud. no debe ser un padre cruel —dijo Luisa con un atrevimiento tan inusitado en ella que dejó parado a don Francisco.
—¡Yo padre cruel!… —exclamó después de un momento de silencio—. ¡Qué estás diciendo, Luisita!
Y la afligida niña se echó a sus pies pidiéndole perdón, con una humildad que lo enterneció.
—No sé lo que digo —repetía—; conozco que todo lo que hace Ud. debe ser bueno y justo, pero ¡padezco tanto! ¡Hace tanto tiempo que no le veo! Moriré muy pronto si esto sigue así.
Y apoyando la frente sobre las rodillas del anciano se abandonaba a su dolor.
Ya está conocido que don Francisco de Silva no era hombre que podía resistir mucho tiempo a los ruegos y a las lágrimas.
Levantó a Luisa, besóla en sus lindos ojos encendidos de llorar, pidió pluma y papel, y sobre el mismo veladorcillo en que estaban las cartas de su hijo trazó unas líneas.
«Carlos: Puedes venirte cuando quieras, pues yo daré mi poder a un sujeto más instruido que tú en esos embrollos. Tu esposa te espera con impaciencia, y tu padre está contento de ti y desea abrazarte.»
Alargó el papel a Luisa, que al leerlo lloró de alegría tanto como había llorado de pesar. Abrazóla el papá y dejóla aconsejándola serenarse.
Luisa estaba loca de contento, pero no saltaba ni manifestaba su regocijo con los pueriles extremos propios de sus diez y siete años, sino que siempre tímida y religiosa se arrodilló para dar gracias a la virgen por aquel favor que, sin duda, le debía. Luego escribió una larga y hechicera carta a su marido, y cuando volvió al lado de su madre estuvo con ella más tierna, más humilde, más angelical que nunca, pues la felicidad era en aquella alma inocente y buena, como un perfume divino que se hacía sentir a cuantos la rodeaban.

II

Nadie, excepto Elvira, tenía conocimiento en Madrid de la partida de la condesa y de Carlos, y de la vuelta de ambos.
La misma Elvira no estaba perfectamente instruida de las circunstancias particulares de aquel repentino viaje y de aquella repentina vuelta; pero no era ya solamente ella la que conocía el amor de Catalina.
De vuelta a Madrid presentóse con Carlos en teatros y paseos, sin hacer misterio de su afición. Aquella mujer extremada en todo y orgullosa hasta el punto de creerse con fuerzas bastantes para dominar o despreciar la opinión, no había sabido nunca, ni acaso había querido saber el arte del disimulo; y Carlos estaba demasiado aturdido todavía de su propia derrota para poder pensar en las conveniencias sociales. El gran paso para él estaba ya dado. Había ofrecido y aceptado un amor culpable; había faltado en su corazón a sus severos principios de virtud; había sido ingrato con su esposa y perjuro con Dios. Para no sentir remordimientos érale preciso no pensar en nada, y él mismo excitaba a la condesa y la conducía de fiesta en fiesta, procurando embriagarse hasta el punto de perder la facultad de pensar.
Catalina, imprudente y gloriosa de su triunfo, tanto como temerosa de perderle, se engañaba a sí misma con sus especiosos sofismas para persuadirse que no faltaba a la virtud, mientras no faltase al honor; y cuando más se esforzaba en merecer la estimación y el cariño de Carlos, creíase más justificada, como si no fuese el usurparle el corazón de su esposo el más terrible e irremediable daño que podía hacer a la desventurada Luisa.
Y, sin embargo, era naturalmente buena y compasiva. Su gran defecto consistía, como ella misma había dicho a Carlos, en que su poderosa imaginación todo lo engrandecía o disminuía hasta el exceso; y las más extravagantes teorías se hacían realizables para aquella mujer capaz de los esfuerzos más sublimes, como de las aberraciones más lamentables, pero para la que no existía ningún término medio.
Bien conocía que la avidez de Carlos por entregarse con ella a todas las distracciones del mundo, provenía del temor de encontrarse a solas consigo mismo. No se le ocultaba el poder que sobre su noble y recto corazón ejercían los deberes a que por ella faltaba, y recelosa siempre de un arrepentimiento que hubiera herido a la vez su orgullo y su corazón, secundaba diestramente los esfuerzos que hacía el culpable para olvidar su crimen.
Nunca había aparecido tan hermosa, tan magnífica y espléndida. Daba sin cesar funciones en las que ostentaba para Carlos todo su buen gusto, su elegancia y su riqueza. Embriagábale a menudo con la magia de sus talentos: su voz admirable era más dulce y más expresiva cuando cantaba con él o en su presencia. Cuando bailaba era una sílfida que parecía escaparse de la tierra para vagar por los aires. Cuando montaba a caballo y Carlos iba con ella al paseo, notaba que todos seguían con los ojos a la elegante amazona, que hacía tascar el freno a un soberbio caballo andaluz que parecía impaciente al verse dominado por la delicada mano de una mujer.
Si Carlos hablaba de pintura, Catalina pintaba ingeniosas alegorías y bellísimas cabezas que todas se parecían a él.
Si le oía celebrar las bellezas de la naturaleza, inventaba un paseo al campo, y con una escasa y escogida sociedad le llevaba a pasar días de dulce expansión, a los sitios más pintorescos.
En fin, si le sorprendía un momento como tímido y receloso de su cariño, probábale el exceso de él con mil apasionadas imprudencias. Si, por el contrario, sospechaba que empezaba a adormecerse en la confianza de su dicha, sabía despertar su inquietud con sagaces y finas coqueterías. Era dulce y tierna y sumisa cuando convenía; y altiva, vehemente y dominante cuando debía serlo. Era, en fin, la antítesis de la mujer que había hecho feliz a Carlos durante dieciocho meses, y la única que podía fascinarle hasta el punto de hacer que la olvidara.
Carlos, pues, había visto pasar dos meses desde el día en que regresó a Madrid con la condesa, sin que en este tiempo se le hubiese ocurrido un solo momento el pensamiento de dejarla. Hallábase como encadenado, a pesar suyo, al lado de Catalina.
No concebía ya cómo era posible vivir sin ella: sin sus talentos que le fascinaban, sin sus placeres que le aturdían, sin su pasión imprudente que le volvía loco, y aun sin sus coqueterías que le hacían rabiar. Se necesitaban todas aquellas nuevas y variadas emociones para que Carlos no sintiese el vacío de aquella felicidad inocente que había perdido, y si aún no bastase criminal para desconocer su falta, harto débil era ya para desear espiarla.
Más de un mes hacía que había recibido de su padre el permiso de volver a Sevilla: no se atrevió ni aun hablar de ello a la condesa. Difería bajo diferentes pretextos su salida de Madrid, y cuando alguna carta de Luisa, tierna y quejosa, venía a recordarle que sólo por su voluntad aún estaban separados, casi le parecía que era una crueldad de la pobre inocente el pedirle un sacrificio que tanto debía costarle.
Sus cartas eran ya menos largas, menos fáciles; todas reducidas a justificar con pueriles razones su permanencia en Madrid, y a dar seguridades de su felicidad, de su constancia, y del tierno amor que profesaba a su esposa.
Y la amaba, en efecto, sí, la amaba todavía, cual el hermano más tierno puede amar a su hermana. Pero ¡ay!, no era ya ella la que poseía el secreto de su corazón. No era ya ella la que tenía el poder de hacerle delirar de amor, o enfurecer de celos. No era ya ella, en fin, la mujer de quien estaba enamorado.

III

La malignidad y la envidia que persiguen con preferencia a las personas elevadas y brillantes, así como, según observaba un poeta, el rayo busca siempre las torres; debían aplaudirse de la imprudencia de la condesa, que, justificando en cierto modo los juicios desventajosos que de ella se formaban, parecía renunciar a todo miedo de defensa y entregarse como una víctima resignada. Sin embargo, como nunca había sido más prodiga de sus riquezas, más franca y alegre que entonces, los mismos que destrozaban sin piedad su reputación, buscaban ansiosamente sus placeres, y, aunque se aumentaba cada día el número de sus enemigos, crecía también el de sus aduladores. La maledicencia es como un perro cobarde, que ladra de lejos al que se le acerca en ademán de desprecio y que se arroja y ensaña sobre el que le huye temeroso.
Elvira, a cuyos oídos llegaban cada día las hablillas que circulaban en descrédito de su amiga, no era mujer de un temple de alma bastante fuerte para poner un dique a la murmuración: su cobarde, aunque sincera amistad, se contentaba con herir por la espalda a los detractores, sin atreverse jamás a desmentirlos cara a cara. No olvidaba, empero, el informar a Carlos de todo lo que se decía, y aún a la misma Catalina se vio algunas veces a reprender tímidamente por el poco cuidado que se tomaba por el buen nombre: mas había en aquella mujer un no sé qué que intimidaba a Elvira, y era tan poderosa la influencia que ejercía sobre un frívolo y débil carácter, que aun los mismos extravíos de la condesa tenían algo de respetable a los ojos de su amiga. Parecía tan superior a la opinión pública que temía Elvira ridiculizarse si mostraba temerla, y concluyó por decirse a sí misma, que no debía tomarse la menor molestia por defender a la condesa contra un juez que ella declaraba incompetente.
No sucedía lo mismo a Carlos: padecía cruelmente al saber que el amor de la condesa por él daba nuevas armas contra ella, y su violenta indignación apenas podía ser reprimida por el temor de causarla un daño mayor, tomando a su cargo el vengarla.
La loca embriaguez con que durante dos meses se había entregado a los placeres del mundo, en que veía brillar a su amada, iba disipándose rápidamente. Cuando la acompañaba a una reunión, érale imposible participar de la alegría y confianza con que ella se presentaba. Espiaba las miradas de cada uno de los que le cercaban, prestaba el oído con sobresalto a cualquiera conversación que se tenía junto a él, siempre receloso de descubrir en alguno la intención de injuriar a Catalina, y siempre interpretando siniestramente la menor demostración. Sin ser en manera alguna desconfiado sentíase cada día más suspicaz en cuanto podía tener relación con la condesa, y su amor y su orgullo se alarmaban igualmente a la idea de que no fuese por todos respetada la mujer que era ya señora de su vida.
Catalina veía declinar de día en día la alegría de Carlos. En vano prodigaba fiestas para distraerle, y en vano agotaba la magia de su elocuencia para infundirle el desprecio de la sociedad de que ella hacía ostentación. Carlos no podía participar de sus opiniones en este punto, y cuanto más la amaba, más sensible era al concepto que el mundo podía formar de ella.
Pero si Catalina no logró inspirarle su indiferencia hacia la opinión, él sin pretenderlo la comunicó su t...

Índice

  1. Dos mujeres
  2. Copyright
  3. Prólogo
  4. Primera parte
  5. Segunda parte
  6. Tercera parte
  7. Cuarta parte
  8. Sobre Dos mujeres