Recopilatorio de obra crítica
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Recopilatorio de obra crítica

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Recopilatorio de obra crítica

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Información del libro

Texto que recoge toda la obra crítica de Leopoldo Alas, Clarín. Se articula en torno a los textos de análisis y crítica literaria publicados por el autor a lo largo de su vida.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2020
ISBN
9788726550108

RAFAEL CALVO Y EL TEATRO ESPAÑOL

— I —

¡RAFAEL CALVO Y EL TEATRO ESPAÑOL! Ambiciosillo es el rótulo, y ya por eso no me gusta; pero el editor opina que parecerá bien en la cubierta del folleto, y ahí se queda.
Si Cañete, sin dejar de serlo del todo, fuese además un Fígaro... de estos tiempos; o si Balart, siendo quien es, quisiera escribir, buen libro podrían hacer bajo el título de este humilde opúsculo.
Opúsculo predominantemente lírico, como decían en el Ateneo en mis tiempos; quiero decir, que no se debe esperar de este trabajillo más que unas cuantas observaciones, y tal vez un poco de sentimiento, todo ello original y en prosa, sin aparato épico—fúnebre y sin que se pretenda representar el luto nacional impersonalmente.
Declaro que pido y reclamo la libertad que tienen los pintores y los poetas de tomar por donde me convenga y como yo crea que está mejor. A esto llamo ser lírico, añadiendo que en el ajo también entra, es claro, lo de hablar del yo satánico siempre que se necesite. El hablar de nos, como los Obispos, y fingir que damos mucha importancia a todo lo que no somos nosotros mismos, y que nos importa un rábano del humilde individuo que llevamos dentro del cuerpo, déjolo para los hipócritas; y no admito que, a no ser cuando se trate de contar cuentos o cosas por el estilo, esté bien y sea natural que quien habla o escribe procure dar a entender, así, como que él no es nadie, y por tal se tiene.
Yo quiero decirte algo, lector noble, franco y leal, del pobre Rafael Calvo, el cómico lírico por excelencia: el que siempre, al hablar en las tablas, hablaba de sí; era él mismo, esto es, un poeta lleno de fuego y música, que cuando interpretaba a otro poeta, redoblaba el encanto del arte, y cuando interpretaba a un majadero objetivo—subjetivo, a un poetastro de bastidores, desentonaba, prestando su instrumento de oro a los graznidos del ánade. No faltará quien piense que para tal asunto fuera mejor emplear otro lenguaje y estilo y forma desde el principio, y comenzar como suelen las elegías clásicas, o imitando alguna oración fúnebre de Bossuet, una de esas en que se trae el dolor y su expresión retórica preparados de casa. Tal quintanista habrá que vería con buenos ojos que yo ahora hiciese como que no sabía por dónde andaba, de puro aturdido por el dolor; y hasta le parecería de perlas que asegurase que Calvo no había muerto, no, porque los hombres como Calvo no mueren.
Sí; ha muerto, sí. Los hombres como Calvo son los que mueren; es decir, morir, mueren todos; pero los que valen mucho, los pocos que valen, parece que mueren más, porque a los otros no se les echa de menos.
Esa figurilla de que los hombres eminentes no mueren, debiera recogerse, porque es, no sólo cursi, sino falsa como ella sola; lo que quiere decir es contrario a lo que sentimos. ¡Que no mueren los hombres ilustres! ¡Si justamente el mundo no va siendo más que un gran cementerio de hombres ilustres! Tú, lector, que piensas y sientes y vives acompañado en tu espíritu de ideas grandes y grandes nombres, ¿qué ves dentro de ti? Desengaños, que son cadáveres de ilusiones, y nombres de ilustres difuntos; epitafios de ideas y de encarnaciones de ideas. Que se mueran unos cuantos sesentones y cincuentones, y no quedaremos más que anónimos, carne para la fosa común. Sí: ¡los hombres eminentes se mueren! ¡Las ideas eminentes se mueren también! Dios, la idea de las ideas, quieren matarla. Quieren matar a Dios como idea y como personaje. El mismo Jesús, el dulce nombre de Jesús, peligra más que el Papa. En Jesús hay muchos que no creen, y el Papado lo respetan todos, todos le reconocen vigorosa vida, máxime si es cierto que Bismarck le apoya. Sí: el mundo va por esos caminos; habrá tiempos acaso en que haya Papas y no haya Dioses. A los pocos meses de perecer Cristo en la Cruz ya andaba su pariente Santiago, con la mejor intención del mundo, queriendo echarla a perder su obra inmortal; y lo que el hermano o primo del Señor quería, lo hacen los Pontífices modernos a las mil maravillas. Mueren los grandes hombres, mueren las grandes ideas, y quedan los hombres pequeños, los Pontífices, y las míseras preocupaciones. Hay muchos que ven la esencia de la democracia en el descrédito o en la muerte de los hombres eminentes. Lo que no le perdonan a Castelar los distinguidos políticos Sres. X. Y. Z., es el genio. «¡Sea usted hisopo y hablaremos!...» Ya, ya se morirá Castelar también, y los otros pocos que valen; ya nos quedaremos solos nosotros, las consecuentes medianías y nulidades, y entonces habrá una democracia verdad, y serán notables a sus anchas el desfachatado abogadete D. Fulano, asombro de su pueblo, y el periodista Mengano, que se dedica a cáustico, debiendo ser estanquero, como el Vecino de enfrente, de Blasco...
¿Que no se mueren los hombres eminentes? ¡Ay, si mueren! Bien se conoce en que, para el mundo, callan, y dejan que suba la ola de la opaca medianía egoísta, sórdida, hinchada por la vanidad; ola que todo lo invade y llena con su garrulería los oídos y los cerebros. En vano gritan desde el fondo de la historia los grandes hombres con sus hechos, o con sus cánticos, o con sus discursos, o con sus libros; nadie lee la historia, nadie escucha a los muertos. Para el mundo, los muertos callan...

— II —

El teatro español... también es una gran idea que se va muriendo en la conciencia del pueblo y en las propias encarnaciones. En el ritmo del verso dramático español antiguo (no en el de este siglo) había un singularísimo encanto, hecho de gallardía musical, de fresca y valiente armonía, que cantando, pintaba el ancho, hermoso mundo, la pasión, la fuerza; que hablaba del amor con sutileza teológica, quinta esencia de voluptuosidad reflexiva y saboreada gota a gota; hablaba de la patria y de sus triunfos brillantes con arrogancia graciosa; y el amor, la vanidad, la alegría, la nobleza, el idealismo, iban saltando por el cauce sonoro del romance, la redondilla y la quintilla, la décima y la silva, en cascadas de sílabas eufónicas, brincando en los acentos y en las misteriosas cesuras, mitad música, mitad idea, como ruiseñores y jilgueros escondidos en la enramada, que tanto tienen de canciones como de espíritus. Pero aquel verso español no se había hecho para dormir prensado en las frías columnas de Rivadeneira, donde es a su verdadera íntima esencia, lo que son las patas de araña del pentagrama a las notas aladas de Rossini. La música hay que tocarla y sentirla; el verso hay que decirlo, y declamarlo, y representarlo. Un mediano estético francés, Levèque, dice que para él es preferible oír a un músico vulgar interpretando una obra de un gran maestizo, a escuchar un trozo de música insignificante ejecutado por un gran instrumentista; tiene razón Levèque en gran parte; pero también es cierto que en todas las artes en que la expresión es compuesta, y en que media otro artista para dar forma aparente y completa a la creación bella, no se puede decir que se conoce toda la hermosura que hay en tal objeto artístico, si el artista auxiliar no es perfecto, en el sentido de dejar sentir, de transparentar todos los primores de lo que interpreta. Negar esto, es como echar la culpa al sol de no ser tan brillante en los países nebulosos como en el cielo diáfano del Mediodía; el instrumentista y el cantante son al compositor, el cómico es al poeta, lo que la atmósfera al sol: cuanto más diáfanos, mejores; todo en ellos es asunto de pureza; no tienen más que dejar pasar la luz, la hermosura; pero así como el cielo, a fuerza de ser transparente, crea una belleza propia, su azul intenso, así las artes auxiliares adquieren propias, sustantivas excelencias en su transparencia, fidelidad y pureza.
Nadie tiene derecho a decir que conoce toda la hermosura que puede dar de sí un drama de Shakespeare, una ópera de Wagner, si no los ha visto perfectamente representados; y será, injusto atribuir la superioridad de las emociones estéticas gozadas en esa interpretación perfecta a los cómicos o cantantes, a las artes escénicas, pues todos estos elementos no habrán hecho más que la justicia debida a la obra; no se dirá que la obra vale más de lo que valía, gracias a esta perfección nueva, sino que ahora, por primera vez, se la puede apreciar en su justo valor, y que antes se la estimaba en menos de lo que era.
No podemos decir nosotros que conocemos todo lo que vale el teatro español, porque ni una vez sola hemos visto perfectamente representada ninguna de sus maravillas. Muchas veces habrán dicho los gacetilleros, y hasta los críticos, que tal o cuál obra maestra de Calderón, Tirso o Lope se había sacado a las tablas, ofreciendo un conjunto admirable; pero ya sa sabe que no hay que hacer caso de estas piadosas mentiras de nuestra crítica española, eterna cortesana. Jamás, jamás ha habido en Madrid una compañía de cómicos buenos; jamás una escena de más de cuatro o cinco personajes ha podido ser bien interpretada; jamás la composición del cuadro escénico ha podido ser bella por su armonía. Y en general, ni aquí ni fuera de aquí están los actores a la altura de los grandes autores; y una de las imperfecciones capitales del teatro es ésta: la inferioridad artística de los cómicos. Puede decirse que hasta hoy, en el arte de la escena los grandes triunfos se deben más a las cualidades del instinto que a la habilidad reflexiva; no ha pasado este arte del período de la espontaneidad, y por eso apenas hay nada hecho en la ciencia del arte teatral, y por eso, el vulgo exige tan poco al cómico, y por eso cómicos de los más notables suelen ser hombres de escasos conocimientos, de mal gusto y nada artistas de alma, en el sentido especial de la palabra. Pero sin insistir en esto por ahora (pues me llevaría muy lejos si quería ser claro) y quedándome en nuestro teatro español, dirá que si no hemos tenido jamás una compañía que pudiera hacernos ver una comedia de Calderón tal como ella es, hemos tenido algunos, poquísimos, actores y actrices que supieron, unos en un tiempo, otros en otro, enseñarnos la verdad de lo que era tal o cuál personaje. Uno de estos contadísimos cómicos buenos era Rafael Calvo: su mérito superior era hacernos oír la música viva de ese verso castellano de nuestro teatro glorioso. Y Calvo acaba de morir en Cádiz, comido por la viruela. La triste realidad es un terrible poeta realista: Calvo, la última cuerda de la lira del teatro más idealista, más lírico, la voz del idealismo más aéreo... ha muerto como Nana, la heroína de la novela más naturalista. Sí: la realidad, aunque realista, es poeta, porque hasta tiene sus simbolismos: parece que la viruela, al envenenar la sangre de Calvo, pudrió la sangre de Segismundo, de Mireno, El vergonzoso en Palacio; de Federico, el de El castigo sin venganza; del hábil amante de El desdén con el desdén. ¿Dónde está ahora el artista que en su voz, llena de fiebre, vibrada, algo rimbombante, enfática en la pasión, pero armónica, intensamente expresiva del ritmo interior de la idea, tenía un símbolo de las inefables bellezas de nuestra inspiración dramática de los siglos de oro? Está en el sepulcro y en el recuerdo impotente de sus admiradores, que no conseguirán, a fuerza de evocaciones, resucitar aquella figura y aquellos sonidos sobre la escena; está en el sepulcro, y con él desvanecidas en larvas de la memoria las encarnaciones plásticas de aquellos seres extranaturales en lo accidental, puramente humanos en el fondo del alma, que sirvieron a nuestros grandes poetas dramáticos para transparentar uno de los más bellos, más fuertes, más luminosos ideales que brotaron en la gran primavera humana que se llamó el Renacimiento.

— III —

No escribo un panegírico, ni escribo una oración fúnebre; y para poder hablar con toda franqueza, y huyendo de todos los lugares comunes del encomio que parece imponer, como etiqueta de funeral, la proximidad de la muerte, he dejado pasar todo un año antes de publicar este folleto, porque ni la fama de Calvo es tan deleznable que a los pocos meses de dejar de oírle y de verle se la olvide y se pueda tener el estudio de su vida y de su arte por asunto viejo, ya frío y sin interés, ni en rigor se empieza a poder juzgar seriamente y con imparcialidad a un hombre notable que muere, hasta que ya las verdades de la crítica no pueden pasar por irreverencias casi sacrílegas, por inoportunas rudezas de una severidad que en ciertos momentos es de mala crianza.
Yo hablo ya de Calvo como podría hablar de Romea, si le hubiera conocido; y pongo ejemplo condicional, porque de ningún gran actor muerto hace tiempo, y que yo hubiera visto, puedo acordarme.
No se ha de tomar, pues, como piadosa declamación para aliviar penas de los vivos y rendir justo tributo al muerto, mi opinión favorable, la especie de saudade que me inspira la desaparición de Calvo.
No soy un admirador entusiástico, incondicional, del actor muerto; no soy, como el ilustre Echegaray, que tan hermosa cronología ha dedicado a su querido y fiel intérprete, un amigo entrañable y un artista agradecido al revelador plástico de sus concepciones; soy un espectador, no frío, porque esto no hace falta, ni siquiera es tolerable, pero si imparcial; un espectador que, lo que es en absoluto, no admira a ningún actor español, y... a decir toda la verdad, encuentra deficiencias aun en aquellos extranjeros, de los más renombrados, que ha podido ver y oír, y en los cuales, a pesar de que le ofrecían revelaciones de su arte con que él no podía soñar, en otros respectos no encontraba la satisfacción de lo que él habría deseado ver en un gran cómico.
No: los grandes actores no están a la altura de los grandes autores, ni aun en la proporción de arte a arte.
Indico estas opiniones mías, que ahora no explano, para que nadie vea en este artículo una apología más. Porque es de advertir que muchos admiradores tenía Calvo, pero no faltaba, sobre todo en estos últimos tiempos, quien creyese anticuada (terrible palabra para el vulgo de los aficionados) y falsa la escuela (¿qué escuela?) de Rafael. Sí, es necesario confesarlo; la moda no estaba por él, y, a decir lo que siento, por esto mismo me decido a consagrarle este recuerdo; sin contar con otro motivo, el de agradecimiento, de que hablaré luego, cuando trate de lo que yo, humilde dilettante, le debo a Calvo.
Pero antes de defender el estilo del ilustre actor, de los ataques y de las tácitas preocupaciones a él contrarias, y antes de mostrar las que me parecen excelencias de su arte, y los peligros y los positivos defectos; y antes de decir algo de lo que, con faltar Calvo, nos falta, y de los cómicos que nos quedan, y de cómo queda esto (el teatro), no sólo por razón de comediantes, sino de autores, público, gobierno y medio social, quiero recordar algo de la vida de quien tantas veces murió en las tablas de muerte prematura, y, con no menos prisa y pasmo de todos, desapareció de la tragi—comedia del mundo.

— IV —

Debo las noticias a que los párrafos inmediatos se dedican, a la amabilidad de un señor hermano del ilustre actor, a Calvo el poeta, el, que se,atrevió algún día a darnos imitaciones del teatro español antiguo; algunas de las cuales; como Amar a ciegas, que recuerdo, valían mucho más que ciertos dramas neorománticos de los más aplaudidos en esta década pasada: imitaciones de imitaciones, y rapsodias en buen hora olvidadas, apenas nacidas.
Algo de lo que sigue será nuevo para el lector, pues quien me facilitó tales datos fue tal vez el que en mejores condiciones estuvo para recogerlos fieles, exactos y minuciosos. La hermosa y sentidísima necrología de Echegaray no contiene, ni siquiera abreviada, como ésta, una biografía de Rafael, pues no hubiera sido oportuna en la ocasión para que se hizo tan memorable trabajo literario; pero en ciertos artículos del Sr. Cañete y de otros escritores pueden completarse los datos que aquí falten para dar a conocer con alguna amplitud la historia del compañero de Vico.
Rafael Calvo nació en Sevilla —cerca de su sepultura— y como gloria que habría de ser para los suyos, vino al mundo, cual regalo de días, a celebrar los de su padre D. José, pues vio la luz en 19 de Marzo de 1842.
Su madre, doña Lorenza Revilla, seguía al notable actor D. José Calvo, su digno esposo, en ese viaje incesante a que viven condenados, empleados y cómicos, a los cuales los van naciendo los hijos por el mundo adelante; hijos sin patria verdadera, porque la prisa de las marchas, los traslados y la brevedad de las temporadas cómicas no dan tiempo a la infancia a conservar recuerdos de los lugares en que amaneció su conciencia. Así, Calvo era un sevillano... de toda España, y esta incertidumbre de la patria llegó a su biografía, pues no ha mucho discutían los periódicos si el lugar de su nacimiento era Sevilla o era Cádiz. Mas para corazones como el de Rafael, esta falta de un rincón—patria, querido sobre todos los lugares de la tierra, no es una gran tristeza, porque ellos se crean una patria ideal, y la de nuestro entusiasta del arte era toda España; y no sólo en su terruño sino en su verbo, en la tradición de su poesía aquende y allende los mares. Sí, bien se puede decir que la patria del alma de Calvo era el genio estético español, inspirado por su genio aventurero.
Después de haber leído las notas íntimas que D. Luis Calvo ha tenido la bondad de comunicarme, me explico mejor muchos de los arranques más espontáneos y naturales de su hermano en la escena. La arrogancia española, tan lírica y retórica como positiva y eficaz, llegado el caso; el espíritu de lo heroico caballeresco, el valor qu...

Índice

  1. Cover
  2. Recopilatorio de obra crítica
  3. Copyright
  4. EPÍSTOLA EN VERSOS MALOS CON NOTAS EN PROSA CLARA
  5. O,50 PESETAS
  6. RAFAEL CALVO Y EL TEATRO ESPAÑOL
  7. UN DISCURSO
  8. Sobre Recopilatorio de obra crítica