El ángel de la sombra
eBook - ePub

El ángel de la sombra

  1. 215 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

El ángel de la sombra

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Luisa, hija de una familia acomodada, trata de ocultar su romance con Suárez Vallejo, profesor de Francés de origen incierto, mientras su salud se deteriora. Esta es una historia de amor y drama, de origen autobiográfico, rodeada de hechos extraordinarios.-

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a El ángel de la sombra de Leopoldo Lugones en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literature y Classics. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726641905
Categoría
Literature
Categoría
Classics

III

Carlos Suárez Vallejo debió a la notoriedad de algunos romancillos filosóficos elogiados por la prensa de su ciudad natal, el puesto de ayudante en el archivo de Relaciones Exteriores y la amistad de los Almeidas, familia distinguida, en cuyo salón era tradicional el culto de la buena literatura.
Si el dueño de casa, don Tristán, a quien por su estampa señoril solían llamar don Tristán de Almeida, era mejor letrado de bufete que cultor de las bellas letras, sin perjuicio de estimarlas en su justo valor, doña Irene Larrondo, su esposa, de los Larrondos de Mauleon, como ella advertía siempre, jugueteando con su guardapelo decorado por el blasón alusivo — un león de su color, rampante en oro — amaba la literatura y la aristocracia con verdadera devoción, remachándole al apellido marital aquel de que su propio dueño no usaba, y conservando una enternecida predilección por los nombres románticos que desde luego llevaban sus dos hijos, aun cuando nada satisficiera dicha ocurrencia el gusto ya menos exuberante de ambos jóvenes.
Es así que el primogénito, Efraim, para eludir su afiliación novelesca, firmaba con la inicial de su nombre, a gran despecho de la sensible mamá, quien atribuía esa resolución, por darle en cara, a imitación de la extravagancia pueril con que su hermana hiciera lo propio, desdeñando el nombre de Eulalia que inmortalizaba en ella a la marquesa de Rubén Darío.
Capricho infantil, en efecto, aunque sostenido con genialidad precoz, la chicuela de ocho años salióle un día con que su nombre no le gustaba, por lo cual resolvía llamarse Luisa desde entonces.
Vanas las reflexiones y las órdenes, nunca se consiguió que diera el motivo de aquel cambio.
—Pero, vamos — había concluído cien veces la desconcertada señora — por qué no quieres llevar tu nombre?
—Porque no me gusta, mamá.
Y nunca variaba de respuesta ni de tono.
Don Tristán que, naturalmente, no daba importancia a la nimiedad, intervino una vez por condescendencia con su esposa.
Mas, como sus apelaciones a la obediencia y al cariño, sólo obtuvieran pertinaz silencio, preguntó con ligera incomodidad:
—Por qué diantre quieres llamarte Luisa?
Entonces la criatura afirmó dulcemente, alzando sin pestañear sus ojos serenos:
—Porque ese es mi nombre, papá.
Lo curioso era que ni entre las relaciones, los parientes o la servidumbre, había ninguna Luisa.
Durante algún tiempo, los más allegados de la familia y de la amistad, entretuviéronse en procurar sorprenderla, llamándola de repente Eulalia, cuando se hallaba de espaldas o distraída. Nunca respondió ni dió señal de que oyera.
Cuatro años después, habiendo impuesto ya su nombre adoptivo, Efraim que le llevaba cuatro también, decidía firmarse con la inicial solamente, para disimular así, dijo, la cursilería novelesca del homónimo. Su apodo escolar de Toto generalizóse con ello; y por consentimiento o por ignorancia, viejos y jóvenes olvidaron al fin la realidad nominativa y romántica. . .
Sólo la desolada doña Irene obstinábase en su fiasco literario.
Y precisamente una tarde, a la tercera o cuarta visita de Suárez Vallejo, que no obstante su pobreza y su insignificancia social, entró de confianza, por ser literato, había sacado la conversación con buena maña.
Suárez Vallejo supo así el verdadero nombre de Luisa, que consideró, a su vez, insignificante, fuera de los versos donde correspondía sin duda al “aire suave” de la melodía evocada; y aquel capricho de niña, que le causó cierto interés.
—El nombre adoptado así — concluyó — deja a mi ver de ser vulgar.
—Pero cállese, Suárez — insistió la señora con risita sarcástica — si es la vulgaridad misma. Ni as lavanderas se acuerdan ya de semejante nombre. Lo más ridículo es que esta chica insista en esa tontería de la niñez.
Luisa sonrió vagamente, como alejándose en la larga mirada que atardó sobre la puerta del salón, donde la vislumbre crepuscular encuadraba su estañadura de espejo.
Casi enteramente de espaldas a la gran lámpara familiar puesta sobre el piano, en cuya banqueta había girado al entrar el visitante, la luz vaporizaba con ambarina fluidez su crencha castaña, aclaraba en gota rosa el lóbulo de la oreja, enternecía con transparencia de lirio el largo cuello y la delicada mejilla que una leve enjutez excavaba con lóbrega profundidad en la órbita, palpitada misteriosamente por pestañas larguísimas. Su blusa de seda blanca cobraba un tono de sonrosado marfil; y soslayada así en esa vislumbre que de ella misma parecía emanar, confirmó a Suárez Vallejo la impresión de una hermosa muchacha.
No pudo menos de compararla entre sí a la madre, tan distinta en su belleza criolla, espléndida todavía y de mucha raza también, aunque con ese tipo de ojos aterciopelados y tez morena que parece traslucir el oro rosa de la granada. Sólo se asemejaban por el perfil, particularmente en el corte de la boca.
—Entonces nunca pudieron averiguar por qué no le gustaba su nombre. . . — concluyó él bromeando a Luisa.
Hubo un breve silencio de conversación decaída. . . Desde el inmenso patio solariego, que tenía algo de plaza y de jardín, pareció suspirar la ya entrada noche. . . Oyóse en el zaguán el paso de alguien que volvía.
—Efraim. . . — murmuró la señora.
Cuando, inesperadamente, la joven, dirigiéndose a ella, contestó la pregunta en que se había interrumpido la conversación:
—Por eufonía, mamá: Eulalia Almeida es un verdadero trabalenguas. Parece, añadió con irónica suavidad, el cloqueo de un pavo sorprendido.
—Ahi tiene usted, repuso doña Irene dirigiéndose al visitante; la comparación, la eterna comparación de mal gusto. Pero — añadió por Luisa — si quisieras llevar tu nombre como es, verías qué armonioso resulta: Eulalia de Almeida. . . Si es todo un verso!. . .
Y acto continuo, con ternura orgullosa de madre:
—No es verdad, Suárez, que parece una marquesita?
—Una marquesita de raza y de poema, contestó aquél con cierta extrañeza, al no haberle oído la consabida protesta: Por Dios, mamá!. . . — de todas las muchachas alabadas en tal forma.
Lejos de eso, la joven iba a sorprenderlo, recitando con cierto mimo impertinente en su propia gracia natural:
Mahaud est aujourd’hui marquise de Lusace.
Dame, elle a la couronne, et, femme, elle a la gráce.
—De quién son esos versos? — preguntó Suárez Vallejo, complacido por el acierto de la cita.
—Pero de Víctor Hugo. . . en Eviradnus.
—Es que esta señorita, dijo riendo Efraim que en ese momento entraba, no lee sino poemas formidables.
—Lo que yo admiro es la memoria para retenerlos, afirmó el otro. Eso andará por los mil alejandrinos.
—Pero yo no me lo sé de memoria. No retengo de lo que leo sino algunos versos, que se me quedan como si los hubiera sabido. En ésos habrá sido, tal vez, por lo curioso del nombre, añadió dirigiendo a doña Irene una sonrisa intencionada.
—Cómo se dirá Mahaud en castellano? — preguntó la aludida.
—Creo que Mafalda, dijo Suárez Vallejo. O Matilde, que es lo usual.
—Pero Toto, insistió Luisa, es injusto con eso de los poemas formidables. De leer, claro, me gusta elegir lo mejor. . .
—En el género heroico.
—No, Toto, no exageres. Ayer, no más, me viste entusiasmada con aquellos preciosos versos de Francis Jammes. . .
—Es verdad; pero porque hablaban de la muerte: el otro tema preferido:
. . . la mort aux paleurs d’aube,
Qui dans ses mains de circ a des légers lilas.
Sin saber por qué, Suárez Vallejo notó repentinamente que las manos de Luisa, cruzadas sobre la falda obscura, eran de una palidez extraordinaria. . .
Pero su amigo interpelábalo en eso:
—A propósito: la te de “mort” ¿se liga o no con la palabra que sigue? Ayer discutíamos eso con Luisa.
—Nunca se liga, salvo en la frase mort ou vif, contestó Suárez Vallejo levantándose.
—Pero usted posee admirablemente el francés, comentó la señora.
—Tanto como admirablemente. . . Lo perfeccioné un poco cuando fuí escribiente del jefe de ingenieros en el ferrocarril de la compañía francesa.
—Y estuvo ya en Francia?
—Todavía no, aunque pienso ir, como es natural.
—Pronto? — interrogó Luisa.
—Ni pronto ni tarde. Es un proyecto en postergación permanente, añadió Suárez Vallejo chanceando.
Y se despidió.

IV

Mas, apenas hubo salido, cuando Efraim saltó con brusco reproche:
—Qué tienes tú que interesarte porque un conocido se vaya o no? Qué puede pensar ése de tu pregunta?
—Tienes razón, Toto, acató la joven suavemente.
—Tienes razón. . . tienes razón. . . Ya sabemos tu costumbre de no contrariar jamás de palabra. Pero conviene pensar más lo que se dice. A qué vino ese “pronto”?. . . Te aseguro que me dió una rabia! Porque, veamos: a ti qué te importa?
—Pero nada, por Dios! Lo dije pensando en algo que está a mil leguas de tus escrúpulos. . .
—Pensando en algo?. . . Y en qué?
—En que Suárez Vallejo podría quizás enseñarme, enseñarnos, si te parece, la dicción que nos falta.
—Lo dices porque sabes que suele ocuparse en preparar alumnos reprobados?
—No, no lo sabía; pero tanto mejor, entonces. Así no te mortificará ya mi proyecto.
—Como proyecto, no; aunque el profesor no me gusta. Es demasiado joven.
—Pero qué edad tendrá? — intervino la señora.
—No sé, mamá. . . Veintiocho a treinta años. . .
—Treinta años, no es decir un jovencito, Efraim. Y Suárez Vallejo me parece, además, un mozo serio, instruído.
—Como serio y culto, lo es. Ya te he dicho que pasa francés a varios alumnos libres, para ayudarse. Porque es muy pobre. Y muy altivo.
—Eso se le advierte. Con lo que me parece más oportuna la idea de tu hermana. Siempre le convendrá a ese joven una lección cómoda y bien retribuída.
—No sé si aceptará; porque es muy distinto, siendo amigo de la casa. Además, no me encargaría yo de verlo. Y francamente preferiría a M. Dubard. . .
—Pero si el pobre M. Dubard, compadeció la señora, no tiene ya día sano. Es más que un hombre un catarro de ochenta años cumplidos.
—M. Dubard. . . u otro así.
—Pero qué tiranía con tu hermana!
—Déjalo, mamá, dijo Luisa con jocosa displicencia, echando los brazos atrás para apoyar la cabeza en las manos. Quiere condenarme a vejestorio perpetuo.
—No hagas la víctima, hermanita. Claro que no dudo de ti. Pero a veces eres demasiado franca.
—Sin embargo, nadie hay más dócil para dejarse gobernar.
—De palabra, vuelvo a decirte; y tal vez por evitarte la molestia de discutir; pero acabando siempre por hacer lo que quieres. Mujercita al fin. . .
—Plagio de papá, señor hermano, como siempre que te pones cargoso.
—En suma, interrumpió la señora por avenencia, será mejor consultarlo con tu padre.
Así se hizo, en la mesa que presidían a la antigua, es decir desde ambas las cabeceras, don Tristán y su esposa; si bien por impedimento de esta última, siempre dolorida de su brazo neurálgico, servía su hermana mayor, la tía Marta,...

Índice

  1. El ángel de la sombra
  2. Copyright
  3. EL ANGEL DE LA SOMBRA I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. XXVIII
  31. XXIX
  32. XXX
  33. XXXI
  34. XXXII
  35. XXXIII
  36. XXXIV
  37. XXXV
  38. XXXVI
  39. XXXVII
  40. XXXVIII
  41. XXXIX
  42. XL
  43. XLI
  44. XLII
  45. XLIII
  46. XLIV
  47. XLV
  48. XLVI
  49. XLVII
  50. XLVIII
  51. XLIX
  52. L
  53. LI
  54. LII
  55. LIII
  56. LIV
  57. LV
  58. LVI
  59. LVII
  60. LVIII
  61. LIX
  62. LX
  63. LXI
  64. LXII
  65. LXIII
  66. LXIV
  67. LXV
  68. LXVI
  69. LXVII
  70. LXVIII
  71. LXIX
  72. LXX
  73. LXXI
  74. LXXII
  75. LXXIII
  76. LXXIV
  77. LXXV
  78. LXXVI
  79. LXXVII
  80. LXXVIII
  81. LXXIX
  82. LXXX
  83. LXXXI
  84. LXXXII
  85. LXXXIII
  86. LXXXIV
  87. LXXXV
  88. LXXXVI
  89. LXXXVII
  90. LXXXVIII
  91. LXXXIX
  92. XC
  93. XCI
  94. XCII
  95. XCIII
  96. XCIV
  97. XCV
  98. XCVI
  99. XCVII
  100. XCVIII
  101. XCIX
  102. C
  103. Sobre El ángel de la sombra