Doña Rosita la soltera
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Doña Rosita la soltera

  1. 52 páginas
  2. Spanish
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Doña Rosita la soltera

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Índice
Citas

Información del libro

También denominada El lenguaje de las flores, esta es la última obra de teatro que Lorca llegó a ver estrenada antes de su asesinato en 1936. Con ella, se aparta de las tragedias rurales y habla del desamor de una pareja de novios que ha debido separarse a causa de un viaje a la argentina. Con este punto de partida, Lorca vuelve a hacer una reflexión sobre el desamor y la pena llevados hasta sus últimas consecuencias.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726479638
Categoría
Literatura

ACTO SEGUNDO

Salón de la casa de doña ROSITA. Al fondo el jardín.
SEÑOR X.— Pues yo siempre seré de este siglo.
TÍO.— El siglo que acabamos de empezar será un siglo materialista.
SEÑOR X.— Pero de mucho más adelanto que el que se fue. Mi amigo, el señor Longoria, de Madrid, acaba de comprar un automóvil con el que se lanza a la fantástica velocidad de treinta kilómetros por hora; y el sha de Persia, que por cierto es un hombre muy agradable, ha comprado también un Panhard Levassor de veinticuatro caballos.
TÍO.— Y digo yo: ¿adónde van con tanta prisa? Ya ve usted lo que ha pasado en la carrera París-Madrid, que ha habido que suspenderla, porque antes de llegar a Burdeos se mataron todos los corredores.
SEÑOR X.— El conde Zboronsky, muerto en el accidente, y Marcel Renault, o Renol, que de ambas maneras suele y puede decirse, muerto también en el accidente, son mártires de la ciencia, que serán puestos en los altares el día en que venga la religión de lo positivo. A Renol lo conocí bastante. ¡Pobre Marcelo!
TÍO.— No me convencerá usted. (Se sienta.)
SEÑOR X.— (Con el pie puesto en la silla y jugando con el bastón.) Superlativamente; aunque un catedrático de Economía Política no puede discutir con un cultivador de rosas. Pero hoy día, créame usted, no privan los quietísmos ni las ideas «oscurantistas». Hoy día se abren camino un Juan Bautista Say, o Se, que de ambas maneras suele y puede decirse, o un conde León Tulstuá, vulgo Tolstoi, tan galán en la forma como profundo en el concepto, yo me siento en la Polis viviente; no soy partidario de la Natura Naturata.
TÍO.— Cada uno vive como puede o como sabe en esta vida diaria.
SEÑOR X.— Está entendido, la Tierra es un planeta mediocre, pero hay que ayudar a la civilización. Si Santos Dumont, en vez de estudiar Meteorología comparada, se hubiera dedicado a cuidar rosas, el aeróstato dirigible estaría en el seno de Brahma.
TÍO.— (Disgustado.) La botánica también es una ciencia.
SEÑOR X.— (Despectivo.) Sí, pero aplicada; para estudiar jugos de la Anthemis olorosa, o el ruibarbo, o la enorme pulsátila, o el narcótico de la Datura Stramonium.
TÍO.— (Ingenuo.) ¿Le interesan a usted esas plantas?
SEÑOR X.— No tengo el suficiente volumen de experiencia sobre ellas. Me interesa la cultura, que es distinto. «Voilá». (Pausa.) ¿Y… Rosita?
TÍO.— ¿Rosita? (Pausa. En voz alta.) ¡Rosita!..
VOZ.— (Dentro.) No está.
TÍO.— No está.
SEÑOR X.— Lo siento.
TÍO.— Yo también. Como es su santo, habrá salido a rezar los cuarenta credos.
SEÑOR X.— Le entrega usted de mi parte este pendentif. Es una Torre Eiffel de nácar sobre dos palomas que llevan en sus picos la rueda de la industria.
TÍO.— Lo agradecerá mucho.
SEÑOR X.— Estuve por haberla traído un cañoncito de plata por cuyo agujero se veía la Virgen de Lurdes, o Lourdes, o una hebilla para el cinturón hecha con una serpiente y cuatro libélulas, pero preferí lo primero por ser de más gusto.
TÍO.— Gracias.
SEÑOR X.— Encantado de su favorable acogida.
TÍO.— Gracias.
SEÑOR X.— Póngame a los pies de su señora esposa.
TÍO.— Muchas gracias.
SEÑOR X.— Póngame a los pies de su encantadora sobrinita, a la que deseo venturas en su celebrado onomástico.
TÍO.— Mil gracias.
SEÑOR X.— Considéreme seguro servidor suyo.
TÍO.— Un millón de gracias.
SEÑOR X.— Vuelvo a repetir…
TÍO.— Gracias, gracias, gracias.
SEÑOR X.— Hasta siempre. (Se va.)
TÍO.— (A voces.) Gracias, gracias, gracias.
AMA.— (Sale riendo.) No sé cómo tiene usted paciencia. Con este señor y con el otro, don Confucio Montes de Oca, bautizado en la logia número cuarenta y tres, va a arder la casa un día.
TÍO.— Te he dicho que no me gusta que escuches las conversaciones.
AMA.— Eso se llama ser desagradecido. Estaba detrás de la puerta, sí, señor, pero no era para oír, sino para poner una escoba boca arriba y que el señor se fuera.
TÍA.— ¿Se fue ya?
TÍO.— Ya. (Entra.)
AMA.— ¿También éste pretende a Rosita?
TÍA.— Pero ¿por qué hablas de pretendientes? ¡No conoces a Rosita!
AMA.— Pero conozco a los pretendientes.
TÍA.— Mi sobrina está comprometida.
AMA.— No me haga usted hablar, no me haga usted hablar, no me haga usted hablar, no me haga usted hablar.
TÍA.— Pues cállate.
AMA.— ¿A usted le parece bien que un hombre se vaya y deje quince años plantada a una mujer que es la flor de la manteca? Ella debe casarse. Ya me duelen las manos de guardar mantelerías de encaje de Marsella y juegos de cama adornados de guipure y caminos de mesa y cubrecamas de gasa con flores de realce. Es que ya debe usarlos y romperlos, pero ella no se da cuenta de cómo pasa el tiempo. Tendrá el pelo de plata y todavía estará cosiendo cintas de raso liberti en los volantes de su camisa de novia.
TÍA.— Pero ¿por qué te metes en lo que no te importa?
AMA.— (Con asombro.) Pero si no me meto, es que estoy metida.
TÍA.— Yo estoy segura de que ella es feliz.
AMA.— Se lo figura. Ayer me tuvo todo el día acompañándola en la puerta del circo, porque se empeñó en que uno de los titiriteros se parecía a su primo.
TÍA.— ¿Y se parecía realmente?
AMA.— Era hermoso como un novicio cuando sale a cantar la primera misa, pero ya quisiera su sobrino tener aquel talle, aquel cuello de nácar y aquel bigote. No se parecía nada. En la familia de ustedes no hay hombres guapos.
TÍA.— ¡Gracias, mujer!
AMA.— Son todos bajos y un poquito caídos de hombros.
TÍA.— ¡Vaya!
AMA.— Es la pura verdad, señora. Lo que pasó es que a Rosita le gustó el saltimbanqui, como me gustó a mí y como le gustaría a usted. Pero ella lo achaca todo al otro. A veces me gustaría tirarle un zapato a la cabeza. Porque de tanto mirar al cielo se le van a poner los ojos de vaca.
TÍA.— Bueno; y punto final. Bien esta que la zafia hable, pero que no ladre.
AMA.— No me echará usted en cara que no la quiero.
TÍA.— A veces me parece que no.
AMA.— El pan me quitaría de la boca y la sangre de las venas, si ella me los deseara.
TÍA.— (Fuerte.) ¡Pico de falsa miel! ¡Palabras!
AMA.— (Fuerte.) ¡Y hechos! Lo tengo demostrado, ¡y hechos! La quiero mas que usted.
TÍA.— Eso es mentira.
AMA.— (Fuerte.) ¡Eso es verdad!
TÍA.— ¡No me levantes la voz!
AMA.— (Alto.) Para eso tengo la campanilla de la lengua.
TÍA.— ¡Cállese, mal educada!
AMA.— Cuarenta años llevo al lado de usted.
TÍA.— (Casi llorando.) ¡Queda usted despedida!
AMA.— (Fortísimo.) ¡Gracias a Dios que la voy a perder de vista!
TÍA.— (Llorando.) ¡A la calle inmediatamente!
AMA.— (Rompiendo a llorar.) ¡A la calle!
(Se dirige llorando a la puerta y al entrar se le cae un objeto. Las dos están llorando.) (Pausa.)
TÍA.— (Limpiándose las lagrimas y dulcemente.) ¿Qué se te ha caído?
AMA.— (Llorando.) Un portatermómetro, estilo Luis Quince.
TÍA.— ¿Sí?
AMA.— Sí, señora. (Llora.)
TÍA.— ¿A ver?
AMA.— Para el santo de Rosita. (Se acerca.)
TÍA.— (Sorbiendo.) Es una preciosidad.
AMA.— (Con voz de llanto.) En medio del terciopelo hay una fuente hecha con caracoles de verdad; s...

Índice

  1. Doña Rosita la soltera
  2. Copyright
  3. PERSONAJES
  4. ACTO PRIMERO
  5. ACTO SEGUNDO
  6. ACTO TERCERO
  7. Sobre Doña Rosita la soltera