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A modo de introducción: la literatura y los lectores “en el medio” de la comprensión lectora y del placer de la lectura
Encarar un libro para profesores de literatura sobre los problemas que hacen a la relación lectura, literatura y enseñanza es por demás complicado. ¿Qué es aquello que pueda resultarles novedoso sobre esta relación para que se convierta en un aporte a su labor cotidiana? ¿Qué es lo que aún puede no estar dicho sobre la lectura en la escuela, y en particular, sobre la lectura de textos literarios? ¿Hay algo más que señalar a todo lo que los profesores ya sabemos acerca de los vínculos, en principio, poco armoniosos de nuestros alumnos con la literatura?
Las preguntas seguramente son innumerables y no se agotan en las anteriores. Pues, lo que sin lugar a dudas debe ocurrir es que los profesores de literatura necesitemos compartir dudas e interrogantes, que avancen sobre la lógica de “lo que ya está comprobado” acerca de la lectura. Y utilizo tan sólo la “lectura” para comenzar a desentrañar esta “lógica” –pues en las escuelas, en definitiva, existen concepciones sobre la lectura apoyadas en generalizaciones que, muchas veces, abonan más a la confusión que a la claridad–. Sabemos, gracias a los últimos documentos curriculares, varios manuales y la mayoría de los cursos de capacitación, que no todo texto demanda el mismo tipo de ejercicio lector. Basta con prestar alguna atención a los materiales curriculares y/o didácticos que se ponen a disposición de los profesores en las escuelas para comprobar este hecho. Pero si nos distanciamos por un momento de estas orientaciones para los docentes, podremos observar que en ellos subyacen algunas concepciones de la lectura que se solidarizan para definirla.
Por un lado, los profesores debemos cumplir con los objetivos de la “comprensión lectora”. Así llamaré al conjunto de consideraciones en torno a la lectura que, en el ámbito escolar, definen a esta práctica como un despliegue de “procedimientos”, “procesos” que los alumnos deben efectuar a la hora de enfrentarse a un texto. No será éste el lugar donde explicaré cuáles son los orígenes teóricos de esta concepción sobre la lectura, sino que me centraré en la manera en que se ha naturalizado entre los profesores, los directivos, los alumnos, los padres de los alumnos, la opinión pública en general. Y digo “la opinión pública” pues reiteradas veces asistimos a la siguiente afirmación tanto en los medios de comunicación como en una charla de café: “Los chicos no comprenden lo que leen, ése es el problema”. Esta certeza está en nosotros y en los profesores de las otras áreas también, y así, los docentes de lengua y literatura debemos hacernos cargo de hallar las soluciones a este problema. Pero, cómo: “Si no comprenden una crónica periodística, los alumnos no pueden comprender un cuento”, cavilamos a la hora de elegir textos y de organizar los contenidos a enseñar. En esta tarea cotidiana, la de planificar nuestras clases, tratamos de salir airosos de esa disyuntiva intentando “trampearla” de alguna manera, apostando a que podremos enseñar a leer de forma comprensiva también “con” los textos literarios.
¿De dónde surgen esas certezas?, ¿qué bibliografía de consumo en las escuelas ha sentenciado estas “leyes” que, en tanto tales, no podrían ser discutidas? Algunos profesores pensarán que ésta no es la única lógica, concepción, desde la que se explica la lectura en la escuela, y que la literatura –en el marco de esta práctica– es entendida desde su particularidad. Es decir, como textos que suponen un tipo de lectura en especial porque están construidos de una manera especial. “Los alumnos deben conocer el placer que les brindan los textos literarios”, decimos muchas veces para recuperar, de alguna manera, lo que sabemos que es distintivo de la literatura. Esta lógica y, ahora sí, concepción de la lectura que no tendría orígenes teóricos claros emergió como una respuesta a la enseñanza de la literatura constreñida en la Historia, para fines de los años ‘80, y fue capitalizada por los estudios sobre la comprensión lectora, para caracterizar la lectura de textos literarios. En consecuencia, decimos, cada lector debe proponerse ciertos “objetivos” a la hora de leer determinado tipo de texto: de un texto informativo hay que obtener información y los datos relevantes que hacen a su tema, de un texto literario debemos obtener placer. Pero cuando se conversa con los profesores acerca del placer de la lectura, esta concepción parece aludir a interrogantes más profundos que hallar una clasificación para explicar los “propósitos” específicos que la literatura está demandando a la hora de ser leída.
En los años ‘80, el reclamo que abogaba por recuperar el placer de la lectura, en el caso de los textos literarios, era más que justo. Así lo interpreto al apoyarme en La trama de los textos. Problemas de enseñanza de la literatura de Gustavo Bombini para intentar explicar esta concepción en toda su complejidad. En la nueva edición de este trabajo, fundante en nuestro país para el campo de la didáctica de la lengua y la literatura, aparece la primera reflexión teórica en torno a los debates sobre qué sería leer literatura, además de todos los problemas que hacen a la enseñanza de la literatura: selección de textos, ampliación del canon escolar, conocimientos literarios, manuales de literatura, planificación de la enseñanza, relaciones con la enseñanza de la lengua, escritura de ficciones y tantos otros. En el contrapunto entre lo escrito para fines de los años ‘80 y en el 2005, Bombini reconstruye una historia que no puede soslayarse a la hora de repensar la especificidad de la lectura literaria. En este caso, me referiré a la discusión sobre el placer de la lectura, que buscaba recuperar la dimensión estética de la literatura subsumida en la información histórica, en el uso de la literatura como documento histórico y con función didácticomoralizante. Éstas eran las “leyes del usufructo” que “mecanizaban la enseñanza de la literatura”, que hacían que varios profesores, representados en la voz de Gustavo Bombini, para esos años ‘80, alertaran que algo debía modificarse. Dice Bombini:
Desde mi práctica docente y ahora desde mi escritura no hago más que preguntarme y repreguntarme cada vez cómo resolver la difícil negociación entre el placer de leer y escribir y la mecanizada práctica de enseñar.
Pero ya entrados los años ‘90, aquel prometedor reclamo, basado en la dimensión estética que las leyes del usufructo negaban, en palabras de Bombini:
[…] se trata de recuperar esa práctica de lectura posible, que es del orden de la apropiación personal, que es del orden de la relación con el arte […] [pues] No hay mandato institucional, no hay currículum lo suficientemente eficaz que nos distraiga de aquella pasión inicial,
se fue aparejando poco a poco con la preceptiva de la comprensión lectora. Transitar la dimensión estética de la literatura en las aulas suponía un cambio en lo que se consideraba leer literatura, pero también, en los conocimientos a enseñar. Y ese cambio, como continúa explicando Bombini, ya estaba fijado. Las nuevas teorías lingüísticas cobraron peso para promulgar una nueva ley: “La literatura es un discurso social más”. Esta ley también tuvo gran aceptación en la escuela a raíz de otro reclamo de los años ‘80, también ligado, seguramente, a la enseñanza de la lengua. Las “obras” literarias, dado que en aquellos momentos aún no se compartía demasiado el término “textos”, se concebían como el ejemplo de la “buena” literatura y de la escritura “correcta”. El canon escolar, mayormente integrado por clásicos de la literatura universal, no comprendía al amplio espectro de producciones literarias. Por ello, los profesores comenzaron a preguntarse acerca de los vínculos de los alumnos con estas obras que eran utilizadas en la escuela, tanto para enseñar sintaxis oracional como para enseñar literatura, desde una perspectiva básicamente histórica. De esta manera, las obras no eran “cercanas” a los alumnos; por lo tanto, interesarlos en ellas resultaba muy dificultoso. No era sencillo que pudieran disfrutarlas, y, en consecuencia, la lectura se convertía, cada vez más, en una práctica “agonizante”. Para los alumnos de la nueva escuela democrática las biografías de los autores no interesaban, los mensajes depositados en sus obras resultaban extraños, casi sin sentido, lo mismo que sus temas.
Pero, volviendo a los años ‘90 y hasta la actualidad, ¿cuáles fueron las resoluciones para estos diagnósticos que estaban en las discusiones de los profesores de los años ‘80, registrados y explicados en sentido teórico en La trama de los textos…? Cuál fue, y ahora es, aquel camino que ya estaba fijado y que abonaría a una simbiosis entre la concepción de la comprensión lectora y la del placer de la lectura. Dice Bombini:
Pero, ¿cuál fue el lugar de la literatura en este proceso? Recolocada en una seudodemocracia de los discursos se dijo: “la literatura es un discurso social más”, y en la contundencia de su simplificación se barrió de un plumazo con esta frase toda la especificidad retórica, todo el sentido histórico y cultural y toda la dimensión estética y simbólica de una producción particular en ningún caso homologable a la lectura de un instructivo para hacer funcionar un lavarropas o a las páginas policiales del Clarín de ayer.
¿Y cuál es la contracara de la misma moneda? Creo yo, en palabras de Bombini:
Ahora la literatura es tierra de nadie, no hay un saber que dé cuenta de ella y que le ponga nombre a sus más elementales rasgos […]Ya lo he planteado: las llamadas “pedagogías del placer” han simplificado hasta un punto exasperante las consideraciones posibles en relación con el lugar de la literatura en la escuela y las posibilidades de su enseñanza. La tiranía del placer –diría– niega la posibilidad de cualquier actividad reflexiva frente a un texto con el argumento de estar ejerciendo el cuidado –en última instancia demagógico– de un sujeto lector al que deja sin herramientas válidas para comprender más y por ende para construir su propia experiencia de placer. […] Entre el discurso crítico frente al manual [en el sentido de la cita anterior] y el latiguillo del placer de la lectura se presentan todos los desafíos.
Así, y hasta hoy, como se puede observar en la mayoría de los manuales escolares, la literatura es presentada como otro discurso social más susceptible de ser estudiada mediante el circuito de la comunicación, las secuencias narrativas, la cohesión y la coherencia, los actos de habla, los sociolectos. Estos contenidos a enseñar son utilizados a la hora de leer diversidad de textos: una novela y un prospecto de medicamentos, un cuento y una crónica policial, una pieza teatral y una entrevista, un ensayo y una nota de opinión, un cuento costumbrista y una nota de alguna revista destinada a los jóvenes. No estoy sentenciando aquí que estos discursos no deban estar en la escuela, todo lo contrario, pero sí me pregunto si aquellos debates producidos entre los profesores para los años ‘80 encontraron un camino en estas resoluciones a sus reclamos. Esos contenidos, provenientes de distintos modelos y perspectiva...