Horizontes y bocacalles
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Horizontes y bocacalles

  1. 106 páginas
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Horizontes y bocacalles

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Información del libro

"Horizontes y bocacalles" (1926) es una recopilación de relatos de Enrique Amorim. En estos cuentos el autor narra las aventuras y desventuras de personajes muy dispares y excepcionales. A pesar de la brevedad de las narraciones, el autor no rehúye la denuncia social y la reivindicación.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726682571
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

BOCACALLES

EPISODIO DEL AMOR JUVENIL

I

En uno de esos días, en que las calles de Buenos Aires dejan correr las mañanas sin ofrecerles obstáculos; en que las vidrieras no atraen a nadie, y si alguien se detiene frente a un escaparate es para censurar el mal gusto del propietario de la tienda; en uno de esos días, cuando las calles arboladas nos parecen caminos que conducen al campo; en que la Avenida Las Heras brinda la frescura de Palermo y el que anda en ella pregusta el aire balsámico de un viaje barato en coche de plaza, por sendas rodeadas de fronda; en uno de esos días el flamante bachiller nacional Manuel Almagro, quiso, con todo su corazón —recién abierto a la dialéctica del amor y a uno que otro precepto literario— quiso ardientemente a Perla Condini, rubia, de pequeños ojos vivaces, azuladas ojeras, breve boca con “rouge”, delgada, fina, esbelta, nacida para una movilidad extrema, toda en agilidad y nervios.
Por la Avenida Las Heras, con un libro en la mano, paseábase, aguardando a Perla, el recién recibido bachiller. No podía acercarse a menos de una cuadra de la casa de departamentos donde moraba su enamorada. Le estaba vedado cruzar por su puerta.
Eran ya las doce. Perla había prometido un hábil simulacro de almuerzo. Y, mientras Almagro se dejaba envolver por la mañana, hecha ya un dominante medio día, curioseaba los tranvías completos, observando el regresar apresurado de burócratas sin aperitivos. Hojeaba el libro de vez en cuando, y al leer algunas líneas —el volumen era de versos: Laberinto, de Juan Ramón Jiménez— saboreaba aquella que canta:
“En camisa pareces un jazmín”.
La intimidad del verso le hizo pensar en Perla, pero en Perla frente a la dispuesta mesa del almuerzo, pues en ella, persona y amor, pensaba constantemente.
Imaginó el simulacro de almuerzo que a esa hora realizaba la muchacha. Farsa doméstica sencilla, según lo había manifestado ella, sencilla como la tarea de dar brillo a un espejo . . . Almagro se regocijaba pensando: “La encontrarán inapetente como nunca! ¡Claro, si almorzará después conmigo!”
Y aquel conmigo, dicho en voluptuoso secreto, intundió en su espíritu un ánimo dominador y fuerte.
Mal desayunado, el muchacho sentía un apetito indigno de un primer almuerzo con su “compañerita”. Como ella reía gozosa con las descabelladas exageraciones de Almagro, éste proyectó exagerar: primero una extrema debilidad pintoresca, representada con gestos desarticulados, al trasladarse en el automóvil cubierto que elegirían; segundo, un apetito pantagruélico, grotesco, que hiciese las delicias de Perla, al contemplar la comicidad de su voraz almuerzo.
Ella salió, apresuradamente. Él la vio en seguida, pues tenía los ojos fijos, clavados como dos aldabas en la puerta de su casa. Perla corría, a trechos, calzándose los guantes. Los árboles de la avenida hacíanse un arco a su paso . . . Esto, en los ojos de Almagro, que la aguardaba impaciente, manoseando el libro.
No acertaba cuál continente adoptar . . . Pensó, entonces, que debía estar fumando. Fumando con aire despreocupado, para poder elegantemente arrojar la colilla a la calzada y acercarse luego con la mano izquierda —tenía que ser la izquierda— tendida en ademán de quien pide y da, al mismo tiempo . . .

II

No terminaban de arreglar las sillas. El mozo de L’Odeón, con un gesto decidido, hacía retirar las manos, apoyadas en la mesa, de los dos comensales, para extender una servilleta sobre el mantel. Almagro levantó las manos con el libro en la diestra. Sólo en aquella oportunidad se le ocurrió ver algo de previsión paternal, en esas servilletas que colocan en algunos restoranes.
Como Perla no había contado la historia de su simulacro de almuerzo —en el auto riñeron, pues ella creyó que Almagro tenía ocultos motivos para no seguir el camino de Callao, Sarmiento y Esmeralda— como no se había tocado el tema de su escapatoria, ella dijo que nadie había advertido la farsa.
Mientras Almagro daba un vistazo sin leer, en la abstrusa lista del menú, Perla, con la punta de sus dedos, metía los dorados cabellos bajo la capota casi infantil. Y al muchacho al observarla, le fastidió comprobar que un mechón del cabello entraba y salía bajo el ala del sombrero, preso en la punta de sus dedos, sin hallar definitivo acomodo. La causa del fastidio era muy otra. Perla se lo dijo:
—Tanto apetito para después reñir con la lista. Pide tallarines, que es un plato barato . . .
El la devoró con los ojos. Ella le hizo un guiño, una mueca y un pucherito con la boca . . . Almagro habíase olvidado de representar la escena del comilón. Descubrió un par de espejos que daban su faz de frente y de perfil. Arreglóse la corbata. Un cuello traidor, un tanto chico para su pescuezo, aprisionaba mal el nudo. En esa forma, aparecía la cabeza dorada del botón, puesta en descubierto por el nudo caído. Sin dejar de mirarse al espejo, pegó un rápido tirón, haciéndola correr. Aquello inundó su rostro de sangre. Y fue, una vez acomodada la corbata, contemplándose con satisfacción, ocultamente. ¡Qué bien que se dibujaban ya las entradas de su frente! En la unión de las cejas, había trabajo para la pinza . . . ¿Su nariz? Sí, un poco grande “ciranesca”; bueno, a causa de la demacración de aquel día . . . En fin, era con aquella cara que Almagro a Perla adoraba.
Almorzaron. En el recoger y estirar de las piernas del muchacho; en las migajas que Perla dejó sobre el mantel; en la posición de los brazos mientras trinchaban; en las furtivas miradas a los espejos; en lo poco que ella comió; en el falso desenfado de Almagro al pagar; en estas cosas y en muchas otras que observaron el adicionista y el maitre, estaba cantando la verdad de aquel primer almuerzo. Y algo que hizo Almagro, inconscientemente, le desconcertó. En la mesa tomó la pequeña cartera de Perla. Como un inexperto habíase puesto a refistolear en ella celosamente. Ahí estaba su falla. Aquel acto era de repudiar.
Salieron del local con una nubecita de humo en cada ojo.

III

Almagro creyó oportuno readquirir su aplomo. Así lo hizo, entonando al subir a un coche, un tango haragán y pesado. Entre dos guiones de silbido, colocó la orden:
—Siga hasta Avenida Alvear . . .
Perla, posando sus pies en el plegado asiento auxiliar, se puso a comparar las puntas de sus zapatos nuevos. Uno de los dibujos que en ellos había le pareció más grabado. Almagro lamentábase en silencio el no haber comprado cigarrillos rubios. Miró los cabellos de Perla. Siempre que fumaba cigarrillos egipcios, le hacían recordar la cabellera de la muchacha. Ella, en ese momento, se asomó interesada, y luego, como temiendo ser vista, echóse bruscamente para atrás. Almagro, a los pocos pasos, vengativo, inclinó su busto, a fin de palpar con sus miradas a una mujer que trepaba a un tranvía. Perla lanzó una carcajada dorada, como sus cabellos. El no pudo aguantar la risa y tosió, levantando la cabeza. Cuando Almagro sintió la mano de su compañera apoyarse en la suya, exclamó, en pleno dominio de sus amores:
—¡Nuestro pequeño mundo sin estrellas! —y creyó advertir el éxtasis de la muchacha que le miraba, le miraba los ojos, la frente, la boca . . . El veía en tanto por encima del asiento delantero, asomarse acompasadamente, las flojas orejas del caballo . . .
—¡Sácate el sombrero! —ordenó ella, arrancándoselo bruscamente—. ¡Así! . . .
Pudo él entonces recostar su cabeza en el respaldo. Ya no veía las pobres orejas del jamelgo. Dijo con lentitud —protegido por el admirativo silencio de Perla:
“Por las avenidas
va rodando el coche,
por las calles solas,
en mí te desmayas,
igual que en las playas
las olas . . .”
¿Aquellos versos eran de Almagro?
¿Acaso de un poeta centroamericano? No importaba de quién eran, pero venían muy bien como insinuación.
De pronto, Almagro irguióse exclamando:
—¿Y el libro? ¿el libro de Jiménez?
—¡En el restorán! —respondió vivamente Perla, explicándolo todo.
Ambos miraron las encorvadas espaldas del auriga. ¿Regresarían? Regresar, era declararse tontos; regresar por un libro de versos a un restorán elegante . . . No. Y los dos volvieron muellemente a su posición habitual.
¡Cómo sabían andar en coche! ¡Eran dos verdaderos artistas! Sabían elegir las victorias; acomodarse en ellas; ordenar con tono y gracia al cochero, a quien Almagro llamaba “maestro”; sabían estirar las piernas convenientemente; calcular el precio del viaje; acompañar con el espíritu la música de las ruedas; sabían hallar un ritmo y cadencia nuevos, en el trote falso de los caballejos; sabían todos los secretos de esas cajas rodantes. Por eso llamábanle con pompa y humildad a un mismo tiempo: “Nuestro pequeño mundo sin estrellas” . . .
Allí vivían, soñaban, proyectaban días mejores, lloraban. Allí se juraron todo; allí maldecían, leían versos, reían, inventaban poemas, todo en una incoherencia de mundo sin estrellas. Sin estrellas, porque al levantar los ojos, cuando alzaban los labios, veían el negro de la capota ceñirse sobre sus cabezas. Y ni un agujerillo de polilla les daba la sensación de una estrella. Solamente abajo, las luces proyectadas en el asfalto humedecido, los faros de los autos, las señales rojas de los obreros nocturnos. Se conformaban, pensando que andaban por arriba de las estrellas, vigilados por los turbios ojos, viejos, de los faroles del coche.
Con las manos juntas, veían caer la tarde, morir el día, llegar la noche, encenderse las luces de la ciudad, como si en cada foco hubiese quedado aprisionada un poquito de la claridad del día. Hallaban en el parpadeo de las primeras luces, un acto rebelde, como si la luz luchase para no quedar prisionera en la bujía.
Ella le contaba, al atardecer, todas sus cosas. El crepúsculo la tornaba confidencial hasta la violación del secreto. Un día, Perla le contó que se había encerrado en su alcoba para poder decir, en voz baja, feas palabras. El efecto que le producían, era de lo más extraño. “Aquellas barbaridades”, así las calificaba la muchacha, dábanle un aspecto nuevo y desconocido de la vida . . . Decía malas palabras, hasta romper el sortilegio de aquel delicioso delito . . .
Almagro contaba hechos raros, pintaba tipos originales que se le cruzaban o que a él venían como si fuese su vida un pararrayo de terribles confidencias.
El jamelgo, con su trote falso de caballo habituado a trabajar en pavimentos de madera, arrastraba aquel pequeño mundo sin estrellas . . . Bajo de los puentes de Palermo, si en aquel momento cruzaba un tren, Perla pedía algo, en secreto, misteriosamente. El, tenía miedo de lo que podía pedir la muchacha y para mostrar su repudio por las supersticiones ensayaba ocurrencias, diciendo, por ejemplo, que los puentes enrojecían al verles pasar.
Volvían con la noche cerrada. Dejaban el coche a pocas cuadras de casa de la muchacha. Al descender del pequeño mundo sin estrellas, Perla se alejaba unos pasos, arreglando sus faldas, ordenando su cabello, tal vez para escapar de la luz mortecina del farol que alumbraba la billetera escasa del muchacho. Siempre se acercaba algún chico a mirar a Perla, sin querer comprender nada, porque les daba placer mirarla. Al ver a su compañera un tanto lejos, Almagro se sentía solo, solo con el cochero, su billetera y “el mundo” vacío . . . Con desagrado escuchaba el sonido seco que hacía la banderita del taxímetro, al levantarse. Era para él, como un fatídico sonido de cerradura, cuyo cerrojo se cierra para siempre, cuya llave va a ser arrojada a una azotea desierta, desde un décimo piso . . . Es que Perla, al alejarse, una vez despedidos, lo hacía siempre con un apresuramiento propio de quien huye amedrentada, o se lleva algo robado: una carta, extraída de su bolsillo, un pañuelo, una joya hallada en el coche, una llave, la llave de su amor . . .
Aquel sonido del taxímetro, aquel fatídico sonido de cerrojo, de candado que se cierra automáticamente y del cual se va a arrojar la llave al espacio . . .
Una noche, sonó más fuerte en los oídos de Almagro. Ella estaba apurada. Dióle un beso con los ojos cerrados y se fue, apresuradamente, llenando la noche, con el sonido de sus taquitos en la vereda de mosaicos flojos . . .
La banderita del taxímetro, rígida, roja, “flamea” para los ojos casi llorosos del muchacho, señalando el linde del “pequeño mundo sin estrellas”, libre del amor juvenil . . .

HOTEL DE CIUDAD

I

La puerta del “appartement” enmarcó su figura esbelta. Yo la vi, desde mi sillón, en la pequeña salita de espera del cuarto piso. Había estado unos minutos aguardando, entretenido en frotar con fruición las suelas de mis zapatos en la mullida alfombra del hotel. Cuando mis ojos la vieron sonreír, de pie en el umbral, sentí bajo mis plantas brotar guijarros y asperezas de abruptas plazas . . . La última vez que nos habíamos visto solos, frente a la naturaleza, fue en las riberas de un río, en un lejano atardecer veraniego.
Caminé hasta ella, sonriendo. Sus palabras fueron las inevitables. Pero con su voz llegó hasta mí una brisa fresca, la misma que acariciara su frente en el atardecer junto al río.
Tendióme su mano con un dejo de contrariedad en el ademán. Un vaho cálido, de perfumes de invierno, enrostró mi llegada.
Al verme en sus ojos, hallé en ellos un retrato infantil, mi retrato de adolescente, aureolado por una húmeda mirada. Me vi tal como antaño, un instante tan sólo, pero el tiempo necesario para comprender el divino ridículo de mi amor adolescente. Su pestañeo nervioso borró de pronto la imagen, transformando sus ojos. Y, al mismo tiempo, puso una dolorosa rigidez de despedida en su mano, hasta entonces blanda y vencida en la mía.
Un valor imprevisto movió mis pasos al pisar el umbral del “appartement”. Tal vez sus ojos, ahora castaños, agrandaron mi coraje. Cuando nos amábamos, mirándonos, sombras y miedo yo hallaba en sus ojos, que mi fantasía juzgó negros. Los autores de mi adolescencia me proporcionaban heroínas de misteriosos ojos oscuros. Así que, para dar a mi amor un sentido novelesco, veía a la mujer querida con ojos negros y profundos.
Elegante, en su decidida y resue...

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